Toda historia tiene un principio, toda leyenda tiene un origen. Y el de los jeroglíficos lúdicos, ese que resolvemos en el periódico del domingo, descansa en la milenaria escritura jeroglífica egipcia, “los sagrados grabados”, pues eso es lo que significa en griego hieroglyphica –o “palabras de Dios”– tal y como se referían a ella sus creadores. Una escritura cuyos primeros ejemplos conocidos datan de 3000 a. C., que perduró hasta el s. IV de nuestra era, y que hasta el s. XIX constituyó un enigma inabordable. Durante todo ese tiempo (y es mucho tiempo) existió la convicción de que se trataba de un lenguaje simbólico; es decir, constituido por semagramas o, hablando en cristiano, que cada dibujo representaba una idea, un concepto. Pero se trata de una combinación de escritura fonética y simbólica. Aunque la mayoría de los signos no son fonéticos (no corresponden a un sonido), para aprender los primeros pasos se puede pensar que sí lo son, ya que así se facilitan las cosas. Esto significa suponer que sea cierta la igualdad un jeroglífico=un sonido.

O dicho de otro modo, jugar a desvincular cada dibujo de la idea o concepto original, y entenderlo casi solo como un fonograma. Así, digamos que el enigmático lenguaje egipcio se articula a partir de la combinación de un conjunto de jeroglíficos que representan sonidos o fonemas simples y desempeñan el papiro de un alfabeto convencional; y otros que representan sonidos complejos. Algo que se ve fácilmente recurriendo a los “nuestros”, que también se construyen combinando las letras del alfabeto con dibujos que representan sílabas o conjuntos de sílabas. La principal diferencia es que el código de los antiguos es cerrado, ya que las combinaciones son limitadas, y en los modernos es abierto. Por ejemplo, un sol dibujado en un jeroglífico contemporáneo no representa al Astro Rey, sino que sirve para plasmar la sílaba “sol”, que también puede representarse con una nota musical. Así, podría­mos escribir sol-dado (un sol y un dado) o sol-o (un sol + la letra o). De modo análogo, los antiguos egipcios empleaban la representación jeroglífica del sol para el sonido “Ra” –que así llamaban a nuestra dorada estrella–. Por eso, en la representación del nombre del faraón Ramsés se utiliza el dibujo de un sol. Este diseño se combina después con otros tres del alfabeto tradicional (véase recuadro de la página anterior) que representan los fonemas /m/ y /s/ (la ausencia de la /e/ se debe a que el egipcio es un alfabeto consonántico). Extraordinariamente, hay símbolos que tienen más de un sonido.

El aderezo de simbolismo también se ve fácil si se piensa que en los jeroglíficos actuales, en algunos casos, un dibujo sí puede representar un concepto. Por ejemplo, un ojo, además de representar ese sonido en palabras como “piojo”, puede utilizarse para plasmar la idea de “visión” (tele-visión). También los egipcios utilizaron el dibujo de un ojo como determinativo para indicar “ver” y otras acciones relativas al ojo.
Claro, que todo esto no se averiguó hasta el s. XIX, y solo gracias a la conjunción del descubrimiento de la piedra de Rosetta y otros monumentos, al que se unió la visionaria intuición del prolífico Thomas Young, al identificar los jeroglíficos inscritos en cartuchos con los nombres de los faraones. Los cartuchos (para los que aún no han visitado Egipto) eran la manera normal de representar los nombres de los reyes. Descifrarlos permitió asignar sonidos a los dibujos. En concreto, se centró en el cartucho jeroglífico que ocultaba a Ptolomeo. Una identificación a la que poco después se aferró el sabio francés Jean-François Champollion, quien se declaraba “adicto a Egipto”. Él fue quien reconoció el cartucho de Ptolomeo presente en el obelisco de Bankes, lo que le permitió descifrar después el alusivo a Cleopatra y, desde ahí, todo el sistema jeroglífico.

Para hablar con Dios

Pero ¿qué decían, o sobre qué escribían los egipcios? Como ha de suponerse, en más de 3.000 años escribieron de todo y de distintas formas, pero en jeroglífico solo los textos religiosos o relativos al monarca; veáse una muestra del más importante de sus libros teológicos, El Libro de los Muertos. Es una colección de textos funerarios pertenecientes a distintas épocas. Agrupa sortilegios, oraciones y consejos que preparaban al difunto ante el juicio de Osiris. Le aconsejan cómo “justificar” sus actos para que Osiris le permita continuar el camino hasta alcanzar los campos de Aaru, el paraíso. Algunas de las frases que se pueden leer: “Pasa, pues eres puro”, “Entré siendo ignorante y vi las cosas recónditas”. Si quieres convertirte en un experto en la caligrafía del antiguo Egipto, tendrás que matricularte en alguna de las universidades que en todo el mundo imparten la asignatura. Pero si lo que quieres es emularlos desarrollando jeroglíficos lúdicos –entendidos como pasatiempos–, entonces empieza por practicar resolviendo nuestras propuestas de estas páginas. Y que Osiris te juzgue como mereces.

Redacción QUO