Durante muchos años, la viuda Anna Borchert y su perro de aguas fueron amigos inseparables. Cuando la viuda murió, sus parientes llevaron al perro a un hogar para animales abandonados. “El animalito se negó a tocar la comida y, con el rabo entre las piernas, falleció al cabo de tres días; es decir, antes de tener tiempo de morir de hambre. Causa de la muerte: estrés motivado por la paralizadora tristeza de haber perdido todo lo que tenía en el mundo”, según se puede leer en el libro Sobrevivir, la gran lección del reino animal, de Vitus B. Dröscher. Fue publicado en 1979, un dato que resulta sorprendente. Porque en esa época, la ciencia mostraba una reticencia feroz a atribuir nada que oliese a sentimientos a cualquier bicho, del tipo que fuera. Claro, que Dröscher era divulgador y por eso podía tomarse tales licencias.
Cuando a un papión que pierde a otro le acicalan sus colegas bajan sus hormonas del estrés
Sin embargo, en los últimos años la propia ciencia ha encontrado casos que la dirigen poco a poco a plantearse un nuevo discurso. Y no se trata de una casualidad, sino del aumento de observaciones en entornos silvestres o en amplias reservas naturales, y los informes de zoos o acuarios, incluso con la salvedad de que sus inquilinos puedan haber modificado sus conductas.
¿Morir de pena?
Uno de los primeros relatos lo proporcionó la gran dama de los chimpancés, Jane Goodall, al contarnos la historia del chimpancé Flint, de ocho años, que, tras una vida de extraordinaria dependencia de su madre, fue debilitándose hasta morir un mes más tarde del fallecimiento de esta en 1972. Concha Mateos, profesora de veterinaria de la Universidad de Extremadura, destaca que ese comportamiento podría tener el mismo carácter de primicia que “el uso de herramientas por parte de esta especie, o el hecho de que coman carne”, datos que ignorábamos hasta que Goodall vivió entre ellos.
De igual modo, otra gran dama, la de los elefantes, Cynthia Moss, ha contado cómo sus objetos de estudio se detienen a ¿inspeccionar? ¿acariciar? con la trompa los restos de su especie que encuentran a su paso. No de otras. Y recorren especialmente la mandíbula, la trompa y los dientes, es decir, las zonas con que se saludan cuando están vivos.
Moss llegó a ver cómo una manada que pasaba por su granja se dirigió al grupo de varias docenas de mandíbulas que la investigadora había reunido allí para analizarlas y se detuvo a inspeccionar específicamente la de una hembra que había pertenecido a su manada. Todos la tocaron y siguieron su camino. Excepto uno, que se quedó un buen rato manipulándola con la trompa. Era su cría de ocho años.
Los sentimientos que indudablemente afloran ante estas narraciones son los nuestros. Tendemos a identificar nuestras propias percepciones ante la pérdida, y por eso muchos investigadores se muestran cautos a la hora de interpretar lo que vemos.
¿Qué quieren decir?
“Se pasó del conductismo, que no admitía nada no contable y mesurable, a una revolución cognitiva que llevó a extremos absurdos”, afirma Mateos. Y ahora se ha reconocido que “hay que tener en cuenta las emociones en la investigación animal, pero con cautela”. Así se evitarán patinazos como el de una investigación que atribuyó a las urracas un graznido característico de lamento cuando encontraban el cuerpo sin vida de una de ellas. Al revisar el trabajo, Teresa Iglesias, de la Universidad de California en Davis (EEUU), descubrió que no eran más que gritos de alerta para avisar de que quizá hubiera un depredador cerca.
Las hembras de cinco familias de elefantes se acercaron al cuerpo muerto de otra. Pero ni un macho
Aún está por descubrir si algo así podría originar también los alaridos de las focas cuando ven masacrar a sus crías, que ha descrito Mark Beckoff, uno de los principales investigadores de la emoción animal.
Por eso, junto a colegas como Barbara King intenta documentar con la mayor exhaustividad posible ejemplos de todo el universo animal. King es antropóloga de la Universidad William y Mary en Virgina (EEUU), y autora del libro Cómo hacen duelo los animales.
Por correo electrónico resalta la importancia de conocer a fondo los comportamientos de un animal antes de que este pierda a un ser cercano, para poder detectar las diferencias tras el fallecimiento: “¿Se aísla socialmente el superviviente? ¿Come o duerme menos o más? ¿Muestra por medio de posturas, vocalizaciones o expresiones faciales un estado emocional alterado?”, se pregunta.
Ella busca patrones de conducta dentro de una especie, aunque no cree “que el luto de un gato o un perro –que, desde luego, existen– sean idénticos a los de un elefante o un chimpancé. Ni todos los gatos, perros, elefantes y chimpancés harán duelo, ni lo harán de la misma forma”, pero admite que aún no hemos estudiado el tema lo suficiente como para saber siquiera dónde están sus límites. “¿No deberíamos observar también a invertebrados como los pulpos?”, llega a plantear.
