Hoy que los gadgets inteligentes miden pasos, latidos, incluso inhalaciones al segundo, medir el tiempo sigue siendo un desafío intelectual de primera clase.
Ese «hace mucho que no nos vemos», ¿realmente es mucho? Si pensamos que una galaxia de mil millones de años es una galaxia joven, habrá que reconocer que no hace tanto que no estamos juntos. Pero si lo comparamos con el tiempo que tarda un fotón en cruzar una molécula de hidrógeno, acontecimiento que se mide en zeptosegundos, la unidad de tiempo más pequeña medida hasta la fecha, hará una eternidad que tomamos aquella cerveza.
Así, el Tiempo, en mayúsculas, permite un juego fantástico. Un reloj que marcara todos los tiempos posibles habría de ser inmenso y mínimo.
Un equipo de investigadores de las universidades de Frankfurt, Hamburgo y Berlin han podido medir la cantidad de tiempo más corta hasta la fecha. La unidad utlizada fue el zeptosegundo, que equivale a 0,000000000000000000001 segundos. Al otro lado de la escala, los científicos calculan que han pasado unos 4.500 millones de años desde el nacimiento de la Tierra. Un período inabarcable para nuestra especie, ya que datos recientes apuntan a que el Homo sapiens surgió hace solo unos 190.000 años.
Pero la historia del Planeta Azul no es tan larga si se interpreta en la escala del universo. Por ejemplo, se queda más bien corta al lado de las vidas de las estrellas.
Entre esas estrellas están las enanas blancas. Nadie ha visto la muerte de ninguna porque son más longevas que el propio universo. Su existencia escaparía a la comprensión de la propia Tierra si esta tuviera conciencia del tiempo. En el otro extremo de la escala temporal, donde los sucesos son extremadamente rápidos, el universo también desafía nuestra mente. Según la teoría del Big Bang, las partículas elementales tardaron menos de una milésima de segundo en aparecer.
Si pudiéramos ver el fenómeno en un laboratorio, un parpadeo a destiempo bastaría para perdernos la creación del nuevo cosmos.
La especie humana tiene menos de veinte años galácticos de existencia, que equivalen a 4.500 millones de años terrestres
En el universo, todo es cuestión de escalas. Abrumadoras, pero medibles. “Cuando se habla de Astronomía hay que cambiar la escala de tiempo, de la distancia, de las masas…”, observa el presidente de la Sociedad Española de Astronomía, Javier Gorgas. “Si digo que una galaxia tiene mil millones de años, mis colegas entienden perfectamente que es muy joven”, añade.
La danza cíclica de las estrellas marca la pauta de los calendarios. La Tierra tarda 365,25 días en dar una vuelta alrededor del Sol, así que medimos el tiempo en ciclos compuestos por tres años de 365 días y otro bisiesto de 366. Los astrónomos emplean esta división para estudiar períodos de miles de años y de gigaaños (cada uno equivale a mil millones de años). La vida de las estrellas y la edad del universo son períodos que se adaptan bien a esta escala.
Pero una medición cuidadosa confirma que 365,25 días es una cifra demasiado redonda para ser exacta. Se puede tomar el Sol como referencia o fijarse en las otras estrellas. El resultado varía en ambos casos. El tiempo que transcurre entre dos pasos del Astro Rey por el meridiano equivale a un día solar, mientras que el que tarda una estrella en ocupar la misma posición en el firmamento respecto al día anterior se conoce como día sidéreo. Este último es 4 minutos más corto. El mismo principio se emplea para discernir entre año solar y año sidéreo. El primero dura 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45,9 segundos, mientras que el sidéreo es 20 minutos más largo.
Este desfase se debe al movimiento de precesión de la Tierra. El Polo Norte no está fijo, sino que describe un amplio círculo cada 25.776 años: cada vuelta se denomina año platónico. El movimiento provoca que el punto del espacio que señala el norte de la Tierra, desde el que se definen las coordenadas, se mueva lentamente a lo largo de los milenios. Los 20 minutos extra del año sidéreo corresponden al tiempo que tarda la Tierra en recuperar la desviación que acumula cada año solar a causa del movimiento de precesión.
