Este verano, el profesor Robert Sapolsky dejó programada una respuesta automática en su correo electrónico de la universidad de Stanford: “Estaré fuera de la ciudad y no leeré los emails hasta finales de agosto. Disculpen las molestias”. Ese mes, el neurobiólogo recibió una avalancha de mensajes de periodistas que intentaban entrevistarle. Sin éxito.
Mientras él disfrutaba de sus plácidas vacaciones, la web se llenó de opiniones que le acusaban de colaborar con la “tiranía científica” y querer “convertirnos en robots”, “lobotomizar a la humanidad en beneficio de los poderosos” y “controlar la psique y la neurolibertad”. Todo, por sus investigaciones sobre cómo curar el estrés en roedores de laboratorio.
Sapolsky es un científico mediático y un divulgador muy popular, acostumbrado a aparecer en los medios. Su libro ¿Por qué las cebras no tienen úlcera? se ha convertido en un bestseller desde su publicación en 1994, y es famoso por sus estudios sobre el estrés en los babuinos de Kenia. Pero su último artículo científico data de septiembre de 2009, con un nombre tan poco sugerente para el público general como El bloqueo de glucocorticoides y el aumento de señales genómicas estrogénicas protegen contra la isquemia cerebral. Nadie fuera del ámbito académico reparó en él… Hasta este verano.
Quien prendió la mecha de la encendida polémica fue Jonah Lehrer, escritor especializado en ciencia, quien publicó un reportaje titulado Bajo presión: la búsqueda de una vacuna del estrés en el número de agosto de la conocida revista estadounidense Wired.
El artículo explicaba las investigaciones del científico para desarrollar un fármaco que nos haga inmunes a los efectos devastadores que la tensión emocional provoca en nuestra salud. Inmediatamente, el diario británico Daily Mail se hizo eco de la noticia, y solo una semana después el tema corría por todos los foros especializados; la búsqueda de brain eating vaccine (“vacuna comecerebros”) se convertía en una de las consultas más populares de Google.
En la red se desató una verdadera paranoia. El locutor de radio Alex Jones lanzó soflamas catastrofistas, anunciando “una nueva ingeniería genética que controlará nuestro ADN y nuestras mentes”. Los conspiranoicos advertían de que solo serviría para que los Estados anularan las emociones de los ciudadanos y crearan ejércitos de zombis.
Así que, al ver lo que se le venía encima, Robert Sapolsky decidió esperar hasta que hubiera pasado el tornado mediático. Incluso Lehrer, autor del reportaje de Wired, se lamentó en su blog de que todo esto hubiera pasado: “Lo más triste es que los vídeos de Alex Jones han sido vistos por miles de personas. La paranoia vende. Si usted ha llegado aquí buscando en Google ‘vacuna comecerebros’, sepa que no hay nada de eso”.
En una entrevista con Quo, Sapolsky ha confesado su malestar: “El escritor de Wired interpretó una metáfora de manera demasiado literal”, se queja el científico. Lo cierto es que el neuroendocrinólogo tiene razones para estar muy disgustado. Su hallazgo no guarda relación con ninguna herramienta de control social, sino con la investigación experimental de un problema que azota la salud de millones de personas en todo el mundo: el estrés.
No hay más que dar una vuelta por los blogs que recogieron la controvertida y malinterpretada noticia de la vacuna para leer, entre acaloradas protestas, otros comentarios de gente que se siente realmente desesperada: “Quiero ser el primero en firmar para participar en las pruebas clínicas. Mi estrés crónico y mi falta de control son una locura. Tengo 40 años, pero me siento ya como si tuviera 65”. Otra persona escribe: “Me gustaría saber cuándo se aprobará la vacuna. Sufro insomnio desde niña, tengo 62 años y esto va a peor cada día”. Como se ve, precisamente no son voluntarios lo que le van a faltar al doctor Sapolsky.
Saposlky piensa que, si el estrés se ha convertido en un problema de salud social, ya es hora de atacarlo sin rodeos. ¿Cómo?
Interviniendo en el meollo molecular de la cuestión, una batalla que emprendió en 2003 y que ha dado sus primeros resultados en ratones de laboratorio. El truco consiste en inyectar genes que, desde dentro del cerebro, nos protejan contra los estragos de la tensión emocional; así ha creado la llamada “vacuna contra el estrés”, aunque a él le incomoda este término. “Ni hay vacuna, ni existe intención de desarrollarla”, ha explicado Sapolsky a Quo.
“Lo que hacemos es terapia génica, porque introducimos en el cuerpo (en este caso, el cerebro) un nuevo gen creado mediante ingeniería. Con las vacunas, se inocula una versión segura de un virus para que nuestro sistema inmunitario desarrolle anticuerpos. Ahí está la diferencia”, explica el investigador. La fórmula de Sapolsky contraataca directamente a las hormonas segregadas por culpa del estrés, los glucocorticoides. El efecto de estas sustancias sobre el sistema nervioso central pone el cuerpo en alerta y provoca un rápido aumento de glucosa en sangre, que constituye un suplemento de energía necesario para reaccionar ante el peligro; por ejemplo, para que echemos a correr cuando nos persiguen. “Si te va a cazar un león, no gastas recursos en tu intestino delgado o en tus ovarios; ya ovularás en otro momento. Necesitas toda tu energía para largarte de ahí”, explica. Después de que la amenaza desaparece, las hormonas deben volver a sus niveles normales, y eso es lo que suele suceder.
