La causa reside en la imperceptible capa de agua o vapor que siempre recubre nuestra piel, la cual se hiela al contacto con el hielo (o con la fina capa helada de otro objeto helado). Si ponemos el simple ejemplo de un hielo sacado del congelador, el principio físico (o químico, según se vea) se entiende muy bien.
El cubito suele estar a unos 18ºC bajo cero y procede de un ambiente muy seco, donde no hay agua en suspensión porque no hay lugar a evaporaciones. En cambio, nuestra piel está a unos 37ºC y, aunque no lo percibamos, tiene restos de vapor de agua procedentes del sudor y de la humedad ambiental.
Cuando tocamos el hielo, se produce un intercambio de temperatura. Y aquí la temperatura ambiente es decisiva para que nos quedemos pegados o no. Si tocamos el hielo en la calle a, pongamos, 3ºC, nuestro cuerpo no podrá emitir el suficiente calor para derretir el hielo que toca y nos quedaremos pegados. Pero si tocamos ese mismo hielo en casa, a unos 25ºC, quizá nos quedemos pegados 2 segundos hasta que nuestro propio calor y el del aire ayuden a convertir el témpano en un charco.