En 2015 los bioquímicos Alec Lee y Mardonn Chua fueron a una cata de vinos en California. Allí probaron una copa de Chateau Montelena de 1973, el primer vino californiano que ganó a un francés. Obviamente este vino es casi prohibitivo: llegó a alcanzar los doce mil euros en una subasta. “Me parecía injusto que muy pocos pudieran disfrutar de su sabor”, explica Lee en una entrevista: “Y entonces surgió la idea: ¿qué pasaría si pudiéramos recrearlo para que todos pudieran experimentarlo?”. Así nació Ava Winery, una empresa cuyo nombre juega deliberadamente con el término ‘área vitícola estadounidense’ (american wine area, en inglés) y que ahora ha cambiado su nombre por Endless West. ¿Su objetivo? Hacer un vino inspirado en los grandes caldos, pero sin uvas. Solo agua, etanol y las moléculas que le dan a cada etiqueta esas peculiaridades de sabor, cuerpo y aroma únicas.
2.000 moléculas para un caldo
Recrear un vino no es sencillo. La bebida que abrimos hoy sabe distinto en dos meses y tuvo otras particularidades hace 60 días. Evoluciona porque está compuesto de material orgánico: vive. Según Vicente Ferreira, del Laboratorio de Análisis del Aroma y Enología de la Universidad de Zaragoza, los vinos tienen unas 800 moléculas volátiles, apenas una parte de las más de 2.000 que forman su composición general.
Los fundadores de Endless West, se unieron al también bioquímico Josh Decolongon y crearon un moscatel italiano copiando el Moscato d’Asti, una opción “fácil” según Lee: junto al sauterness y los caldos de uva gewurztraminer, son vinos con un aroma muy sencillo de definir.
“Hay un esnobismo en el vino que no se corresponde con el gusto real de las personas. Solo queremos ir tras los sabores básicos y hacer que sepan bien”, agrega este emprendedor, que ha recibido más de tres millones de euros de diferentes inversores para llevar a cabo su sueño. ¿Cómo lo consigue? En el laboratorio de Endless West no están los complementos comúnmente asociados con la elaboración de vinos: no se ven barricas, tanques de fermentación ni sistemas para moler la uva. En su lugar hay ordenadores, equipos de cromatografía de gases y espectrómetros de masas, y un robot, como un pulpo, que en sus múltiples brazos lleva tubos de ensayo llenos de líquido de vinos y licores que se analizan uno a uno. También hay una ‘nariz electrónica’ para medir las propiedades olfativas de cada bebida. Todo esto es imprescindible para crear la receta.
El objetivo es determinar qué carbohidratos, azúcares, proteínas, aminoácidos y lípidos forman el corpus de un vino: ésteres de tipo cítrico, aromas de piña derivados de hexanoato de etilo, la metoxipirazina –que da notas de pimiento– o la dosis justa de diacetilo –que aporta ese toque a mantequilla–. Una vez creado este ‘esqueleto molecular’, se le añaden destilados neutros o alcohol de grano. Y voilà, un moscatel de Asti.
Las ventajas de este tipo de vino son numerosas: mucho más económico a largo plazo, “también usamos entre 50 y 100 veces menos agua que la producción tradicional”, añade Lee, “y una botella de moscatel sintético que ha estado abierta durante un año no se oxida, lo que es otro beneficio más para los consumidores”. Pero la teoría la sabemos todos. Ahora, llevarlo a la práctica…
Unos meses atrás se realizó la primera prueba pública. Dos periodistas de la revista New Scientist compararon el vino artificial de Endless West con un Moscato d’Asti real. Y el veredicto fue poco afortunado: le faltaba color, tenía poca viscosidad y un olor desagradable a plástico: “Sabía a piscina de tiburones”, llegaron a decir los catadores.