Pero en casos de tensión emocional crónica, se acumulan en el torrente sanguíneo y desbaratan el equilibrio de su víctima, porque inhiben funciones biológicas que son secundarias para la supervivencia inmediata, entre ellas la respuesta inmunitaria. Sapolsky compara esta situación con la de un país en permanente estado de excepción, que invierte todo su presupuesto en el Ministerio de Defensa y deja de prestar atención a las escuelas, los hospitales y las pensiones. El cuerpo, con el tiempo, deja flancos abiertos en tres frentes cruciales: el sistema inmunitario, el nervioso y el endocrino.
Y no solo eso, la propia estructura del cerebro también sufre. La neurocientífica Elizabeth Gould, de la Universidad de Princeton, ha observado que, cuando los primates padecen estrés crónico (por ejemplo, al vivir encerrados en un zoológico), experimentan cambios típicos de enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer. Sus investigaciones también han conseguido probar que los monos nacidos de madres estresadas heredan igualmente este problema.
Como explica Manuel Freire-Garabal, neuroinmunólogo de la Universidad de Santiago de Compostela: “Durante las primeras fases postnatales, las vivencias estresantes ejercen poderosos efectos sobre el desarrollo cerebral que aumentan el riesgo de padecer depresión y trastornos de ansiedad”.
Ya que el estrés se ceba con las neuronas, Sapolsky se ha propuesto blindarlas. Para conseguirlo, el investigador se ha servido del virus del herpes simple, el vehículo favorito de los ingenieros genéticos. Primero extrajo los genes peligrosos del virus y los sustituyó por otros capaces de neutralizar los estragos de los glucocorticoides. Inyectó en roedores los virus modificados, y… Voilà! Las neuronas infectadas por ellos quedaron inmunizadas al estrés. Cuando sometió a sus ratas a un golpe brusco o un sonido desagradable, rápidamente sus cerebros se prepararon para la acción ordenando la producción de glucocorticoides.
Hasta ahí todo funcionó como siempre, pero después, el virus mandó un ejército de sustancias neuroprotectoras, como factores de crecimiento y antioxidantes, que frenaron la destrucción de las células cerebrales.
Afortunadamente, no siempre los efectos son tan devastadores como para necesitar de tratamientos tan radicales. “El estrés puede ser la sal de la vida o el beso de la muerte”, reza la frase del psicólogo sueco Lennart Levi, un maestro en este campo. Hay que distinguir entre el estrés positivo, que nos ayuda a activarnos (por ejemplo, al hacer deporte o emprender un reto profesional), y el negativo, o crónico. En este caso, el paciente “sufre ansiedad, angustia o pánico, porque no posee capacidades para responder a una demanda o un riesgo impredecible”, aclara Freire-Garabal.
El problema no se queda en el malestar psíquico; cuando el estrés se hace crónico, trasciende las fronteras de la mente y se convierte en el catalizador de una colección de enfermedades, desde un simple catarro hasta “hipertensión y arritmias, cefaleas, colon irritable, impotencia, hipertiroidismo, amenorrea, depresión y problemas oncológicos”, explica Freire-Garabal. Por eso, psicólogos y neurocientíficos, abordan el problema desde distintos ángulos para desmenuzar sus claves.
Desde la década de 1950 se elaboran listas de los estresores vitales más frecuentes, y “el primero siempre es la muerte del cónyuge. Después aparecen los despidos, los problemas de salud, la insatisfacción en el trabajo, el divorcio y también el matrimonio. Todas ellas son situaciones que hacen tambalearse nuestra seguridad en el futuro”, apunta Juan José Miguel-Tobal, Coordinador del Programa de Doctorado Cognición, Emoción y Estrés, y catedrático de Psicología Básica de la Universidad Complutense de Madrid. La realidad es que millones de personas viven una cotidianidad generadora de frustraciones y tratan de manejar su estrés como pueden con psicoterapia y fármacos.
La gran esperanza reside en que, si algún día la investigación de Sapolsky se llegase a aplicar en humanos, podríamos evitar los daños causados por el estrés, pero faltan muchos años para comenzar con los ensayos clínicos y, como afirma el investigador, los avances “van a ir muy despacio”.
Aun sin tener nada en común con los conspiranoicos, dentro del mundo científico hay voces escépticas: “La mayor parte de las dolencias originadas por nuestras propias células son lo suficientemente diferentes para considerar que existen enfermos, y no enfermedades; por eso la medicina a la carta se hace cada vez más necesaria en psiquiatría. Pese a que los estudios en animales con uniformidad genética sean prometedores, tengo mis dudas de que una vacuna universal y única tuviera efectos beneficiosos”, apunta Freire-Garabal.
Con un antídoto para todos o con tratamientos personalizados, quizá llegue el día en que la ciencia gane la batalla química contra el estrés. Mientras tanto, más nos vale aprender a convivir con la tensión emocional, la angustia y la frustración, porque forman parte de la vida cotidiana… y además, es nuestra salud la que está en juego.
Redacción QUO
La clave está en cuánto somos capaces de predecir de la pieza, y hasta qué…
Un nuevo estudio prevé un fuerte aumento de la mortalidad relacionada con la temperatura y…
Los investigadores ha descubierto un compuesto llamado BHB-Phe, producido por el organismo, que regula el…
Un nuevo estudio sobre la gran mancha de basura del Pacífico Norte indica un rápido…
Una nueva teoría que explica cómo interactúan la luz y la materia a nivel cuántico…
Pasar dos horas semanales en un entorno natural puede reducir el malestar emocional en niños…