A la carencia de conocimientos técnicos había que que unir la falta de medios materiales. Mientras en Estados Unidos se usaba bisturí con hojas estériles recambiables que aseguraban un corte limpio, los médicos españoles tenían que afilarlo cada vez que operaban. “Cortaban o no, según el estado del bisturí”, recuerda Planas.
Pero cuando echa la vista atrás, rememora sobre todo que la principal carencia de la época era la falta de curiosidad científica, que cortaba las alas de médicos pioneros como él. En una ocasión intentó hacer un injerto en un individuo que se había cortado un dedo. Para ello, “enterró” las articulaciones y el hueso en la barriga, con la idea de envolverlo posteriormente con la piel de esta y trasladarlo, pero cuando su jefe se enteró le echó una bronca y dio por acabado el experimento con el argumento de que “era una porquería”. “El tiempo demostró que era una intervención pionera”, recuerda Planas.
El cirujano catalán no ejercía todavía en la I Guerra Mundial, pero conoció el trabajo de sus colegas para restaurar una cara terriblemente desfigurada y que la persona llevara una vida normal.
La contienda de 1914 a 1918 fue distinta de todas las libradas hasta entonces, porque se incorporaron armas con una capacidad para matar, desfigurar y mutilar sin precedentes. El número de heridos en el campo de batalla fue tan grande que a los cirujanos no les quedó más remedio que improvisar y probar nuevas técnicas en los hospitales de campaña. Su trabajo hasta entonces había consistido en reconstruir las partes del cuerpo perdidas o deformadas; a partir de ese momento comenzaron a tener en cuenta los criterios estéticos, que luego tuvieron un uso “civil”.
“El gran avance se produjo cuando se empezó a utilizar el concepto de osteosíntesis y a investigar con qué materiales podían fijarse mejor los huesos”, apunta Rafael Martín-Granizo, cirujano del Clínico de Madrid y presidente de la Sociedad Española de Cirugía Maxilofacial. En el siglo XIX, los destrozos óseos faciales no se trataban; posteriormente empezaron a usarse unos cascos para fijar las partes fracturadas de un hueso, pero estas no siempre pegaban bien y se producían grandes deformidades faciales.
“La solución definitiva apareció entre 1920 y 1940 con la aparición de miniplacas y tornillos, primero de acero y después de titanio, que permitían fijar tridimensionalmente el hueso donde se quería”, explica Martín-Granizo.
La Segunda Guerra Mundial confirmó el dicho de que “la guerra es la mejor escuela de los cirujanos”. Por primera vez, no se daba de alta a ningún paciente hasta que no se hubiera conseguido la reparación estética tan completa como fuera posible; a los cirujanos se les enseñaba a coser en forma de S una herida, para dejar una cicatriz que luego no se fuera a ver mucho.
La estética incluso se convirtió en un arma de guerra; los médicos alteraban las caras de algunos miembros de la Resistencia para que pudieran pasar inadvertidos detrás de las líneas enemigas. Hoy se podría ir más lejos. “Con lo que conocemos, podríamos cambiar completamente la cara de una persona”, asegura Ramón Vila Rovira, cirujano plástico de la Clínica Teknon de Barcelona. En toda su carrera, solo se ha encontrado con una petición de ese tipo (que no atendió); el ejecutivo que se lo pedía quería tener un rostro con rasgos orientales, para no desentonar con el de su mujer.
La microcirugía de vanguardia ya lo permite actualmente, igual que a los tres pacientes que esperan un trasplante en La Fe de Valencia y el Hospital Virgen del Rocio, de Sevilla, y que solo quieren tener un rostro.
Redacción QUO
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