En el lateral de uno de los hospitales más grandes de Europa, el Gregorio Marañón de Madrid, se ve al final de una rampa de cincuenta metros una puerta de doble hoja. Las veces que se ha abierto desde su construcción en 1984 pueden contarse con los dedos de una mano, lo cual es una buena noticia, porque la puerta da acceso al búnker nuclear del hospital, un área blindada subterránea para tratar a potenciales pacientes contaminados. El centro forma parte de la Red Nacional de Defensa Nuclear, Radiológica, Bacteriológica y Química y es uno de los 60 centros que dependen de la OMS preparados para atender alertas atómicas.
La puerta solo se abre en dos circunstancias: cuando hay indicios de que una persona está contaminada y se quiere evitar su paso por otras estancias del hospital, o en caso de una emergencia como la de Fukushima.
Desde Japón han llegado este año al hospital madrileño varias personas que creían sufrir síntomas causados por las fugas de la central. Ninguno de los japoneses dio positivo. Tampoco lo dieron las docenas de adolescentes madrileños que en 1986 estaban de viaje de estudios en Rusia cuando ocurrió el accidente de Chernobyl. Nada hacía sospechar que resultaran afectados por la radiación porque cuando la nube radiactiva llegó a la zona que habían visitado, ya volaban de regreso a España. El doctor Rafael Herranz, jefe del Servicio de Oncología Radioterápica del Gregorio Marañón, el departamento del que depende el búnker, echó mano de todo su saber científico y de toda su capacidad de persuasión para convencer a la legión de madres que se presentó en el hospital exigiendo que se les hicieran todas las pruebas imaginables a sus criaturas de que sus hijos no corrían peligro. “No lo conseguí, y no hubo más remedio que acceder a lo que pedían”, confiesa Herranz.
El médico encabeza un equipo de 70 personas. ¿Qué hace un grupo tan amplio en un búnker antinuclear si una emergencia de este tipo es algo excepcional? Su función es atender a pacientes oncológicos sometidos a tratamientos de radiación. Dependiente del mismo servicio del hospital, y al lado del búnker, se encuentran los aceleradores lineales con los que se aplica el tratamiento, pero en el área restringida solo permanecen los enfermos de cáncer de tiroides que reciben yodo radiactivo en cápsulas. Transcurridos cuatro días tras finalizar el tratamiento, la dosis de radiación ya ha descendido lo suficiente como para que puedan abandonar la zona sin peligro de contaminar a nadie.
Por el búnker también pasan periódicamente los operarios de las centrales nucleares, de la industria de equipos radiológicos, y el personal del centro, que, como medida de control añadida, lleva siempre consigo un dosímetro individual que mide si la radiación está dentro de los límites establecidos.
La dosis de contaminación que hay en el ambiente es muy baja, alrededor de 1 a 2 miligrays al año (el gray es la cantidad de energía absorbida por cualquier tejido o sustancia tras una exposición), y no resulta dañina. La emiten fuentes naturales, como algunas rocas ricas en yodo, cadmio o potasio que podemos encontrar en un paseo por el monte.
La razón por la que se hacen controles periódicos es que los efectos de la radiación son acumulativos: superados los 6 grays, existe riesgo de muerte. Para evitar que los profesionales que trabajan en el búnker estén expuestos a radiación, el contacto físico que mantienen con los pacientes ingresados es mínimo. “No entramos en las habitaciones salvo que sea estrictamiente necesario”, explica Rafael Herranz. Es una peculiaridad que requiere una dosis añadida de información a los enfermos para que asimilen que están en una unidad especial “y que lo que se le está dando es bueno para él, pero no para los demás”, añade el doctor. La estrategia se resume en tres palabras: “Aislamiento, descontaminación y seguimiento”.
