Una estatua en Bolonia presenta a Tagliacozzi sosteniendo una nariz en la mano. También ha pasado a la historia por ser uno de los primeros médicos en los que la Iglesia católica fijó su mirada, y no precisamente para alabarlo.
El Vaticano le excomulgó por “interferir en la obra de Dios”, una forma eufemística de condenarle por intentar corregir con el bisturí las deformaciones que provocaba la sífilis. La condena se extendió al resto de intervenciones que de alguna forma “corregían” la obra de Dios, el cuerpo, y condicionó la evolución de la especialidad hasta bien entrado el siglo XX.
El maestro de los cirujanos estéticos españoles, Jaime Planas, recuerda la cara de horror de las monjas y de alguna enfermera de los hospitales cuando operaban. Corría la década de 1940; hasta 1967, la especialidad no se quitó de encima la condena. “El papa Pío XII reunió a todos los cirujanos plásticos que habíamos ido a Roma a un congreso y nos dijo que nuestra obligación era hacer nuestro trabajo, y hacerlo bien, procurando satisfacer a toda la gente que vive intranquila por problemas o por defectos físicos”.
A partir de entonces comenzó a leerse en la entrada de las consultas: “Especialista en Cirugía Estética”, y las intervenciones dejaron de ser el secreto mejor guardado. Phillis Diller fue la primera actriz que en 1971 rompió el tabú al hablar en público y sin tapujos sobre sus operaciones. “Las únicas partes originales de mi cuerpo son los codos”, sentenció. Si Phillis Diller, como otras estrellas de la gran pantalla, pudo retocarse de la cabeza a los pies, fue gracias a los avances que se produjeron en un siglo, el que discurre de 1840 a 1950.
En este período se introdujeron prácticamente todos los procedimientos para cambiar el cuerpo que se conocen ahora, y que después, lógicamente, se han perfeccionado: Eugen Hollander hizo en 1901 el primer lifting; en 1906 se operó por primera vez el párpado; en 1912, la papada y los pómulos; y en 1920 ya se “rejuvenecía el espíritu” con una operación que hoy muchas clínicas siguen presentando como una novedad: inyecciones de grasa.
Sus efectos, según los narraba en 1926 el cirujano Charles Willi, podía contarlos un médico hoy: “Una mujer entra en el estudio con el ceño fruncido y unos minutos más tarde ha desaparecido; entra con dos líneas nasolabiales como si hubieran sido cortadas con un cuchillo, y con un pinchacito los surcos quedan llenos para siempre”.
En la segunda mitad del siglo XIX hubo dos descubrimientos que fueron determinantes: la anestesia y la antisepsia.
William Thomas Green Morton descubrió los efectos anestésicos del éter en 1846, pero lo que más hizo avanzar a la estética fue su desarrollo posterior, la anestesia local (1880), porque este hallazgo significó que el paciente ya no corría peligro de morir en una intervención con anestesia general.
Además, podía seguir la operación, un hecho muy importante porque, según los especialistas, la percepción de autotomía de la persona que se opera es un factor fundamental en la popularidad que han venido adquirido hasta ahora las operaciones “de la felicidad”.
Redacción QUO
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