Las tensiones entre EE UU, Rusia y China encienden las alarmas. La militarización del espacio ya es un problema de geopolítica más allá de la Tierra
Hace ahora 60 años el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy dio el pistoletazo de salida al programa Apolo. Lo hizo a finales del 1962, durante un icónico discurso en la Universidad de Rice (Houston). Kennedy comprometió a los EE UU a poner un pie en la Luna en menos de diez años. Los recursos que recibió la NASA durante los siguientes años fueron ingentes. Aquella fue una apuesta de nación que nada tuvo que ver con la ciencia ni la exploración espacial. Las verdaderas motivaciones fueron geopolíticas y de propaganda, en el contexto de la Guerra Fría. Había que demostrar la superioridad tecnológica y militar del bloque occidental, y el espacio se convirtió en un escenario perfecto.
El resultado es de sobra conocido: el año 1969 Neil Armstrong se convertía en el primer humano en pisar la Luna y los EE UU ganaban la carrera espacial contra la URSS.
Hoy, tras décadas en las que la colaboración entre naciones ha sido la norma en los programas espaciales, nos encontramos ante el resurgimiento de tensiones entre bloques con intereses confrontados. ¿Una nueva carrera espacial? Aún es difícil prever hacia donde nos llevará la compleja coyuntura mundial, pero debería alarmarnos.
Poco después de que Rusia lanzara su invasión contra Ucrania (febrero 2022), la Agencia Espacial Europea (ESA) anunció la suspensión de las principales misiones conjuntas con Roscosmos, la Agencia Espacial Rusa. En abril, Dmitry Rogozin, entonces director de Roscosmos, declaró que Rusia pondría fin a su participación en la Estación Espacial Internacional (ISS) si no se levantaban las sanciones económicas y comerciales impuestas por los países occidentales a Moscú. Rogozin y el programa espacial ruso han generado una condena internacional por usar la estación espacial para difundir propaganda antiucraniana.
El nuevo escenario es preocupante para el sector espacial. Durante décadas, Rusia ha colaborado con la NASA y la ESA, independientemente de los diferentes episodios de confrontación vividos en la Tierra. Fruto de esta colaboración, en 1998 se lanzó la ISS, con un segmento ruso, un segmento de Estados Unidos y la participación de la ESA, Japón y Canadá. La cooperación internacional, sostenida durante más de 20 años en la ISS, hacía pensar que las relaciones internacionales tenían unas reglas en la Tierra y otras diferentes en el espacio. Pero este paradigma ya no sirve.
Responsables de Roscosmos han declarado la intención de desarrollar su propia estación espacial para 2025. También han anunciado planes para construir una estación de investigación lunar junto a China. Estos movimientos muestran que el Kremlin perseguirá sus propios intereses en el espacio, alejándose de los estados occidentales y aumentando su colaboración con la Agencia Espacial China (CNSA).
China, por su lado, se presenta como la nueva potencia a tener en cuenta en el espacio. En los últimos años, su ambicioso programa espacial ha logrado muchos éxitos, como desplegar un sistema de navegación por satélite, recolectar muestras lunares, aterrizar un robot en Marte o enviar astronautas a su propia Estación Espacial. Además, ha anunciado planes para una misión tripulada a la Luna en esta década.
Los logros del programa espacial chino no pueden entenderse sin tener en cuenta la Enmienda Wolf, que prohíbe a las agencias gubernamentales de EE UU cualquier colaboración con entidades chinas. Ante su exclusión en proyectos internacionales en el ámbito espacial, el gigante asiático se ha visto forzado a desarrollar su propia tecnología y a buscar alianzas fuera del bloque occidental. La colaboración entre Rusia y China en el espacio viene alimentada, en gran medida, por su rivalidad común con los EE UU.
A este panorama bipolar, que podría recordar al que alimentó la carrera espacial durante la Guerra Fría, hay que añadirle nuevos actores que complican la escena.
La creciente accesibilidad al espacio ha permitido que nuevos países tengan programas espaciales. India, Brasil, Indonesia, Irán, Israel o los Emiratos Árabes Unidos son ejemplos de países capaces de realizar lanzamientos orbitales y misiones de exploración. A esto hay que sumarle la aparición de empresas privadas que lideran ambiciosos proyectos relacionados con el espacio (SpaceX , Blue Origin y Virgin Galactic), como mega-constelaciones para dar servicios de comunicaciones a la Tierra o misiones de minería para explotar los recursos de planetas y asteroides del Sistema Solar.
El creciente número de países y empresas en la órbita terrestre y más allá ha encendido las alarmas sobre una posible militarización del espacio. EE UU advierte de una gran competencia espacial de China y Rusia. “El espacio está siendo militarizado”, dice un informe de 2022.
Hasta ahora, sólo Rusia, China, EE UU e India han demostrado tener armas antisatélite, diseñadas para incapacitar o destruir satélites con fines estratégicos militares. El pasado 15 de abril el Pentágono publicó un inusual y duro comunicado contra Rusia acusando a este país de llevar a cabo una prueba de un sistema antisatélite (ASAT). Se cree que más países, incluidos Irán e Israel, las están desarrollando o ya poseen capacidades similares.
El creciente uso de empresas de defensa en la Tierra, tanto por parte de los estados como del sector privado, podría inspirar medidas similares para proteger los activos gubernamentales y empresariales en el espacio.
Ante la perspectiva de una posible militarización del espacio, sumada a la carrera por la explotación de recursos espaciales, cabe preguntarnos qué papel juega la legislación que marca las normas fuera de la Tierra.
Por desgracia, la mayor parte de la regulación se basa en tratados internacionales que se aprobaron hace muchas décadas. Reglas que han quedado obsoletas ante las problemáticas actuales y que es imprescindible actualizar.
Sólo asegurando un control del uso de armas en el espacio y modelos de explotación sostenibles, evitaremos que la creciente tensión en la Tierra tenga consecuencias fatales en el espacio.
Miquel Sureda Anfres, Investigador de L’AIRE – Laboratori Aeronàutic i Industrial de Recerca i Estudis
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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