La leyenda dice que son lágrimas de la Luna. Quizá la metáfora tenga algo de verdad, ya que las perlas son producto del dolor de una ostra. Al ser herida por una partícula extraña, como un parásito o una basura marina, la ostra se defiende liberando carbonato de calcio y el atacante muere atrapado. Cada año, las capas del compuesto químico, unidas por la proteína conquiolina, aumentan su grosor un milímetro. De dos a cinco años después tenemos una perla.
No todas son bellas y brillantes. Para considerarlas piedras preciosas, el carbonato debe formar cristales (aragonita) que a su vez construirán láminas de nácar, cuyo color dependerá del de la concha del molusco. Solo una entre 10.000 perlas naturales logra los requisitos para tener valor en el mercado de la joyería.
En el Jurásico y el Cretáceo convivieron con los dinosaurios. Se podían encontrar en los moluscos gigantes (Inoceramus), que producían ejemplares de hasta un metro de diámetro. “El fósil de perla más antiguo que hemos encontrado tiene 225 millones de años”, asegura la doctora Paula Mikkelsen, directora asociada de ciencia de la Paleontological Research Institution, en Estados Unidos. No es de extrañar. Todos los moluscos con concha pueden producirlas, pero el que más se distingue por esta labor es la ostra perlera, un bivalvo de la familia Pteriidae. A diferencia de los caracoles –que también las generan–, las ostras no pueden moverse para arrojar de su caparazón al ser que las irrita.
Hasta el siglo XX solo podían obtenerse perlas buceando a grandes profundidades, actividad de alto riesgo que realizaban, sobre todo, trabajadores pobres o esclavos en aguas de Persia, China, India, Japón, Australia y, después del descubrimiento de América, Venezuela y México.
En The Book of the Pearl, George Frederick Kunz y Charles Hugh Stevenson relatan que, durante la época de la Colonia, para encontrar perlas en las costas de Sinaloa, Sonora y Baja California, los conquistadores empleaban a los nativos yaquis y mayos. Por ley, la Corona española se quedaba con la quinta parte de cada pesca, por lo que las gemas mexicanas llegaron a ser las joyas de la nobleza europea.
Joyas a la carta
Las perlas naturales fueron las más codiciadas hasta que, a finales del siglo XIX, los bancos mundiales de ostras comenzaron a agotarse. Eso motivó la búsqueda de nuevos métodos de obtención. Los chinos fueron los pioneros en el cultivo de perlas, hace más de 800 años. Aunque las técnicas modernas de implante de tejido se crearon a principios del siglo XX, gracias a las investigaciones del biólogo británico William Saville-Kent, cuyo método fue patentado en 1916 por el japonés Tokichi Nishikawa.
En las granjas se controla la temperatura y calidad del agua, la alimentación e incluso se decide cuál será el “intruso” para crear la perla. “En el mundo hay unas 40 especies de ostras perleras”, explica Henry Hänni, director del Swiss Gemmological Institute, “pero solo tres dan lugar al 99,9% de la producción mundial de las cultivadas: la Akoya, la ostra de labios negros y la de labios plateados o dorados”.
Cada ejemplar debe pasar por una operación que forzará la gestación. Sobre una pequeña plancha quirúrgica, el “cirujano” despega un poco las conchas con el bisturí, retira el órgano reproductor (gónada), realiza un corte e introduce la “semilla”, o núcleo. Después se injerta tejido del manto de otra ostra, la donadora del nácar que cubrirá la esfera de calcio. La operación no dura más de 50 minutos, pero el parto puede tardar de cuatro meses a seis años.
La perla tomará la forma de su núcleo. En China las hay con forma de Buda, creadas a partir de moldes con la figura religiosa.
Si el núcleo es un objeto redondo, el parto puede tener tres resultados: una perla libre, de forma esférica; una perla Mabe, que pierde su núcleo al ser desprendida de la concha y queda en media perla; o una Keshi, que no posee núcleo porque la ostra logró expulsarlo y, por tanto, es pequeña y de forma irregular. Aunque la primera es la más deseable y valiosa, todas tienen uso en el mercado joyero.