Por último, también puede medirse en función del tiempo que hay entre dos pasos sucesivos de la Tierra por su perihelio. Este período es 4 minutos más largo que el año sidéreo, y recibe el nombre de año anomalístico.
El vals orbital de la Tierra y el Sol marca el paso de los días y de los años que percibimos claramente, pero solo las observaciones astronómicas pueden desvelar una danza aún mayor que se celebra en nuestra propia galaxia.
Nuestro Sistema Solar da una vuelta alrededor del centro galáctico cada 225 millones de años solares. Cada giro es un año galáctico, que resulta una medida difícil de comprender. “Existen ciertas incertidumbres sobre la duración del año galáctico, porque el Sol podría frenarse al pasar por una zona de mayor densidad y acelerarse en otras regiones, pero está entre los 225 y los 250 millones de años”, detalla Gorgas. La Tierra y el Sol tienen unos 20 años galácticos, y el universo, alrededor de 60.
La Luna se formó poco después del primer año galáctico de vida de nuestro planeta. La corteza terrestre se solidificó hacia su tercer año galáctico, y en el quinto, con más de mil millones de años solares a sus espaldas, la Tierra dio la bienvenida a las primeras células procariotas. Las eucariotas, aquellas que disponen de núcleo y que son las que organizan las formas de vida complejas, llegaron siete años galácticos después.
Los homínidos irrumpieron en la historia poco antes de que la Tierra cumpliera 20 años galácticos, o sea, los 4.500 millones de años que tiene ahora. Pero aunque los astrónomos se mueven cómodamente en miles de años y en gigaaños, también hay escalas más cortas que precisan mediciones más exactas.
“Es complejo medir el paso del tiempo con mucho cuidado”, indica Gorgas. La Tierra no gira siempre a la misma velocidad respecto al Sol, y los efectos de la gravedad de la Luna influyen en su recorrido y, por tanto, en la duración del día, aunque solo se trate de segundos. Por eso, a efectos prácticos, se emplean relojes atómicos.
“El segundo se puede definir mediante las vidas medias de los elementos radiactivos o tomando como base cuestiones básicas de la física que son iguales en todo el universo”, explica Gorgas. Y los relojes atómicos aportan la precisión necesaria para dar cuenta de fenómenos como los púlsares, que son estrellas de neutrones que están girando en períodos de milésimas de segundo.
Pero ni siquiera el segundo es definitivo. Como predice la teoría de la relatividad, el tiempo avanza más o menos deprisa en función de la velocidad del observador respecto al objeto y de la fuerza de gravedad. “Es algo que preocupa a la Física moderna”, admite Gorgas. Por eso, todos miran hacia el origen del universo, cuando las leyes que rigen las escalas grandes y las más pequeñas de la física cuántica convivieron un instante.
Tal vez ahí estén las claves para desentrañar ese compañero que todos afirman comprender, aunque no sepan definirlo.
Saber si está dispuesto a darse a conocer relativamente pronto en algún experimento de los que se están realizando actualmente es cuestión de tiempo. Pero, ¿cuánto?
El tiempo pasaría más lento para un astronauta que volara a la velocidad de la luz que para el piloto de un coche deportivo. Si te dan a elegir, es una buena opción trabajar en las plantas más altas del edificio, ya que la gravedad pesa en las agujas del reloj y hace que se muevan más despacio en los pisos inferiores. El mismo efecto, predicho por la teoría de la relatividad, es más sorprendente en el espacio. “Cerca de los objetos muy masivos, como las estrellas de neutrones, el tiempo se ralentiza, y cerca de un agujero negro se para del todo”, explica el catedrático de Astrofísica Javier Gorgas.
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