Durante trece días de 2011, Michael Farmer y Robert Ward peinaron el desierto del sur de Omán persiguiendo un tesoro en la arenas de Dhofar. La pareja no estaba en la costa sudeste de la Península Arábiga a la caza de oro, gemas o fósiles. Estaban por los meteoritos. El paisaje intacto de Omán, de un fondo gris monótono, y el clima árido son unas condiciones ideales para la caza.
El viaje estaba demostrando ser particularmente fructífero: Farmer dio con algo que poco antes yacía en la Luna.Conocía a un coleccionista que lo querría, así que le llamó desde allí mismo para pactar su venta por 33.000 euros. Por su parte, Ward encontró una pieza del tamaño de una sandía, que pesaba cerca de 4,5 kilos y que fácilmente podría valer 60.000 dólares.
Entonces, a los catorce días de viaje, estos buscadores pararon en un control de carretera en un paso montañoso cerca de Adam. Soldados de Omán armados con M16 los sacaron del vehículo y comenzaron a apuntar con los fusiles a sus pertenencias. “Cuando vieron esa gran roca de Robert, se volvieron realmente locos”, cuenta Farmer. “Lo siguiente que sé es que nos metieron esposados en la parte de atrás de su camión”.
Llevaron a Ward y Farmer a una base militar, les confinaron por separado, incomunicados, y les interrogaron durante horas. Semanas después, se sometió a los desconcertados norteamericanos a un juicio de 15 minutos, todo él en árabe, donde se les condenó por minería ilegal.
Omán no tiene una ley clara contra la caza de meteoritos, pero durante siglos ha ignorado esas rocas. Ahora que esas piedras tienen un gran valor en el mercado, las autoridades de Muscat se han vuelto ferozmente proteccionistas. La International Meteorite Collectors Association (IMCA) ha intentado dar con las directrices del país en la materia, pero no ha habido manera.
Condenados por esa minería ilegal, sentenciaron a Farmer y Ward a cumplir su pena con criminales de la India, Pakistán, Afganistán y Egipto. Los norteamericanos pudieron oír revueltas en otras zonas de la misma prisión. Su sufrimiento duró 54 días, hasta que un nuevo juicio los absolvió (su abogado logró determinar que coger rocas de la superficie no se puede considerar minería). Les confiscaron los meteoritos y ahora los dos cazadores tienen prohibida la entrada en Omán.
Muchas semanas después de volver de Oriente Medio, a Ward todavía le costaba mucho salir de su casa en Prescott (Arizona); y cuando cogía el coche, casi no se atrevía a bajarse. Aunque no puede ni imaginarse tirándose de un avión, perseguir meteoritos por los lugares más salvajes del mundo le parece completamente normal. ¿Pagaría con su vida por esa pasión? “Estoy seguro de que sí”, dice. “Pero la cuestión es: ¿vas a morir sentado en tu sofá o haciendo algo interesante?”.
Se vende el espacio
Los ejemplares que coleccionan los cazameteoritos –y por los que a veces arriesgan su vida– son cada vez más un bien valioso. “Como dinero caído del cielo”, como dijo hace tiempo el famoso cazador de restos Robert Haag. En este campo, la geología espacial se encuentra con la economía de mercado. Un meteorito rocoso común, la condrita, puede venderse por 25 dólares o menos, pero una pallasita de acero y níquel con incrustaciones de cristales de olivina puede fácilmente multiplicar ese precio por mil.
Las historias que los acompañen también importan. Un meteorito recogido por un testigo que lo ha visto caer atrae un montón de dinero. Los meteoritos que impactan en objetos (casas, tejados, buzones, coches…) suben mucho el precio.
La mayoría de los meteoritos se originan entre Marte y Júpiter, donde un cinturón de asteroides lleva 4,5 millones de años detenido, desde que el Sistema Solar era joven. Ninguna roca de la Tierra es tan vieja como un meteorito: todo el material terrestre ha sido erosionado, derretido y deformado por la tectónica de placas.
Los meteoritos tienen otro origen menos común. Los impactos de meteoros en la Luna y en Marte pueden hacer que material de la superficie salga despedido al espacio y acabe en la Tierra. El año pasado, un meteorito de 300 gramos originado en Marte alcanzó los 94.000 dólares. Y un meteorito lunar de 1.800 gramos es la pieza más cara jamás subastada: 330.000 dólares en 2012.
“A medida que el público va enterándose de que puede poseer este tipo de cosas, se observa más interés en la gente común”, dice Jim Walker, director de Minerales Nobles de Subastas Heritage, en Nueva York. “Primero está el romanticismo de tener algo que no es de la Tierra. Segundo, porque lo más antiguo que puedes tener en la mano es un meteorito”.