Hormonas del consuelo
King sugiere, además, que en nuestra búsqueda de evidencias podríamos recurrir también a analizar “los cambios en los niveles de hormonas en circulación, como hicieron Engh y sus colegas para estudiar el pesar por la pérdida en los papiones africanos”. Se refiere a la investigación de la bióloga Anne Engh. Cuando estaba en la Universidad de Pensilvania (EEUU), obsevó a los papiones del Delta del Okavango, en Bostwana.
Junto a su equipo, descubrió que, cuando pierden a un individuo cercano, estos primates experimentan un aumento de las hormonas del estrés llamadas glucocorticoides.
Sin embargo, si se acercan a otros individuos de su grupo y reciben de ellos consuelo en forma de un ritual de acicalamiento más intenso de lo habitual, esos niveles bajan hasta unos valores normales. Engh incluso contempló cómo, tras la muerte de su única amiga, una hembra se acercaba a otra de un rango mucho más bajo, un comportamiento muy poco habitual. Además, vieron que los niveles de esa hormona se disparaban mucho más cuando un depredador cazaba a una de sus crías o a un compañero de acicalamiento que cuando veían morir a otro miembro de la manada. Engh aclaró que “eso no significa que sientan el mismo desconsuelo que nosotros, pero pone de manifiesto la importancia que tienen para ellos los lazos sociales”.
La misma cautela a la hora de interpretar a otros primates en clave sentimental la mostraron los autores de la primera observación científica en semilibertad de una chimpancé con su cría muerta. Se sabe que estos animales cargan a sus hijos sin vida durante días, algo que se ha atribuido a lo difícil que les resulta romper el vínculo con ellos, prolongado en esta especie mucho más allá del destete.
En 2011, varios investigadores dirigidos por Katherine Cronin, del Instituto Max Planck de Psicolingüística, contemplaron en el Chimfunshi Wildlife Orphanage Trust de Zambia cómo, tras cargar a su cría de 18 meses un día completo, una hembra lo dejó en el suelo, colocó sus dedos en la garganta y el rostro del cuerpo durante varios segundos, se alejó para observarlo, se volvió a acercar y finalmente lo llevó hasta un grupo de chimpancés y se lo tendió hasta que estos lo cogieron y lo examinaron.
Todo el proceso quedó grabado en vídeo, y los autores del estudio se abstuvieron de dar una interpretación a lo que vieron. Sí dejaron constancia de que no eran comportamientos que se hubieran visto en una chimpancé con sus hijos vivos. Y destacaron que ese material podía aportarnos información sobre cómo aprenden otros primates a reaccionar ante la muerte. Cualquier otra consideración la dejaban al espectador. Según declaró Cronin, más importante que interpretar las emociones de la madre “es que los espectadores dediquen un momento a considerar las posibilidades”.
Y aún quedan muchas incógnitas por descifrar. Empezando por una posible diferencia entre machos y hembras. Una de las autoridades en el estudio de elefantes, Ian Douglas-Hamilton, fue testigo de cómo la elefanta Grace intentó ayudar a Eleanor, una hembra de otro grupo moribunda durante horas. Cuando esta expiró, se acercaron al cuerpo las hembras de al menos cinco familias, pero ni un solo macho. De igual modo, los machos solo aparecieron al segundo día de la muerte de una cría de jirafa (véase el recuadro de esta misma página) que movilizó a las hembras y juveniles de la manada. Y ellos se unieron al grupo para seguir comiendo y comprobar la receptividad de ellas al apareamiento.
¿y qué importa?
A la hora de empezar a considerar una actitud de duelo se ha hablado dos criterios: que los animales decidan pasar tiempo junto a otros fuera de las circunstancias habituales del apareamiento o la búsqueda de comida, y que el superviviente altere sus comportamientos de forma llamativa. Esto pondría en entredicho, por ejemplo, a algunas madres de papiones y chimpancés que acarrean los cuerpos de sus hijos, pero siguen buscando comida o apareándose de forma habitual, sin aparentes signos de abatimiento.
Porque ya Charles Darwin escribió en 1872 el libro La expresión de emociones en el hombre y los animales. En él describía especialmente las coincidencias de gestos faciales en humanos de muy diversas etnias y culturas, y de los animales, e incluía también las manifestaciones de “luto”.
A pesar de ello, existe una gran distancia con el duelo humano, centrada, según King, es nuestra capacidad de sentirlo más allá del espacio y del tiempo, incluso por quien no hemos conocido. En los monumentos a las víctimas de Hiroshima, el Holocausto, el 11-S y el 11-M “puede embargarnos una sensación de pérdida y de conciencia de nuestra propia muerte”, explica.
Pero descubrir si a un animal africano le entristece que lo encierren en un zoo de Copenhague, o a una vaca que le quiten sus terneros, quizá nos haga plantearnos en qué circunstancias y a cambió de qué queremos seguir haciéndolo. Aparte de la satisfacción de conocer el mundo que nos rodea.
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