Desde entonces Lee asegura que están haciendo grandes progresos. Ya no solo trabajan en el moscatel, sino que también están desarrollando un pinot noir. “Lo que hemos hecho desde entonces son grandes avances”, afirma el emprendedor: “Ahora estamos en el punto en que aproximadamente el 90% de las personas no superan nuestras catas a ciegas”. Y puede que pronto los consumidores nos tengamos que beber sus palabras, literalmente, ya que en la industria de los alimentos sintéticos el vino es apenas una pequeña parcela.
20 billones de ‘nuggets’ con una célula
En menos de seis años, el mercado de los alimentos sintéticos alcanzará los veinte mil millones de euros anuales de acuerdo con un estudio realizado por Global Market Insights. Esa es la cifra de negocios, pero el impacto será aún mayor. Hanna Tuomisto, agroecóloga de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, señala que producir carne de vacuno in vitro podría reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) producidas por el ganado en más del 90% y el uso de la tierra en un 99%. La industria ganadera a nivel mundial comprende más de 25.000 millones de animales, utiliza cerca de un tercio de todos los continentes y el 70% de las tierras agrícolas. La FAO atribuye al ganado un 14,5% de las emisiones de GEI, y reducir esto sería bastante más que el 3% que planteó en su momento la Cumbre de París. Basta decir que una sola célula del tejido muscular de un pavo sirve para producir suficiente músculo con el que fabricar 20 billones de nuggets. Sin enormes granjas, sin emisiones, sin maltrato animal…
Pero todo esto no es algo nuevo. Ya en los años 60 y 70 el Centro de Investigación Ames de la NASA se embarcó en un proyecto para producir alimentos que no precisaran de organismos vivos, como los cultivos o el ganado. El propósito era que los astronautas continuaran explorando el espacio en misiones cada vez más largas sin necesidad de llevar grandes cantidades de carga. El programa investigó métodos químicos simples que podrían regenerar los alimentos utilizando productos de desecho. Uno de los primeros éxitos fue obtener azúcares a partir de reacciones químicas del hidrógeno con el dióxido de carbono, capturando el que exhalase la tripulación.
Más recientemente, en un proyecto conjunto entre el Centro de Investigación Técnica VTT de Finlandia y la Universidad de Tecnología de Lappeenranta, los científicos desarrollaron un método para crear un producto alimenticio alto en proteínas a partir de agua, dióxido de carbono, bacterias y electricidad. El proyecto, llamado acertadamente Food From Electricity, tiene el potencial de reducir las emisiones de efecto invernadero… pero no es una hamburguesa, no tiene la consistencia de una fabada ni el aroma de una sopa casera. Para una semana en el espacio está bien, pero ¿explorar el cosmos a base de bacterias, electricidad y azúcar? No, gracias, prefiero un filete.
¿Adiós a la ganadería?
En 2013, el científico holandés y cofundador de Mosa Meats, Mark Post, creó la primera hamburguesa sintética. Para que llegara a la parrilla fueron necesarias 20.000 fibras musculares, tres técnicos de laboratorio, tres meses y un total de un millón de euros. Desde entonces el precio se ha reducido a seis euros y el tiempo necesario para su producción a apenas veinte minutos.
La carne sintética o cultivada se basa en la misma biotecnología desarrollada para crear tejidos y órganos humanos en medicina. Las células madre del animal deseado (vaca, cerdo, pescado, etc.) se cultivan en un sustrato rico en nutrientes en condiciones estériles. Las células madre se diferencian en tejido muscular y se ‘ejercitan’ mediante estiramientos para promover el crecimiento. A la ‘carne’ obtenida de este modo se le da forma y se aromatiza.
Desde el nacimiento de Mosa Meat han surgido numerosas empresas dirigidas a la creación de carne sintética (ya sea partiendo de células animales como de compuestos vegetales). Entre ellas destacan Impossible Food, Beyond Meat, Memphis Meats y SuperMeat.