Un meteoro –no se llama meteorito hasta que cae en la Tierra– lleva consigo los secretos del universo, claves no solamente del nacimiento del Sistema Solar sino también, como creen muchos, del origen de la vida en este planeta. Los científicos tienen la hipótesis de que algunos meteoritos sembraron la Tierra con moléculas orgánicas, lo que facilitó la formación de seres vivos.
Por eso, los meteoritos son codiciados por museos, científicos y coleccionistas privados. Las casas de subastas entraron en el negocio a mediados de la década de 1990, atendiendo a clientes como Steven Spielberg, Nicolas Cage y el chelista Yo-Yo Ma. Tal implicación de los famosos ha subido los precios. Ahora, internet ha despertado el interés a más gente aún, unos interesados en coleccionar y otros en invertir.
“Hay muchos cazadores de meteoritos y coleccionistas que colaboran activamente para caracterizar cada nuevo hallazgo”, según Mike Zolensky, un conservador de astromateriales de la NASA. “También hay algunos problemas. Muchos coleccionistas los esconden, y de ese modo la ciencia no tiene noticia de ellos”.
Los cazameteoritos profesionales, incluidos Farmer y Ward, muchas veces donan un trozo de sus hallazgos a laboratorios universitarios a cambio de que les ayuden a autentificarlos. Carl Agee, director del Instituto de Meteorítica de la Universidad de Nuevo México, dice que los cazadores desempeñan un papel primordial para la ciencia, aun cuando les muevan otros propósitos. “Hay que esforzarse mucho para buscarlos”, cuenta. “Cuando los buscadores dan con ellos y nos piden que los identifiquemos, todos salimos ganando”.
Agee apunta que los investigadores interesados en el análisis microscópico no tienen que pujar contra otros coleccionistas, como hacen los museos. “Nosotros tenemos montones de meteoritos pequeños que son perfectos para la investigación”. “En las décadas pasadas, las piezas de exposición se han hecho famosas. Cuanta más demanda haya, más subirán los precios, naturalmente”, comenta el científico.
Randy Korotev, que estudia meteoritos lunares en la Universidad Washington en San Luis, dice que este creciente interés –y valor– no es bienvenido para todo el mundo. “Tengo colegas, especialmente lo que tienen que ver con museos, que están furiosos con este asunto”, señala Korotev. “Yo no puedo comprar meteoritos de Omán o del norte de África con mi subvención de la NASA porque el Gobierno de EEUU los considera propiedades robadas. La gente del Museo cree que es como robar vestigios de Egipto”, añade.
Farmer dona algunos hallazgos, pero vive de ello y está en ello por dinero. Y sus “colegas” admiten que es uno de los mejores. Un meteorito pagó su casa en Arizona. Otro le procuró paneles solares en el tejado. Y un tercero le valió para irse de viaje a Bora Bora con su mujer. Como muchos otros del negocio, Farmer es un cazameteoritos y un negociante a la vez.
Su descubrimiento más famoso –una pallasita (meteoritos que provienen del límite entre el manto y el núcleo de un asteroide) de 53 kilos aterrizado en una granja de Canadá– fue adquirido por el Museo de Ontario (Toronto) por 600.000 dólares. Aunque, como cualquier cazador, Farmer también ha tenido su ración de decepciones. En el patio de su casa conserva una piedra del tamaño de un ladrillo por la que pagó 10.000 dólares. Es lo que en el gremio llaman un “meteo-falso”, un trozo de roca terrestre sin valor. “Lo guardo por aquí para que me recuerde que no siempre estoy en lo cierto”, reconoce.
Dentro de la casa, los meteoritos recogidos en un viaje reciente a Chelyabinsk (Rusia) están desperdigados sobre la mesa de cristal del comedor. Los más menudos –del tamaño de un grano de sal gorda– están sobre clínex, otros en cajitas de cristal. Los del tamaño de una nuez los tiene sobre cartulinas y cajas de madera de cigarros. Los que están pendientes de clasificación están en platos de vidrio. “Hace unos meses, esta tontería estaba más allá de Marte, y ahora está aquí”, dice, mientras sostiene una pieza en la mano. “Te hace sentir insignificante”.
A pesar de su comportamiento inocente, la naturaleza de su trabajo puede tener sus sombras. Se niega a contarnos cómo trajo esas piedras desde Chelyabinsk. “Utilizo métodos que prefiero no comentar”, dice con una sonrisa. “Mis amigos rusos podrían decapitarme”.
En plena caza
“Esto parece Omán”, dice Robert Ward, mirando el mar de arena que tenemos detrás. Dos noches antes, una bola de fuego apareció en el cielo de Arizona, así que estamos siguiendo la estela por la autopista, en la furgoneta negra de Ward. A media hora al norte de Winslow, internados en el desierto, abandonamos el asfalto para tomar una pista de tierra.
