Las escaleras serían angostas. Llegarían a ellas tras atravesar salas sombrías, ambientadas con lúgubres notas musicales y pinturas dementes. Los acaudalados visitantes parisinos, turbados, subvertidos sus sentidos, descenderían hasta apretarse en un cuarto renegrido y húmedo. Así, convenientemente sugestionados, apreciarían su visita al oráculo: una cabeza parlante que, acomodada sobre una mesa, hablaba con una voz profunda, como de otro mundo. La idea funcionó, pero el espectáculo duró lo que un grupo de jóvenes alegres tardó en perderle el respeto al portento, tomándolo por una diana. Entre las quejas estériles del busto, descubrieron la habilidad de su creador para disponer espejos bajo la mesa y sacar partido a las leyes de la óptica, pues tras ellos se ocultaba el cuerpo invisible.
Una pragmática vena artística y un notable conocimiento científico valieron a Jean-Eugène Robert-Houdin para forjarse una reputación como gran mago a mediados del siglo XIX y, más tarde, como precursor de la magia moderna. Su ingrediente secreto, suficiente para sorprender a los científicos que entonces se iniciaban en el estudio del electromagnetismo, sigue siendo bastante común: “Lo mismo que mueve a la ciencia mueve a la magia: la curiosidad”, dice Javier Hernández-Andrés, profesor del departamento de Óptica de la Universidad de Granada. Precisamente al campo de estudio de este mago aficionado pertenece uno de los océanos donde la curiosidad bucea impetuosa: el teatro del aire libre, donde la luz y el color ofrecen sus espectáculos visuales.
Pero hay que saber mirar para ver, a veces, las nubes que reflejan el sol varias veces, sobre un halo, como si hubiera varios astros, lo que se conoce como parhelio; para captar el fulgurante rayo verde destellar en el horizonte durante el crepúsculo, con un color digno del paraíso, según Julio Verne; para distinguir las tierras donde las luces de las auroras, tras el choque de las partículas cargadas del viento solar con las partículas de oxígeno y nitrógeno de la atmósfera, adquieren su máximo esplendor. Hay que saber mirar para que, cuando se enciende la curiosidad, la mente ilumine una explicación.
Los colores y la luz
La naturaleza de la luz y del color es, obviamente, idéntica… para los profanos; porque son conceptos bien distintos. La primera es, técnicamente, una banda de radiación del espectro electromagnético, el conjunto de “las ondas electromagnéticas que los humanos somos capaces de percibir con nuestro sistema visual”, define Hernández-Andrés. El sistema, formado por los ojos y el cerebro, solo es sensible a las ondas cuyas longitudes de onda están entre los 380 y los 780 nanómetros. Por contra, “el color no es una cualidad física de la luz, sino una percepción que se produce en nuestro cerebro”.
Legos y científicos disfrutan de la colorida belleza de la luz y de la panoplia de fenómenos ópticos que la acompañan, aunque solo los últimos ahondan en sus explicaciones físicas. Es fácil encontrar referencias al arco iris secundario: cada arco tiene un hermano mayor que se aprecia, mucho más tenue, por encima de él. Pero el tercer arco iris, o el de cuarto orden, no son entretenimientos para animar días pasados por agua. Son, más bien, asuntos dignos de entusiastas de las bambalinas del aire libre.
Estos apasionados por la luz y el color celebran un congreso cada tres años, el Light and Color in Nature (luz y color en la naturaleza), que en 2016 arribará a Granada. “El hecho de que sea un grupo relativamente pequeño de investigadores –entre 60 y 80, aproximadamente– y que se reúna cada tres años hace que formen una especie de familia”, opina Hernández-Andrés, quien les recibirá para la importante cita. Una familia muy productiva, aunque no es sencillo comprender el aspecto práctico de sus actividades.
Un ejemplo es el estudio de las nubes noctilucentes, unas nubes como de arena fina que surgen al atardecer. El fenómeno sucede a unos 80 kilómetros de la superficie terrestre, y se debe a la interacción de la luz con minúsculos cristales en suspensión. Parece ser una buena guía para conocer los efectos del cambio climático. Pero normalmente hay que viajar a los polos para verlo. “Las condiciones de temperatura, de iluminación y del campo magnético terrestre son clave para que en los polos se produzcan fenómenos difícilmente observables en el resto del planeta”, explica el doctor.
