El bailarín Joaquín Cortés, el cantante Miguel Bosé y el diseñador Jean-Paul Gaultier han aparecido más de una vez vestidos con falda. Diseñadores como Yamamoto, Armand Basi y Kenzo están empeñados en “quitar los pantalones” a los hombres. Incluso el Museo Victoria & Albert de Londres tiene una exposición titulada Hombres con falda.
A pesar de todo, los varones sólo recurren a esta prenda cuando se disfrazan para divertirse. O si no les queda más remedio, como le sucedió en el siglo XVIII a Charles d’Eon, un espía francés que tuvo que vestirse de mujer para viajar por Europa.
Y es que este disfraz es, posiblemente, el más universal de todos, desde la antigüedad clásica. De hecho, en los dramas griegos y romanos, y en la época isabelina, todos los papeles de mujeres eran representados por hombres, que se vestían con prendas femeninas.
Precisamente es en el teatro donde tiene su origen el hecho de que los integrantes del sexo masculino se engalanen como féminas. Por ejemplo, la frase “ir de trapos” fue, en su origen, teatral y aludía al hecho de que los hombres utilizasen trajes de mujeres para representarlas. En realidad, lo hacían para escandalizar y burlarse de los estereotipos establecidos. Una motivación que todavía continúa vigente en nuestros días.
Elemento transgresor
En una sociedad como la occidental, con una larga tradición judeocristiana, donde los roles del hombre y de la mujer están perfectamente definidos y donde la ropa supone una manifestación exterior de la sexualidad –las mujeres con falda, los hombres con pantalones–, la necesidad de transgredir esos patrones establecidos es la principal motivación que lleva a un hombre a disfrazarse de mujer. Como muestra, ya el Antiguo Testamento (Deuteronomio, 22,5) nos advertía: “La mujer no usará lo que pertenece al hombre, y el hombre tampoco se pondrá vestimenta de mujer, pues todos aquellos que lo hacen son abominables a los ojos de Dios”.
Por eso es en el Carnaval, fiesta de la transgresión por antonomasia, cuando más se lanzan los hombres al cambio de papel. Al fin y al cabo, todo disfraz es un rol social con que se simulan comportamientos que no están bien vistos. Y es que en nuestra sociedad, según opina la psicóloga Mª del Mar Fajardo, “las normas sociales son más rígidas para los hombres –no pueden maquillarse, sólo se les permite llevar pantalones, etc.–, por lo que la mejor forma de liberarse es tener un comportamiento opuesto al que se espera de ellos”.
Hacia roles más difusos
Además, el origen de esta festividad es, precisamente, el intercambio de papeles: ya en Roma los esclavos ocupaban el puesto de los señores y viceversa.
Pero incluso en esto los tiempos cambian. Según explica Alberto Ramos Santana, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Cádiz, “que un hombre se vistiese de mujer se consideraba más transgresor hace años que ahora, ya que suponía adoptar un papel absolutamente contrario a lo establecido social y políticamente”. De la misma opinión es Fernando Giobellina, profesor de Antropología de la Universidad de Cádiz, quien afirma que en la actualidad la diferencia de roles ya no es tan rígida: “Los chicos llevan pendientes, pelo largo… Posiblemente haya menos hombres que se disfracen de mujer que hace 40 años. Antes había más necesidad de salir del encasillamiento (el hombre macho)”.
Aun así, esta conducta cumple una función sociológica. Como explica el antropólogo Alfonso Muñoz Goemes, debe haber un intercambio de roles para que se rompa la estructura restrictiva de la sociedad, se produzca una liberación y luego todo vuelva a su sitio.
Atracción por lo femenino
Pero hay otras muchas razones por las que a los hombres les gusta disfrazarse de mujer. El sociólogo Enrique Gil Calvo tiene una teoría en la que se da una curiosa paradoja: por un lado, los hombres sienten una atracción sexual por los signos de feminidad, y canalizan ese deseo a través del disfraz, porque de este modo ven en sí mismos lo que desean en la mujer y es una forma de apropiarse de lo que se desea (los atributos femeninos).
Muchas veces responde también a un deseo de parecerse a algo que se valora y admira. En este sentido, la escritora Elizabeth Badinter hizo una reflexión sobre por qué muchos varones envidian al sexo opuesto: “ser hombre implica un esfuerzo que parece no exigírsele a la mujer. Al varón se le desafía permanentemente con un “muestra que eres hombre”, y esta demostración exige unas pruebas de las que la mujer está exenta”.
Por otro lado (y aquí está la paradoja), también puede ser un signo de misoginia, cuando lo que se pretende es parodiar y ridiculizar a las mujeres. De ahí que todo se exagere: labios pintarrajeados, pechos y trasero enormes… Una frase que resume este dilema sería: “las mujeres son despreciables porque las deseo”. “En realidad, los hombres que se disfrazan por este motivo intentan neutralizar su temor a la mujer, que ven como una vulva dentada que puede manejarles a su antojo con sus armas sexuales”, explica Enrique Gil Calvo.
Ahora bien, todo esto entra dentro de lo habitual y es diferente de cuando un hombre sólo se excita sexualmente contemplando o vistiéndose con lencería femenina. “Aunque únicamente podría hablarse de trastorno, si la necesidad masculina de vestirse de mujer habitualmente interfiere en su vida cotidiana”, aclara la psicóloga Mª del Mar Fajardo.
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