“He tenido pistolas apuntándome, balas pasándome por encima de la cabeza…”, cuenta Ward. “Y eso es solo en mi país, en Estados Unidos.” Robert Ward es un cazador que cultiva sus relaciones con los científicos. Está estudiando imágenes de radar Doppler de la caída de un meteorito tomadas por Marc Fries, de la NASA. Usando datos del Servicio Nacional de Meteorología de EEUU, Fries determina en un mapa la masa y la velocidad de los restos. “Marc sigue meteoritos cuando están cayendo, y luego yo me lanzo al campo a recuperar los fragmentos”, comenta Ward. “Esto ha producido un gran incremento de material de meteoritos avistados que llegan a manos de la ciencia”.
Pero la tecnología solo llega hasta ahí. Lo demás es trabajo a pie. Ward tiene detectores de metales, pero para confirmar la localización de cada trozo que queda desparramado, hay que ir cogiendo a mano cada piedra que parezca interesante o sospechosa.
Pasión por las rocas espaciales
Con un viento que despeina, salimos del coche. El suelo es un collage rojo y marrón. Resulta difícil decir qué es exactamente lo que esperamos encontrar. Rocas que no pertenecen al lugar. ¿Eso qué significa? Buscamos durante horas, pero el fiero meteoro que se encaminó a la Tierra hace una semana sigue siendo esquivo.
La excursión revela la realidad de la caza de meteoritos: hace falta mucha paciencia y una gran dosis de fe. La mayoría del tiempo de búsqueda es silencioso, aburrido y está muy lejos de parecerse a una aventura al estilo Indiana Jones. En general, las grandes historias de hallazgos hablan de dedicación, más que de peligro. Por ejemplo, mucha gente ha estado buscando restos del meteorito Glorieta Mountain en las tierras de Santa Fe (Nuevo México), desde que se encontraron las primeras piezas en 1884.
Pero nadie ha sido tan perseverante como Steve Schoner, que ha recorrido al menos 70 veces los 650 kilómetros que hay entre su casa en Arizona y el lugar del impacto (cada vez que va, se pasa dos semanas). Quince años de trabajo se vieron recompensados en 1997 con el hallazgo de una pieza de 20,4 kilos de pallasita del Glorieta. Un trozo de unos 5 por 5 centímetros alcanza entre 900 y 1.200 dólares.
Como un apostador que espera una gran jugada, Ward y otros cazameteoritos saben que las escasas posibilidades que suele haber solo pueden mejorar con cada hora que pasan en el campo. “Aprendes mucho sobre rarezas y coincidencias en este trabajo”, señala Ward. Un día más tarde, en una visita a la casa de Ward creo dar con el quid de la admiración de esta gente que se dedica a la caza de meteoritos.
En un altillo, sobre la puerta principal, hay una pequeña “manada” de animales, trofeos disecados de mini-safaris que hacía con su padre de pequeño. Hay mariposas en marcos y fósiles en estantes. Me lleva ante dos puertas de color óxido, al otro lado de la habitación, y mete el dedo en una cerradura biométrica. El pestillo se abre, Ward entra, gira a la izquierda e introduce un código de seguridad en el sistema de alarma. La persiana de la ventana que está detrás comienza a subirse y llena la oscura habitación de luz del día. “Esto es lo que me mantiene en activo”, exclama.
Dos enormes pedruscos sobresalen del suelo de granito. A los lados hay otra docena o más de meteoritos, cada uno de ellos como una sandía. Contra la pared hay otras cuatro cajas de exposición llenas de piedras. Y una quinta, en la pared del fondo, alberga rocas lunares. Es un despliegue que corta la respiración, un museo de ciencias naturales de categoría mundial escondido justo debajo del sofá de su cuarto de estar.
Por amor a Marte
Precisamente, el (verdadero) Museo de Ciencias Naturales de Madrid es una de las instituciones con las que ha colaborado Emilio Gilabert. En la redacción de Quo en Madrid se lo presentamos al equipo como “nuestro cazador español de meteoritos” y enseguida nos corrige: “Coleccionista, prefiero”. Gilabert tiene una profesión, digamos, de este planeta, así que no vive de buscar y vender meteoritos. Pero su pasión por lo que él llama “geología de impacto” le tiene más que ocupado el resto del tiempo.
Gracias a ello, sabe mucho de astrogeología, pero ¿más que un geólogo titulado? “Me voy a infravalorar y te voy a decir que sí”, contesta socarrón. Según él, en España no hay mucho interés científico ni popular por los meteoritos. Geólogos que sean expertos en la materia “solamente conozco a Javier García Guinea, que trabaja en el Museo de Ciencias Naturales. Va a los lugares donde caen. O sea, se toma las molestias que se debería tomar por el cargo que tiene”, cuenta. Pero sus consultas las dirige a Jordi Llorca, del Instituto de Técnicas Energéticas de la Universidad Politécnica de Barcelona.