La posición de los cristales respecto a la luz, así como su altitud, pueden determinar si aparecen estas nubes o no, o si el observador se encontrará con un fenómeno distinto. El tamaño de los cristales también es concluyente. Por otra parte, los fenómenos ópticos no solo están presentes en el cielo; también suceden en la tierra y con iguales reglas físicas. Incluso dentro del cuerpo, como cuando, mirando al cielo, vemos chiribitas atravesar nuestro campo de visión. Suelen ser glóbulos rojos cuyo contorno se ha resaltado por la difracción, que es la desviación de la luz cuando se encuentra un obstáculo. Todas estas observaciones aportan lecciones muy útiles para comprender la evolución de la óptica a finales del siglo pasado.
Un nuevo concepto de luz
María Josefa Yzuel inició su carrera investigadora en el campo de la óptica a comienzos de la década de 1960. Tuvo buenos maestros. Durante su estancia postdoctoral en la Universidad de Reading (Reino Unido) formó parte del equipo del físico Harold Hopkins, en cuya mente fueron bosquejados algunos instrumentos ópticos que parecen haber existido siempre. Entre otras cosas, el británico contribuyó fuertemente al desarrollo de las lentes zoom, de la fibra óptica y de varios instrumentos médicos usados en los quirófanos. “Todavía hay aparatos de endoscopia que los llaman Hopkins por lo que él hizo”, recuerda su discípula.
La carrera de la doctora ha discurrido por cauces como el del procesado de la imagen médica, de los desarrollos de pantallas de cristal líquido y de la impresión en tres dimensiones con láser, conocida como holografía. Según ella, la óptica es mucho más que una respuesta a las coloridas maravillas que la naturaleza pone frente a nosotros. Está entreverada en el desarrollo de la electrónica aplicada a las comunicaciones, a la defensa, a la salud, a la iluminación y a la producción industrial. “Entendiendo mejor lo que pasa con la luz en la naturaleza se pueden hacer investigaciones en otros terrenos: la óptica siempre ha tenido un efecto de tecnología que ayuda a otras”, resume.
Pero hay muchos que ven la óptica como una especialidad acabada. Algunos investigadores del siglo pasado la identificaron con una disciplina con poco que ofrecer… a contracorriente de la comunidad científica y de los gobiernos actuales. “Para distinguirnos un poco y que no nos identificaran con una cosa muy vista se ha puesto el nombre de fotónica, para resaltar la investigación en la interacción de la luz con la materia”, puntualiza. Yzuel se ha volcado en este objetivo como presidenta del comité español para la celebración del Año Internacional de la Luz y las Tecnologías Basadas en la Luz, que se celebrará en 2015 para divulgar la importancia de esta ciencia en el progreso y el bienestar social.
Electrones para ver fósiles
Desde este punto de vista, la luz no es solo aquella radiación electromagnética que nos permite ver el mundo. “La fotónica abarca más; por ejemplo la luz de sincrotrón, que no es una radiación visible”, ahonda Yzuel.
Dicha luz es la energía que emiten los electrones al viajar por este tipo de aceleradores de partículas, y que sirve para bucear en los variados paisajes de la materia por medio de su interacción con ella: se ha empleado para describir fósiles, para indagar en la anatomía de las bacterias, para crear las estructuras necesarias para regenerar hueso… Irónicamente, la fotónica se ha desmarcado del concepto tradicional de óptica para resaltar los logros de la última. Una consulta a las revistas científicas de la OSA (Sociedad Óptica, por sus siglas en inglés) desvela la estrategia: un investigador describe un reloj que mide los niveles de glucosa y la deshidratación mediante sensores ópticos, otro científico anuncia que ha conseguido intercalar sensores transparentes en el cristal de los móviles para medir la temperatura del usuario, abriendo la puerta a nuevos sensores biomédicos…
Y los proyectos públicos esparcen un reguero de avances como los que promete BioliSME, una iniciativa que pretende patentar una especie de cámara para identificar en un tiempo récord la Listeria (una bacteria infecciosa) que contamine alimentos. El compromiso público es un buen pilar para la fotónica. “La óptica y la fotónica se han identificado entre las ciencias que van a aportar más descubrimientos útiles para la humanidad en el siglo XXI”, recalca la doctora.
