Los apéndices copuladores de los tiburones son enormes, están siempre en perfecto estado de revista (rigidez), tienen un aspersor incorporado y no necesitan Viagra cuando los años pasan inmisericordemente. Además, y por si algo fallara en uno de ellos, hay otro de repuesto.
A. Victoria de Andrés Fernández, Universidad de Málaga
Divulgación científica y “mejor amante” parecen conceptos poco compatibles. Lo primero, aunque se recurra a un lenguaje asequible a un público amplio y diverso, es una tarea rigurosa basada en datos científicos y, por lo tanto, objetivos. En contraposición, la consideración de “buen amante” debe ser de los conceptos más subjetivos que puedan existir.
De hecho, es fascinante constatar la variabilidad de prácticas, requisitos y procederes considerados por nuestros congéneres como estimulantes para la obtención de un rendimiento óptimo en los rituales de apareamiento. La brillante máxima de “hay gente pa’ tó” es absolutamente aplicable a las estrategias amatorias.
Es por eso por lo que me centraré en argumentos claramente objetivos y contrastables. No obstante, lo primero que hay que tener claro es cómo se lo montan los tiburones.
En la mayoría de los animales acuáticos, la fecundación es externa. Esto es fácilmente comprensible si recordamos el hecho de que los espermatozoides son células móviles que nadan. La posesión de un flagelo terminal, que baten igual que Indiana Jones su látigo, les procura su propulsión en un medio fluido y denso como es el agua.
Con esta idea en la cabeza, podemos imaginar que mares, océanos, ríos y lagos son, básicamente, una enorme sopa donde los garbanzos son los óvulos liberados por las hembras de multitud de especies y los fideos (microfideos, puestos que son mucho más pequeños), los espermatozoides de sus correspondientes machos.
Las quimiotaxias y afinidades específicas de las proteínas de membrana de ambos tipos de células sexuales hacen que cada oveja vaya con su pareja. Esto es, que los espermatozoides de una determinada especie fecunden al óvulo que le corresponde sin experimentar ningún tipo de atracción molecular hacia los óvulos de las múltiples y variadas otras especies.
La mayor parte de los taxones de peces presentan esta modalidad de fecundación. La excepción la constituyen los condrictios, un grupo de peces cartilaginosos donde se incluyen, entre otros, los escualos.
Los tiburones son más chulos que nadie. Los tiburones tienen fecundación interna.
La fecundación interna es una invento evolutivo trascendental. Y no, no me refiero a lo divertido o interesante que pueda resultar el encuentro físico necesario para que tenga lugar, como los lectores pueden estar pensando. Se trata de una conquista evolutiva de primera línea porque es muy rentable, energéticamente muy rentable.
El vertido libre de gametos al medio es un proceso poco seguro donde las probabilidades de que se alcance el objetivo final y se produzca la fecundación son muy escasas. No olvidemos que los gametos, al igual que cualquier material biológico, son, fundamentalmente, comida para los animales.
Además, suponiendo que se culmine el improbable proceso de la cariogamia y se forme el cigoto, que el desarrollo embrionario progrese correctamente sin circunstancias que lo aborten es un hecho realmente improbable.
Entonces, ¿cómo se sortea este cruel destino?
Pues jugando con las cantidades. Machos y hembras producen cantidades ingentes de gametos “esperando” que, aunque sea una proporción minúscula de ellos, consigan su objetivo. El resto será material reproductivo desperdiciado (aunque aprovechado como parte del menú de todo aquel que pasase por allí con hambre).
Parece evidente que el rendimiento reproductor mejoraría sustancialmente si se minimizaran las pérdidas gaméticas. O, si prefieren un lenguaje más directo, si los espermatozoides pudiesen acceder a los óvulos en un nidito de amor protector, tranquilo y seguro.
Pues, ¡oh, maravilla!, aparecieron los apéndices copuladores. Canales físicos y exclusivos de contacto entre gametos. Puentes directos de encuentro sin depredadores, sin oleaje, sin oscilaciones térmicas…sin sorpresas.
El consecuente aumento de la eficiencia del proceso reproductivo propició que la selección natural favoreciese todo lo que supusiera una mejora de los órganos copuladores. Los tiburones se adentraron en esta línea evolutiva y… ¡triunfaron!
Los apéndices copuladores de los machos de elasmobranquios (tiburones y rayas, básicamente) se denominan pterigópodos o cláspers. Y son asombrosos.
El uso de este calificativo no es caprichoso. Estos órganos incluyen características tan destacables como las siguientes:
3.- En muchas especies, este cartílago da lugar, en su parte terminal, a una pieza esquelética (el rhipidion) que se aplana y ensancha para procurar la dispersión máxima del esperma en el interior de los conductos genitales de la hembra.
4.- Me reservo para el final el último dato. Los tiburones no tienen un órgano copulador… ¡tienen dos! Recuerden que anteriormente he comentado que los cláspers son modificaciones del extremo terminal de las aletas pélvicas. Como éstas son pareadas, dispuestas una a cada lado del ano, el resultado es que tienen dos pterigópodos.
Resumiendo, los pterigópodos de los tiburones son enormes, están siempre en perfecto estado de revista (rigidez), tienen un aspersor incorporado y no necesitan Viagra cuando los años pasan inmisericordemente. Además, y por si algo fallara en uno de ellos, hay otro de repuesto.
¡A ver qué humano masculino mejora eso!
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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