Desde Quo, nos ponemos en contacto con uno de los grandes expertos españoles en la materia, Jesús Martínez-Frías, del Instituto de Astrobiología del INTA, fundador y coordinador del Grupo Español de Geoética, para conocer su opinión sobre el comportamiento de coleccionistas y cazadores respecto a la ley: “Hay de todo: quien cumple las normas internacionales y españolas, y quien no”, responde.
En cuanto a los coleccionistas españoles, Gilabert considera que tienen “un nivel de conocimiento geológico suficiente sobre el tema”. Este buscador español comenzó coleccionando conchas, se pasó a la paleontología (recopilando fósiles) y aterrizó en el mundo del meteorito: “La curiosidad te va haciendo subir peldaños”. ¿Y hacer mayores locuras también? “Mi mayor locura no te la puedo contar. En la vida hay que pasarlo bien, y el riesgo tiene que ser moderado. No hay que poner en peligro tu vida y tu patrimonio. Comprendo que el que viva de esto, el cazameteoritos, que es un dealer, pueda hacerlo”, responde.
Pero nos cuenta de pasada que algunas de sus piezas le han costado “un par de botellas de vodka, aunque yo normalmente no bebo”. Deja entrever así que hasta los no profesionales como él tienen que vérselas con personas y modos de trabajo muy peculiares, como poco. Pero insiste: “Yo no soy vendedor, así que mi ánimo es muy diferente. Otra cosa es que yo sienta cierto interés por la tipología de la pieza; o por si quiero hacer una exposición, quiero comentar algo en un foro o una conferencia… Pero puedo hacer dos cosas: conseguirla o que me la presten. Puedo tener un interés transitorio”, explica.
Esas aventuras alcohólicas solo puede vivirlas cuando sale a países donde no hay protección especial para este tipo de restos interplanetarios. A otros lugares, la concienciación ha llegado tarde: en Argentina (con el Campo del Cielo) y en Namibia (con el Gibeon) se decidió convertir la zona en parque nacional después de expolios masivos y venta de toneladas de restos.
Pero en España, la ley de Patrimonio Nacional de 2007 anula toda posibilidad de traficar con meteoritos autóctonos: “No se pueden coger. Están protegidos, igual que los fósiles, la arqueología o cualquier piedra de un yacimiento”, explica Gilabert. “Después de la caída del meteorito de Puerto Lápice, y debido a que en el campo de caída aparecieron montones de cazadores de meteoritos y lo esquilmaron, se decidió que todo lo que encuentres tiene que entregarse al CSIC o al SEPRONA”.
Así que “el valor económico desaparece, porque si te lo quedas, eres un proscrito”, explica con cierto desánimo Gilabert. Aun así, vuelve a la sonrisa de medio lado y añade: “Pero déjame que te cuente algo muy curioso: si te recorres las ferias internacionales, te encuentras a menudo con meteoritos españoles a la venta, con sus etiquetas del museo y tal…” Muchos vienen de otros museos a los que se vendieron o con los que se intercambiaron.
Así que el mercado español es escaso: “Aquí los coleccionistas nos podemos contar con los dedos de las dos manos. Hay comercio de tipo souvenir, de trocitos de 20 euros, nada más”. Y añade: “Mi ‘maestro Jedi’, José Vicente Casado, es el único que intenta vivir de esto”. Algo que contrasta bastante con el mundo de Farmer y Ward; y con otro caso que recuerda el cazameteoritos español: “En EEUU, antes de empezar la crisis, alguien llevó un meteorito al banco y este lo aceptó como prenda hipotecaria. A partir de entonces, la gente pensó que las piedras del campo, con una legislación que te permita cogerlas, como en EEUU, podrían tener valor. Allí, lo que está en tu casa es tuyo”, se lamenta.
Y remata con dos historias más: “Mi amigo Donald Stimpson, que posee el Kansas Meteorite Museum –me prestó mucho material para mi primera exposición–, tiene campos de maíz. Y cuando mete el arado saca meteoritos que después le pertenecen. También Kimberly Franco logró cancelar la hipoteca de su rancho gracias a las piezas que encontró a finales del XIX. Por eso, Haag decía que es dinero que llueve del cielo”. Y se va como vino: con sus joyas interestelares envueltas en papel de burbujas.
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Tengo dos fracciones de un meteoro 3012204205
tengo 2 meteoritos
Hola soy colombiano y tengo un supuesto meteorito