Efectivamente, es una de las seis Key Enabling Technologies (tecnologías facilitadoras clave) que la UE promueve para reforzar la capacidad industrial e innovadora europea de cara al Horizonte 2020. La Unión estimó en 2010 el mercado mundial de la fotónica en 300.000 millones de euros, de los que aproximadamente el 20 por ciento correspondían a Europa. Las cifras representan unos 290.000 empleos directos.
Hacia el corazón de la materia
Los proyectos que nos cambiarán la vida mañana se levantan hoy en laboratorios donde nadie se pregunta qué es la luz, sino cómo interacciona con la materia; con la más minúscula. “El problema crucial para que se desarrolle la fotónica ha sido que los materiales requeridos para llevar a cabo los dispositivos diseñados tenían que ser demasiado pequeños; ahora es cuando estamos empezando a hacer cosas del tamaño adecuado”, explica el investigador del Instituto de Ciencia de Materiales de Madrid (CSIC) Carlos Pecharromán.
Con sus conocimientos sobre Física y en colaboración con otros físicos, químicos, geólogos e ingenieros del Instituto, Pecharromán escruta el comportamiento de la luz cuando se relaciona con partículas nanométricas, mil millones de veces más pequeñas que el metro. Sus ojos se posan en el comportamiento de la luz visible e infrarroja, cuyas longitudes de onda van de los 380 nanómetros de la luz azul hasta los milímetros de algunas radiaciones del infrarrojo. La ventana a estos fenómenos está hecha de sensores especialmente diseñados para cada tipo de luz.
Para conseguir efectos interesantes, tanto desde el punto de vista de aplicación como desde el científico, el material debe mantener cierta semejanza de escala respecto a la luz con la que interacciona. Es un asunto de fundamental importancia, puesto que la luz es un tipo de onda que se propaga por diferentes medios, que tiene un “tamaño”. Este tamaño lo da la distancia a la que se completa una vibración, que recibe el nombre de longitud de onda. De este modo, hay luz infinitamente pequeña, como los rayos X, más que un átomo, y hay luz muy grande, como las ondas de radio. Cada tipo interacciona con materiales de dimensiones semejantes y, en función de ese tamaño, varían los resultados.
Por ejemplo, el arco iris se produce cuando un rayo de luz se encuentra con una gota de agua, mucho mayor que su “tamaño”: la luz se descompone en sus diferentes colores, sus distintas longitudes de onda, cuando atraviesa la primera pared de la esfera de agua, luego rebota en la pared posterior y vuelve a descomponerse al salir de la gota, en sentido casi opuesto al que tenía cuando entró. En la jerga física: se refracta, se refleja y vuelve a refractarse. Por contra, cuando la luz que procede del sol se encuentra en la atmósfera con una molécula de oxígeno, que es mucho más pequeña que la longitud de onda de la luz visible, el resultado es bien distinto: solo nos llegan ciertas longitudes de onda de la luz, de manera que percibimos el cielo azul de mediodía y el rojo de la tarde. El fenómeno se conoce como scattering (dispersión), y está íntimamente ligado a la plasmónica, una especialidad en pleno auge.
A la velocidad de la luz
“Cuando la luz tiene una longitud de onda muy corta, con determinados metales se puede conseguir una amplificación de la luz muy grande”, resume Pecharromán. El scattering de la luz en nanopartículas de oro, plata y cobre se convierte en una especie de lupa para identificar moléculas. “Si, por ejemplo, quieres hacer un análisis químico muy complicado, en el que tienes muy poca cantidad de la sustancia que buscas, lo que puedes hacer es poner la muestra en la zona iluminada y es como si multiplicaras la concentración 10.000 veces”, explica el físico. Este proceso es clave en sistemas de detección de moléculas que pasarían inadvertidas por su baja concentración, como en algunos casos de contaminación biológica. También supone un importante paso adelante en las técnicas de análisis clínico.
