Un buen vino tinto, una vez abierto, tiene entre 3 y 5 días de vida. A partir de ese momento, sus aromas se degradan. Acaban de encontrar la «formula» para alargarles la vida, y conseguir vinos de gran calidad casi eternos
Vicente Ferreira González, Universidad de Zaragoza
Hace algunos años los vinos de garnacha evolucionaban de manera inevitable hacia un alto estado de oxidación. El vino perdía sus colores rojizos y azulados porque sus colorantes naturales (antocianos) coagulaban en forma de precipitado negro, y en pocos meses quedaba un líquido limpio ambarino de olores ajerezados, apreciado tan solo por los consumidores habituados a este tipo de productos, que hoy entraría en la categoría de vinos de postre.
Las cosas mejoraron con la introducción de tecnología que permitió limitar el contacto del vino con el aire y con el descubrimiento de que, para estabilizar el color, era preciso que los colorantes condensaran con taninos, lo que se favorecía en presencia de pequeñas cantidades de oxígeno.
Desde entonces hemos aprendido a hacer vinos de garnacha de color muy estable, pero el aroma… es otra cosa. El aroma se resistía para alargar la vida del buen vino.
Muchos vinos, con más frecuencia en la zona mediterránea, desarrollan durante su envejecimiento notas aromáticas que recuerdan a verduras cocidas, uvas pasas, miel o a rancio. Otras veces el aroma del vino se apaga al envejecer, perdiendo la frescura y la fruta que tenía en su primer año.
En algunas ocasiones esta degeneración es consecuencia de la acción del oxígeno, en otras esta relación no está tan clara. En cualquier caso, cuando ocurre, el vino pierde su calidad.
Esto es un gran problema para buena parte de la vitivinicultura mediterránea porque para que un vino alcance las mayores cotas de reconocimiento (y precio) es imprescindible que envejezca bien.
Hace más de 20 años que descubrimos que las moléculas causantes de estos problemas aromáticos eran, fundamentalmente, dos odorantes derivados de los aminoácidos: el metional que deriva de la metionina, y el fenilacetaldehído, que lo hace de la fenilalanina.
El metional tiene un fuerte olor a patata cruda y el fenilacetaldehído a miel. Ambos son aromas potentes. Bastan concentraciones de microgramos/litro para que puedan apreciarse. Estas moléculas se encuentran en numerosos productos naturales y alimentos y tienen la capacidad de mezclarse con otros odorantes para producir olores diferentes.
Otras características de estos componentes, que explican la complejidad de su comportamiento, son su facilidad para combinarse con otras sustancias químicas, en ocasiones de manera reversible, y las múltiples rutas químicas y bioquímicas a través de las que pueden formarse.
Aunque son aromas oxidativos, hemos descubierto al menos dos formas en las que pueden formarse sin el concurso directo del oxígeno. Una es en la propia fermentación alcohólica en la que son intermediarios bioquímicos en los procesos de síntesis de aminoácidos. Si en su formación intracelular hay presente dióxido de azufre (SO₂), que es el antioxidante y antiséptico más común del vino, forman una asociación con él que impide su transformación, y se acumulan en forma de aductos con el SO₂. Estos aductos son inodoros y pasan inadvertidos. Claro que, cuando el vino envejezca, el SO₂ irá gradualmente desapareciendo y estos componentes reaparecerán, impartiendo al vino las notas de degradación oxidativa que lo estropea, aunque no haya habido contacto con el oxígeno.
La segunda es por una reacción química de los aminoácidos que se conoce como degradación de Strecker. Esta reacción tiene lugar entre los aminoácidos y moléculas con dos funciones carbonilo (C=O) en átomos de carbono contiguos (alfa-dicarbonilos). Pues bien, algunos de estos dicarbonilos pueden producirse en cantidades notables en la fermentación o pueden proceder de procesos de oxidación de la uva.
Hemos podido comprobar cómo durante el envejecimiento estos dicarbonilos reaccionan lentamente con los aminoácidos formando los aldehídos de Strecker y dando las notas de oxidación, de nuevo aunque no haya habido contacto con el oxígeno.
Estas moléculas también se pueden formar durante la oxidación del vino. Durante la misma, algunos polifenoles al oxidarse forman justamente dicarbonilos del tipo que dan la reacción de Strecker con los aminoácidos. Lo que hemos descubierto es que cada tipo de polifenol tiene una tendencia diferente a dar la reacción, desde los que no la dan en absoluto hasta los que la dan en gran intensidad. Esto explica por qué los vinos de algunas variedades envejecen mal y por qué algunos de nuestros mejores vinos son mezclas de variedades: los polifenoles de una complementan a los de la otra evitando la susodicha reacción.
En el control de estas tres rutas nos jugamos la longevidad del vino. Y ahí es donde lo que hemos aprendido resulta esencial para hacer vinos más longevos. Buscamos las levaduras y las condiciones de fermentación en las que se formen cantidades menores de estos aldehídos, no se acumulen dicarbonilos y queden cantidades ínfimas de aminoácidos.
Además, optimizamos la mezcla varietal para minimizar la producción durante la oxidación y estamos ensayando otras estrategias que esperamos poder patentar. Nuestros ensayos, de momento a escala de laboratorio, confirman que podemos evitar completamente la formación de los aldehídos responsables de la degradación aromática y hacer vinos, si no eternos, mucho más longevos.
Vicente Ferreira González, Catedrático de Química Analítica. Experto en Química del Aroma y Química Enológica, Universidad de Zaragoza
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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