Harta de entradas y salidas del hospital a horas inhumanas para aquellos huesos tan viejos, decidió que se llevaba a su marido a casa.Morirse se iba a morir de todas todas, y se sentiría como una traidora si permitiera que eso sucediera en ese lugar tan frío, tan blanco y oliendo a alcohol de médico. Se dijo que el momento era antes del anochecer; le daba miedo salir en la oscuridad. Guardó las cuatro ropas de su marido, que olían a viejo aún siendo nuevas, en un bolso de mano, el cepillo de los pocos dientes que quedaban ya y el peine que peinaba no más de cuatro pelos.
Lo ayudó a vestirse, calzó sus pies grandes y arrugados con alpargatas de estar por casa porque eran más cómodas de quitar y poner.
–Nos vamos –le dijo.
–¿Adónde? –preguntó él.
–A casa –dijo ella con alivio.
–A casa, a casa, a casa –empezó a repetir mecánicamente.
–Shhhh, cierra el pico.
–Cierra el pico, cierra el pico, cierra el pico –siguió él.
Lo puso en pie. Seguía siendo alto y muy atractivo. Pensó que si tuviera que enamorarse otra vez, se volvería a enamorar de él.
No quiso llamar a sus hijos, aquellos hijos tan modernos, con tantos estudios y tantas preocupaciones incomprensibles, fruto de tanto empeño de sus padres. No quería volver a oír hablar de residencias, de medicaciones para la memoria. Se conformaba con que la enfermedad no le hubiera hecho olvidar que la quería. Solo por esa concesión, no le parecía una enfermedad en realidad tan cruel. Estaba claro que era un momento íntimo. Cogieron un taxi.
El olor a viejo y a cerrado los recibió con una bofetada nada más abrir la puerta. Empezó a llorar; recordaba el beso del olor a bebés de antaño, lo primero que sentía al llegar a casa reventada de tanto limpiar para otros.
–¿Qué te pasa? –preguntó él–. ¿Por qué lloras?
–Por nada –respondió ella, a sabiendas de que cualquier respuesta sería inútil, de que nada más decírselo se perderían las palabras en algún punto entre sus oídos y su cerebro, y ella estaría tan sola como en los últimos años.
Para su sorpresa, él se levantó de su sillón. Andaba tan erguido como podía. Parecía entonces haber rejuvenecido veinte años.
–¿Por qué lloras? –volvió a preguntar levantando la barbilla de ella.
–Porque te echo de menos.
–¡Pero si estoy aquí, mujer!
Se acercó con paso firme al mueble bar que eligieron en una tienda solidaria muchos años atrás. Sacó una botella de buen vino y dos copas especiales que quedaban de lo que había sido un juego de seis. Descorchó la botella con una facilidad que a ella la impresionó y sirvió las dos copas.
–Vamos a hablar –dijo él–. No me eches de menos.
Recordaron todo, sus comienzos, los niños, las peleas, los berrinches, las risas, sus lugares favoritos… Y rieron, rieron mucho, rieron con el cristal con el que miran dos viejos que están de vuelta de todo. Se sentían más enamorados que nunca, más jóvenes que siempre.
Como hacían en las noches locas del pasado, después de acabar la botella, cerraron su cueva con llave y persianas, se lavaron los dientes y marcharon juntos a la cama. Seguían durmiendo en una sola cama, no en dos, como algunos viejos maniáticos a los que las cosas que antes gustaban ahora empiezan a molestar.
Tras el beso de buenas noches, no se podían dormir; en el silencio de la oscuridad, cada uno pensaba en el otro. Cuerpos flacos, arrugados y flacos. Muy distintos de los de otros tiempos.
De pronto, un ronquido fuerte, una exhalación lenta y profunda. Él ya dormía. Ella se acurrucó a su cuerpo, notando cómo se enfriaba minuto a minuto y sabiendo que no lo iba a abandonar allí.
Por la mañana, levantó las persianas para que nadie sospechara. Tomó su café con galletas, su medicación de siempre y volvió a la cama con el que sin duda había sido el amor de toda su vida.
En la ultima hora, en la hora de la despedida, el mediano de sus hijos, el científico loco –como solían llamarle– seguía repitiéndose que no entendía cómo aquella mirada que siempre les contaron sus padres que había sido su primer momento compartido podía haber mantenido unidos a aquellos viejos durante tanto tiempo. Aquella mirada los sedujo eternamente; bañó sus cerebros mutuamente de sustancias químicas que tocaron, aquí y allá, las profundidades de su alma. La amígdala, la ínsula, la corteza orbitofrontal. No era necesario razonar, la decisión ya estaba tomada: desde aquel momento, sus cerebros mudaron para siempre. Y ese pensamiento era la confirmación de que no entendía nada.
Redacción QUO
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