Los animales utilizados en los laboratorios han dejado de ser individuos representativos de su especie, por lo que pueden distorsionar los resultados de los experimentos
Los científicos suelen comenzar sus estudios con un microscopio, utilizando modelos celulares «in vitro». Esto consiste en buscar células lo más parecidas al organismo que se pretende estudiar, normalmente el ser humano. Estas células, que pueden ser de origen animal o vegetal, se cultivan tratando de simular las condiciones a las que estarían sometidas dentro del organismo.
Pero los experimentos sobre estos cultivos celulares aislados no siempre tienen resultados que luego funcionen en un ser vivo de verdad. Así, después de experimentar «in vitro», los científicos pasan al siguiente nivel y comienzan a experimentar «in vivo».
La experimentación «in vivo» utilizando animales de laboratorio o voluntarios humanos. Este es un paso fundamental, ya que de este modo se puede comprobar cómo interactúan las células y los órganos dentro de un individuo.
Pero aquí también es muy importante escoger una especie y unos individuos adecuados. Cuando nos imaginamos al investigador automáticamente pensamos en una rata blanca, pero en los laboratorios también se emplean ratones, macacos la levadura S. cerevisiae (que produce la cerveza), la planta de la mostaza, la mosca del vinagre Drosophila melanogaster y el gusano C. elegans.
Estos animales se crían de manera habitual en los animalarios de los centros de investigación o por empresas proveedoras. Esto tiene un problema: al cabo de varias generaciones, esos ratones dejan de ser individuos representativos de su propia especie.
Un caso representativo de este problema es el de las ratas de laboratorio. Wojciech Pisula, psicólogo de la Academia de Ciencias de Polonia estudió este problema en el año 2006. Pisula se encontraba en una gasolinera cuando observó una rata y se dio cuenta de que era muy diferente a los suaves ejemplares que tenía en su laboratorio.
Tras cazar varios individuos salvajes los sometió a las mismas pruebas que al resto de las ratas de su laboratorio. Estos experimentos consistían básicamente en intentar completar diferentes laberintos. Pisula comprobó que las ratas de laboratorio, especialmente las albinas, dependían de su olfato y sus bigotes para orientarse, en cambio, las ratas salvajes dependían de sus ojos. Según Pisula, este cambio se podía observar a partir de la tercera generación de ratas salvajes criadas en sus instalaciones.
Sin embargo este problema no solo está presente en las ratas. También se pudo observar en el caso del gusano C. elegans, que se utiliza para estudiar enfermedades humanas. Durante las décadas de 1960 y 1970 casi toda la investigación centrada en esta especie se realizó en un único linaje. En el año 2001 solo había disponibles 36 cepas. Afortunadamente, a día de hoy y tras una investigación hay disponibles más de 1.000 cepas de esta especie. Esto permite que los experimentos sean más completos y fiables. Al utilizar individuos de cepas diferentes se evitan las distorsiones en los resultados producidas por las posibles peculiaridades genéticas de cada una de las cepas.
La cría de estos animales dentro de los laboratorios ha provocado que disminuya la variabilidad genética y que surjan ciertos cambios que los diferencien de los demás individuos de su especie. Los investigadores plantean como solución secuenciar el ADN de los animales para así identificar las variantes dentro de un mismo grupo. También proponen realizar de forma puntual cruces con individuos de cepas salvajes para aumentar la diversidad y así evitar posibles adaptaciones.
En ocasiones la domesticación y el cruce entre individuos de una misma familia es inevitable. Por ejemplo, para estudiar ciertas enfermedades es necesario modificar genéticamente a los animales, por lo que introducir variabilidad y cruzar a ese grupo con cepas salvajes no arruinaría los experimentos. Esto ocurre con las llamadas ratas «humanizadas» que desarrollan órganos análogos a los seres humanos, como por ejemplo la piel.
El estudio de Pisula sobre las ratas en Noruega, y los datos recopilados gracias a él, permitirán tener en cuenta estos factores para futuras investigaciones y así considerar un posible sesgo a la hora de interpretar los resultados.
La solución más sofisticada para resolver este problema es el uso de organoides. Se trata de órganos humanos en miniatura creados a partir de células madre en un tubo de ensayo. Después, utilizando impresoras 3D es posible reproducir la estructura del mini órgano y lograr que sea funcional. El uso de organoides tiene grandes ventajas, pues los experimentos se realizarían directamente sobre órganos humanos, y no con modelos animales. De este modo no habría que preocuparse por la consanguinidad de los animales de laboratorio ni por que los resultados no sean aplicables a seres humanos.
A día de hoy los científicos siguen investigando en el campo de los organoides. Estos mini órganos humanos podrían llegar a terminar con la experimentación animal.
REFERENCIA
The Natural History of Model Organisms: The Norway rat, from an obnoxious pest to a laboratory pet
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