Por otra parte, estas nanopartículas metálicas son muy precisas separando la luz blanca, lo que las convierte en componentes perfectos para pigmentos decorativos y cosméticos, así como en buenas “etiquetas anticopia” de las moléculas. Todo gracias a que las moléculas dejan unas firmas únicas al contacto con la luz, que dependen de qué colores reflejan y cuáles atrapan. Estas características están haciendo posibles novedosas aplicaciones, aunque los juegos de color de los plasmones se conocen, por lo menos, desde el siglo IV. Fue entonces cuando, de las manos de un artesano con suerte, nació la Copa de Licurgo. Las paredes del recipiente, que cambian de color según desde dónde se iluminen, ilustran la leyenda de cómo este rey tracio fue abatido por su pueblo, sublevado tras la decisión de Dionisio de mandar una sequía a su reino cuando Licurgo prohibió el culto al dios del vino.
La tecnología actual permite hacer materiales como el de la copa de Licurgo, pero lo que realmente se busca es determinar los métodos de su fabricación a gran escala, de modo que puedan ser transferidos a procesos industriales a un costo asumible. Pero el santo grial de la fotónica es un microprocesador que sustituya la electricidad por la luz. “Se pretende hacer algo parecido a la fibra óptica, pero que dirija la luz por circuitos y hacer con ella procesos lógicos como sumar y restar”, explica Pecharromán.
Estos circuitos estarían compuestos por cristales fotónicos, los cuales básicamente combinan los efectos de la difracción y la interferencia de la luz. La difracción describe cómo las ondas forman nuevos patrones cuando pasan por una rendija, o sea, cómo se desvían ante los obstáculos; mientras que la interferencia describe el proceso por el cual las ondas suman o restan sus intensidades cuando chocan entre sí, como las olas del mar.
Hacer un cristal fotónico, cuyas primeras versiones se inspiran en la estructura del ópalo, “es como hacer un camino para la luz haciendo diques, pero además de cambiar su trayecto, cambias las propiedades de la luz, y puedes hacer circuitos, operadores, trabajar como en la electrónica”, resume el físico. La información se propagaría a la mayor velocidad que permiten las leyes de la Física, casi la de la luz, mientras que los electrones de los circuitos modernos han de conformarse con la velocidad de propagación de otros medios.
La luz alienígena
Mientras algunos iluminan la escala más diminuta del mundo, otros exploran el viaje del color en el universo. La luz y el color ofrecen una información muy valiosa a científicos como la directora del departamento de Planetología y Habitabilidad del Centro de Astrobiología, la geóloga Olga Prieto. Por ejemplo, Marte, el Planeta Rojo, se ve desde lejos en unos tonos rojizos que se asocian a un entorno rico en hierro, oxidado, muerto. Más cerca, parece que sí, que está globalmente oxidado, pero que entre la sequedad hay minerales que han retenido la humedad. El hielo da colores blancos, las dunas pasan del blanco al negro según los minerales que las forman. Esta información cuenta un relato, la historia del planeta.
Desde la Tierra, “una de las pocas maneras para reconocer materiales es la espectroscopía”, tanto si se trata de estudiar la composición del suelo como la de la atmósfera del planeta. Con suerte, los espectros obtenidos, testigos de cómo los cuerpos reflejan la luz, dan pistas sobre si son planetas habitables o sobre si podrían hospedar vida. Si se detecta la firma del agua, lo más lógico es que el entorno sea habitable. Si la información que la luz trae a la Tierra incluye la huella de pigmentos orgánicos como la clorofila y los carotenos, habría que pensar en vida alienígena.
La opción del radar
Aunque la luz infrarroja, que es la que suele emplearse en mineralogías, no siempre da los mejores resultados, a pesar de su capacidad para penetrar en atmósferas densas. Entonces se recurre a otro rango del espectro, el radar.
“Tenemos que cambiar el chip, porque ya no estamos viendo las formas de la estructura de la superficie, o los materiales, sino que lo que vemos con radar son las texturas”, admite Prieto. Y añade: “Estamos acostumbrados a ver el universo en una ventana muy pequeña, y al poder mirar sin orejeras por los dos lados del espectro eres capaz de reconocer estructuras y materiales que en principio no ves”.
Pero los científicos quieren saber cómo veríamos los planetas extrasolares. Y un artículo publicado el año pasado en la revista científica The Astrophysical Journal Letters causó revuelo. El equipo liderado por Thomas Evans y Frédéric Pont describía en él, por primera vez, el color de un planeta extrasolar: “Azul en su hemisferio diurno y, al ser tan cálido, de un brillo rojo apagado en su hemisferio nocturno”, según Evans, satisfecho de contribuir a expandir la frontera del teatro del aire libre.
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