El miércoles 12 de abril de 1961, desde Baikonur, el puerto espacial ruso, se lanzó el cohete que puso por primera vez a un ser humano en órbita: el comandante Yuri Gagarin, de la fuerza aérea soviética. Gagarin, de unos luminosos ojos azules, no fue escogido ni por su especial inteligencia ni por sus condiciones físicas, que sí importaban. La característica determinante fue su altura: tenía que caber en la caja de sardinas que era la cápsula espacial. Cuando se encontraba orbitando alrededor de la Tierra, al mirar por la escotilla escribió en su cuaderno de bitácora: “La Tierra es bellísima. La veo rodeada de una aureola azulada, y si dejo vagar la mirada por el cielo, la veo pasar del azul al turquesa, de éste al violeta y a la oscuridad de la noche”. Poco podía imaginar que 50 años después dos astrónomos norteamericanos describirían de manera parecida todo el universo.
El cielo da su color al mar
“El color es bastante cercano al estándar turquesa pálido, aunque tiene un cierto porcentaje de verde”. Así lo ha descrito Karl Glazebrook, quien, junto con Ivan Baldry, de la Universidad John Hopkins, son quienes han determinado “el color del universo”: a nuestros ojos se encuentra entre el aguamarina medio y el turquesa pálido. No resulta un color extraño para los humanos. De hecho, nos trae borrosos recuerdos de un hogar que abandonamos hace mucho tiempo, pues el color del universo es sorprendentemente parecido al que tiene el lugar del que surgimos hace 600 millones de años y a donde la mayoría de los españoles regresamos casi todos los veranos: el océano.
En contra de lo que podamos pensar, el mar es azul… a veces. Cualquiera que haya estado sentado en una playa sabrá que también tiene tonalidades verdosas, e incluso puede descubrir el púrpura o el glauco. El color del mar es indefinible. Sin embargo, sucede algo curioso: a medida que lo observamos con un ángulo más vertical, el azul se va haciendo más intenso. Por eso, desde la ventanilla de un avión lo vemos de un azul purísimo. Con la superficie de la olas pasa lo mismo: las zonas con oleaje son de un azul mucho más acentuado que el de los sitios donde el mar es tranquilo.
La ciencia ha demostrado que la imagen de un arco iris que une el mar y el cielo es algo más que una hermosa –o cursi, según se mire– metáfora poética. Lo que da color al océano es el cielo: el mar es azul porque el cielo es azul. La superficie del mar refleja la luz dispersada por la atmósfera, que le confiere su tono característico. A todo esto hay que añadir el hecho de que el agua absorbe más el color rojo que el azul, y que, de igual modo, dispersa más el azul que el rojo: la conjunción de ambos fenómenos, junto con los barros, algas y aceites que contiene en suspensión, contribuye a crear ese color indefinido, cercano al turquesa, que posee el mar.
No existen estrellas verdes
Por su parte, que el universo tenga una tonalidad azul verdosa es sorprendente, pues no existen estrellas verdes. Lo que sí hay en abundancia son viejas estrellas rojas y jóvenes azules, que inundan el cosmos de luz azul verdosa. Esto es algo que puede parecer extraño, pues en nuestros tiempos de escuela estábamos acostumbrados a obtener el verde mezclando el azul con el amarillo. Pero no tiene nada de extraordinario: la mezcla de colores es distinta si usamos luz o si se trata de óleo. Así, los colores que vemos en nuestro televisor, o en la pantalla del ordenador, se obtienen a partir de los tres primarios: rojo, verde y azul –esa tecnología recibe el nombre de RGB, las siglas en inglés de esos tres colores–. Es más, si deseamos reproducir el color del universo, sus valores RGB son 0,269 para el rojo (R), 0,388 para el verde (G) y 0,342 para el azul (B).
¿La fracción representativa?
¿Pero cómo han llegado a decidir esta tonalidad los astrónomos de la John Hopkins University? Para conseguirlo han recogido la luz proveniente de más de 200.000 galaxias y la han promediado. Es como si hubiesen tomado una fracción representativa de todos los botes de pintura que existen sobre la Tierra, los hubieran vertido en un contenedor y, tras remover su contenido cuidadosamente, hubiesen metido un bote de cristal y sacado una muestra. El color promedio de todos esos botes de pintura sería entonces, en una buena aproximación, el color asignado al universo.
El estudio se ha hecho a partir del 2dF Galaxy Redshift Survey, un programa de observación de estas galaxias, que se encuentran repartidas en una distancia de 2.000 a 3.000 millones de años luz de la Tierra. Con esto, los astrónomos han diseñado lo que llaman espectro cósmico, una banda de colores que representa la energía de estas galaxias traducida a cada color del espectro de luz visible. Al mezclarlos, teniendo en cuenta la intensidad luminosa de cada uno de ellos, se obtiene el azul turquesa.
En el futuro será rojo
Por supuesto, a lo largo de la historia la tonalidad del universo no ha sido siempre la misma. Al igual que en determinados momentos se pone de moda el azul o el amarillo, la propia evolución de las estrellas –que son, en definitiva, los botes de pintura del universo– ha definido la moda del cosmos. Cuando el universo era joven e iban apareciendo las primeras estrellas, el azul era el color en boga. Poco a poco, las estrellas fueron envejeciendo y convirtiéndose en gigantes rojas. Esta nueva luz inundó el firmamento, que fue haciéndose cada vez más verdoso.
El ritmo de formación de estrellas jóvenes, que contribuyen con su luz al turquesa, ha descendido rápidamente en los últimos 6.000 millones de años, debido a la escasez de la materia prima con que se construyen, el gas interestelar. Si esto sigue así, y no hay motivos para pensar lo contrario, la población estelar del universo irá envejeciendo en un proceso parecido a lo que está sucediendo con la población europea, y la luz se irá enrojeciendo paulatinamente hasta que llegue un lejano día en que astrónomos de una lejana galaxia descubran que hubo un tiempo en que el color del universo era un turquesa pálido, pero que en ese momento es rojizo: nuestro universo será un anciano.
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