En cuanto se entra en el búnker, uno tiene la sensación de estar, efectivamente, en un área que no tiene nada que ver con el resto de plantas del hospital. Las habitaciones son un espacio blindado para evitar que la contaminación se extienda fuera del cubículo. Un drenaje separado conduce las aguas residuales a unos depósitos en los que las partículas radiactivas diluidas con el agua pierden su capacidad contaminante transcurridos unos días.
A simple vista, lo único que diferencia la puerta de una normal es que su grosor es más o menos el triple. La razón es que está blindada con una lámina de plomo. También tiene un ojo de buey, como el de las puertas de la cocina de los restaurantes, “para evitar la sensación de claustrobia de los pacientes”, explica una de las enfermeras que desde una sala de control mantiene permanentemente contacto visual y acústico con ellos por medio de un circuito cerrado de televisión. Más que un hospital, parece una cárcel de alta seguridad.
El contacto del ingresado con los familiares también se hace por el mismo método, salvo en el caso de que haya niños hospitalizados, ya que para los pacientes infantiles se permite que uno de los familiares entre alguna vez en la habitación del pequeño.
Las medidas de protección para minimizar los riesgos hacen que la visita médica también resulte peculiar. Antes de franquear la puerta, el profesional se coloca un mandil plomado, se ubica a distancia del enfermo e interpone un escudo del mismo material, de 1,40 m de altura, entre ambos. La radiación está, nunca mejor dicho, a flor de piel; de hecho, la primera medida de descontaminación de una persona irradiada es la ducha con abundante agua, porque diluye las partículas radiactivas.
El escudo no protege todo el cuerpo porque, aunque la radiación que absorbe depende del porcentaje del organismo que resulta expuesto, en el cuerpo humano hay unas zonas más vulnerables que otras. Las partes en las que las células se multiplican mas rápidamente, como por ejemplo el intestino y la médula ósea, resultan mas dañadas que los tejidos cuyas células se reproducen con más lentitud, como las que forman los músculos y los tendones.
Para descartar alteraciones de este tipo, en el búnker disponen de una unidad de análisis clínicos que rastrea las posibles alteraciones. Dentro del Plan Mundial de Alertas, contar con un laboratorio de este tipo, además de proporcionar asistencia y hospitalización, es una característica de las instalaciones de nivel dos. Las de nivel uno están en las centrales nucleares, y en ellas solo se aísla a la persona potencialmente contaminada. El nivel tres corresponde a centros como el Instituto Curie de París, en el que, además, se investiga sobre la prevención y los efectos de la radiación.
Rafael Herranz tomó como modelo precisamente al centro francés para construir casi una réplica en Madrid, que dispone de una estructura singular en la que el centro es el quirófano. Está diseñado para que las personas que potencialmente ingresaran con heridas pudieran ser intervenidas con rapidez (antes deberían ser limpiadas enérgicamente para eliminar cualquier partícula radiactiva).
A comienzos de la década de 1980 se daba la paradoja de que un país con numerosas instalaciones nucleares no disponía de ningún sitio donde tratar a las personas que pudieran resultar afectadas en un hipotético accidente, ni tampoco de personal adiestrado para estos casos.
La probabilidad de que tengan que hacerlo es baja, porque la exposición a reactores en los primeros cuarenta años de uso de la energía nuclear, excluyendo Chernobyl, solo ha provocado 35 exposiciones graves con diez muertos. La mayoría de ellos por síndrome cerebral, que siempre resulta mortal y se produce cuando la dosis de radiación es extremamente alta (más de 30 grays). Los primeros síntomas son náuseas y vómitos, los siguen apatía y somnolencia y, en algunos casos, coma. En pocas horas se producen temblores, incapacidad para caminar y, finalmente, la muerte.
En el búnker del Gregorio Marañón confían en no tener que tratar nunca a un paciente con síndrome cerebral; prefieren seguir haciendo dos simulacros al año de emergencia nuclear y que la radioterapia con la que trabajan todos los días solo sirva para curar.
Redacción QUO
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