Con la llegada de las primeras lluvias del otoño, nuestros bosques se convierten en protagonistas de un fenómeno doble: la aparición de una gran variedad de hongos y setas –aunque existen especies invernales, como las negrillas y la trufa, o primaverales, como las colmenillas– y la visita de numerosos aficionados a su recolección.
Si bien no hay que olvidar que es preciso ser un experto para evitar intoxicaciones o incluso la muerte por envenenamiento, se trata de una afición que está aumentando tanto en su vertiente deportiva como culinaria. Ello se debe a “un deseo por revalorizar los productos y sabores genuinamente caseros y a una vuelta a la naturaleza en tiempos de comida estereotipada e industrial”, según afirman Pilar y Josep Cuello Subirana, expertos en el tema y autores del libro La cocina de las setas.
A pesar de que la palabra seta proviene de septa –en griego, cosa podrida–, mu­chas variedades comestibles son auténticos tesoros gastronómicos, sobre todo en el caso de la carísima y demandada trufa, un hongo de sabor inigualable y de variedades que pueden incluso superar en precio al caviar.
Por otro lado, aunque su valor nutricional es más bien bajo, los usos de setas y hongos en la cocina son infinitos. Esto se debe al gran abanico existente en tres de las características de estos alimentos:
Aromas. Puede ser afrutado –rebozuelo–, harinoso –seta de cardo–, anisado –seta anisada–, a tierra mojada y bosque –oreja de gato–, resinoso –pimpinela morada–…
Texturas. Esponjosa –palometa–, gelati­no­sa –oreja de Judas–, dura –gamuza–, elás­tica –colmenilla–, frágil –barbuda–…
Sabores. Es posible encontrar sabores más picantes –algunas carboneras–, dulzones –higróforo escarlata–, avellanados –seta de los Caballeros–, acres –níscalo–…
A cada cual, su sabor
Jaime Pons, director del restaurante Pedralbes de Madrid, afirma que “a la hora de cocinar y consumir setas es preciso tener en cuenta que cada va­rie­dad requiere un tratamiento distinto en función de sus características. Por ejemplo, las delgadas o frágiles resultan ideales para acompañar o para dar sabor a otros platos, mientras que otras de sabor peculiar, como las trufas o las colmenillas, se pueden consumir solas o como aromatizantes, tanto frescas como secas o en conserva”. Y algunas variedades –sólo unas po­cas, como el rebozuelo o el champiñón– se pueden comer crudas. Por otro lado, las setas de carne abundante –champiñones, níscalos…–, que de hecho son las más consumidas en la mayoría de los hogares españoles, permiten entre otras muchas, cuatro maneras fundamentales de cocinarlas, según explican Pilar y Josep Cuello:
A la brasa. Es el método ideal para cocinar las especies más grandes, a las que se les cortará el pie –de tenerlo–, para poder voltearlas fácilmente. Con un chorrito de aceite de oliva y un majado de sal, perejil y ajo resultan excelentes.
Revueltas con huevo. En primer lugar, se sofríen las setas en aceite y, tras condimentarlas según el gusto y eliminar el agua sobrante, se incorpora el huevo batido. Un truco para que el plato resulte jugoso es que los huevos nunca cuajen del todo y queden cremosos.
Salteadas. Una vez limpias y troceadas si son grandes, se colocan en una sartén a fuego lento para que eliminen el agua. Antes de que evapore del todo –es preferible eliminar el agua sobrante para evitar que pierdan su aroma– se añade un chorrito de aceite y posteriormente la sal para que no se endurezcan. Aunque el ajo y el perejil resultan suficientes para apreciar su sabor, también se pueden añadir unos trocitos de jamón para que el plato resulte más sabroso.
Al horno. Se colocan las setas en una fuente untada con aceite y se echa sobre ellas aceite, sal, pimienta, ajo, perejil y pan rallado. Se meten en el horno, calentado previamente, unos veinte minutos. Los champiñones, por el gran tamaño de su sombrero, son perfectos para ser rellenados con carne, queso…
Las maduras, indigestas
En todo caso, Jaime Pons advierte que “como norma general, las setas de carne dura requieren más tiempo de cocción que aquellas que son más tiernas. Por otro lado, es esencial que se consuman cuando son jóvenes y están frescas.
El motivo es que los ejemplares muy maduros resultan algo indigestos porque tienen más cantidad de celulosa”. Además, la limpieza de las setas debe ser muy cuidadosa y hacerse preferiblemente con un paño húmedo, ya que si se lavan pierden sabor y aroma.
También hay que recordar que muchas setas comestibles resultan tóxicas o incluso mortales si se consumen crudas, como es el caso, entre otras, de la Amanita rubescens, cuyas proteínas hemolizantes tóxicas se degradan al someterlas a fritura o cocción y entonces puede comerse sin problemas. Por eso, si se desea comer setas y hongos crudos lo mejor es limitarse a aquellas especies que se sabe a ciencia cierta que son aptas para este consumo.
La posibilidad de intoxicación o envenenamiento es el mayor temor a la hora de llevar setas a la mesa, especialmente si las hemos recolectado nosotros mismos y no somos expertos –cosa que no se debe hacer jamás–. La mayoría de los aficionados sólo reconoce unas pocas setas comestibles que ha aprendido a identificar con sus padres o abuelos en zonas con tradición micofílica o que ha visto recoger a los lugareños.
En este sentido, el mundo de las setas tiene también muchos falsos mitos que, a la hora del consumo, puede ser interesante conocer para evitar sorpresas, cuanto menos, desagradables.
El micólogo Cristóbal Ruiz Leivas asegura que las falsas reglas que hay que rechazar a la hora de saber si una seta es comestible o no “incluyen algunas como que todas las recogidas en el mismo lugar son comestibles, que las que cambian de color al ser cortadas son venenosas –muchas veces ocurre al revés–, que sólo las setas venenosas oscurecen los objetos de plata, que las setas comidas sin problemas por animales son comestibles –la fisiología del ser humano es distinta a la de otros animales– o que la toxicidad de algunas setas se elimina conservándolas en salmuera o vinagre.”
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