Cultivar una aventura
En México, Enrique Arizmendi, Manuel Nava y Douglas McLaurin buscaban tema para un proyecto universitario cuando un amigo les habló de las especies de ostras de Monterrey, donde los tres estudiaban ingeniería bioquímica. Se metieron en el mar y las hallaron.
En 1995, los investigadores lograron la primera producción de perlas Mabe de América, y la primera en el mundo de perlas libres procedentes de una ostra Pteria. En 2004 estableceron su propia empresa: Perlas del Mar de Cortez, la primera granja comercial de perlas marinas cultivadas en el continente.
En una bodega convertida en laboratorio, los tres socios no dejan de abrir, implantar, cerrar ostras, mientras cuentan que este procedimiento solo puede hacerse de octubre a marzo, cuando la temperatura allí está por debajo de los 25°C.
Las ostras que llegan al implante son el 20% que ha sobrevivido de las 100.000 semillas que pueden recolectar anualmente. Han pasado por dos años de cuidados, incluyendo una limpieza bimestral de los animales que se adhieren a su concha. Están listas para recibir el núcleo; en este caso es un fragmento de concha traído desde el río Tennessee.
Douglas McLaurin afirma que son las cultivadas más raras del mundo, ya que solo producen de 2 a 4 kilogramos por año: unas 4.000 perlas mexicanas contra las toneladas creadas en China que inundan el mercado mundial.
Se crían durante cuatro años y su coste puede ser de hasta 340 €. En 13 años solo han fabricado diez collares, por 3.000 € cada uno.
Con o sin sal
En las aguas dulces de ríos y lagos también crecen especies que pueden gestar perlas, algunas incluso más de cuatro a la vez, como el molusco Hyriopsis cumingi. La principal diferencia con las de agua salada reside en que no tienen núcleo, están formadas únicamente por nácar. Las primeras en llegar al mercado fueron las procedentes del lago japonés Biwa, en la década de 1930. La principal sorpresa que traerían consigo fue una gama de colores desconocida hasta entonces y mucho más variada que la que presentaban las de cría marina. Aunque el tono está determinado sobre todo por la concha del animal, también puede matizarse fácilmente añadiendo sales que se disuelven en las zonas de cría. Esas sustancias se van incorporando a las pequeñas rugosidades que presentan las capas de nácar y contribuyen a matizar el color final.
¿Belleza eterna?
Desde que comenzó el auge de las perlas cultivadas, en las décadas de 1960 y 1970, encontrar una perla natural en el mercado de la joyería es poco común. De cualquier manera, solo los especialistas son capaces de distinguirlas de las cultivadas. “Para ello”, asegura Henry Hänni, director del Swiss Gemmological Institute, “se requiere un estudio de rayos X que muestre las diferencias en el núcleo”. Paula Mikkelsen, coautora del libro Pearls: A Natural History, considera el cultivo una alternativa más respetuosa con el medio ambiente. Un molusco tiene un 0,01% de probabilidades de generar una perla valiosa. Por tanto, para encontrar una sola sería necesario recolectar y matar unas 200.000 ostras perleras adultas. “Algo devastador históricamente para la población de ostras y para la totalidad de su ecosistema”, destaca.
Y si la pesca excesiva trajo efectos negativos para estos animales, ahora se enfrentan a la amenaza del cambio climático. Todos los expertos entrevistados pronostican que el calentamiento podría afectar a la producción mundial de perlas.
Para Mikkelsen, las señales ya se observan en algunas granjas de Japón: el aumento en la temperatura del agua causa marea roja, una alta y rápida acumulación de algas que resulta letal para las ostras.
La investigadora resalta que la belleza de una perla radica, precisamente, en nacer de un proceso biológico: “Aunque actualmente podemos cultivarlas por millones y de una gran variedad de moluscos, las perlas siguen siendo una gema natural: aún dependemos de la acción de un animal vivo para obtener lo que deseamos”. Independientemente de su origen, color o procedencia, la perla resiste el paso del tiempo. Desde hace ocho siglos, su belleza permanece sobre los mitos, muertes, riqueza y deseos que provoca.
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