El desarrollo de la antisepsia fue parelelo (Joseph Lord Lister, en 1867), y en su difusión contribuyeron mucho los cirujanos estéticos, porque comprobaron que extremando las precauciones en la limpieza del quirófano y del instrumental disminuían drásticamente las infecciones y bajaba también el miedo de los pacientes a que se les cortara la piel.
Eliminado el dolor y gran parte de las infecciones, las intervenciones para modificar el rostro comenzaron su apogeo, pero en su auge intervino también un elemento que no tiene nada que ver con la medicina, sino con la filosofía ilustrada de la época, que propugnaba que las personas tenían derecho a rehacerse a sí mismas para llegar a encontrar la felicidad.
El ejercicio de autonomía personal que representa hoy entrar en el quirófano para modificar el aspecto de la nariz o de las orejas, o borrar las arrugas del rostro, ya era una tendencia hace un siglo.
En esa búsqueda de la felicidad, los pacientes se beneficiaron de los muchos avances técnicos de la época, pero como en cualquier disciplina en desarrollo de sus técnicas, también sufrieron los efectos de algunas. Un ejemplo fue el uso de las inyecciones de parafina que hicieron furor en los años 20 para el tratamiento de las arrugas faciales. Igual que se hace ahora con el Bótox, se inyectaba dentro de los pliegues de la piel, especialmente en los situados alrededor de la boca.
Pasadas unas horas, se solidificaba y, efectivamente, borraba las arrugas. Pero el efecto era efímero. Y eso no era lo peor; con el paso del tiempo, la parafina se desplazaba y causaba deformidades, además de que las arrugas volvían a aparecer, y el sitio de la inyección se inflamaba y sensibilizaba tanto que el más leve roce provocaba un gran dolor. Si el paciente no era tratado inmediatamente, podía producirse una infección, lo que daba lugar a grandes deformidades. Los perversos resultados de la técnica fueron tan frecuentes que se llegaron a conocer como la “amenaza de la parafina”.
La década de 1920 marcó un antes y un después en la cirugía estética. De hecho, el camino para llegar al trasplante de cara comenzó con los conocimientos que los cirujanos adquirieron en las dos guerras mundiales. Por paradojas de la Historia, la ausencia de España de la primera contienda hizo que nuestros especialistas tardaran más tiempo en poner al día sus conocimientos quirúrgicos. Jaime Planas recuerda que, cuando volvió de Estados Unidos en 1949: “La especialidad de Plástica no se conocía en nuestro país”.
La medicina del otro lado del Atlántico iba 20 años por delante, lo que tenía implicaciones muy directas en la vida de los pacientes: “Un año antes de emprender mi viaje, amputé el muslo a una viejecita que sufría quemaduras en toda la pierna porque esta era la única solución que conocíamos; a los pocos días de llegar a América vi a un paciente que tenía las dos piernas totalmente cubiertas de injertos, también por haber sufrido quemaduras”.
Redacción QUO
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