Uno de los más avanzados en este área es Guiseppe Scionti, investigador de la Universitat Politécnica de Cataluña. Este experto en biomedicina e ingeniería de tejidos ha creado un sistema de impresión que imita la producción de órganos para crear filetes a partir de ingredientes vegetales. “En el mercado de impresión en 3D ya existía la tecnología para conseguir el sabor y la apariencia a partir de ingredientes animales”, nos confiesa Scionti en conversación telefónica: “Ahí es donde aparece mi invención, que es conseguir también la textura animal usando solo ingredientes vegetales. No creo que los próximos pasos sean demasiado complicados”.
La impresora que está desarrollando actualmente permitirá modular las propiedades del filete vegetal con proteínas, aminoácidos, grasas, vitaminas y minerales que estén en el mismo rango de la carne tanto en apariencia como en valores nutricionales.
El prototipo inicial estaba destinado a aplicaciones médicas y por ello se tarda entre 30 y 50 minutos en imprimir una pieza de cien gramos. “Pero actualmente estoy trabajando en ‘inyectores de tinta’ que sean mucho más eficientes y puedan producir a gran escala”, afirma Scionti desde Barcelona: “La impresora podría tener cualquier tamaño, tanto para producirse a gran escala, a nivel industrial, como para llevar a ciertas zonas, por ejemplo de catástrofe, donde es necesario producir alimentos. También se podría variar la composición para suplir carencias de vitaminas o minerales y personalizar el producto de acuerdo a las necesidades del lugar. Estamos estudiando cómo funciona la impresora en diferentes condiciones, por ejemplo a 40 ºC, para proponerla a diferentes organizaciones no gubernamentales. Otra ventaja es que puede que ‘las tintas’ ni siquiera necesiten refrigeración, y esto, para llegar a zonas alejadas, es vital”.
La revolución industrial
La creciente demanda de alimentos alternativos a la producción convencional ha hecho que los grandes de la industria miren hacia estos emprendimientos. En el sector de las carnes y los productos lácteos tradicionales hay una opinión: “Pasó con los coches eléctricos: se vieron como una amenaza al principio”, explica Scionti, “pero ya el año pasado la segunda mayor productora de carne, Tyson Foods, invirtió en esta tecnología, porque lo ve venir. No quieren quedarse atrás. En Europa la demanda de sustitutos de carne animal ha aumentado un 450%. En 2016 el ministro de salud chino dijo que reducirá un 50% el consumo de carne. Eso deja un vacío muy grande y se necesitarán alternativas”.
Pero en el vino no funciona igual. Hay un elemento de creatividad que la ganadería o la agricultura no tienen. Y Endless West se enfrenta a eso: ¿pueden sus productos llamarse ‘vino’? La empresa Replica ha encontrado un nicho a mitad de camino entre los vinos sintéticos de Lee y los tradicionales. Fiel a su nombre, reproducen vinos analizando las moléculas y los componentes de cada caldo. Pero ellos sí utilizan uvas, solo que más económicas, mucho más, y les agregan sabores y aromas.
Replica trabaja con el master sommelier (un selecto grupo de trescientos expertos de todo el mundo) Brett Zimmerman para dotar a sus vinos de un sabor perfectamente igual al de otros. Así han creado seis caldos (tres tintos y tres blancos) que ‘homenajean’ a otros más famosos. Sus resultados han sido tan buenos que el Beverage Testing Institute de EEUU les ha dado a todos ellos más de 90 puntos, algo que en general consiguen los vinos de más de 50 euros, mientras que los de Replica apenas alcanzan los 15.
A Lee no le importa la batalla de las etiquetas. De hecho ya está pensando en abrir nuevos caminos más allá del vino. “¿Dónde se están produciendo prácticas de producción de alimentos insostenibles o dónde hay una capacidad limitada de producción de alimentos en general? ¿Cómo podemos alterar eso y producir de una manera más sostenible, más ética y, por supuesto, más económica? ¿Podría hacerse esto con el café o chocolate?”.
Teniendo en cuenta la creciente escasez de cacao, un chocolate sintético no amarga a nadie.