La semana pasada me sorprendió la inscripción en una típica pizarra de bar: “Helados de fresa, vainilla, chocolate. Proteínas”. Esta última palabra destacaba en otro color, enmarcada por una especie de estrellas. A todas luces aquello era un reclamo, que adquirió su sentido cuando me di cuenta de que la cafetería se situaba junto a un complejo deportivo. El uso de suplementos proteínicos se ha extendido en los últimos años entre los asiduos del gimnasio. Un 28% de ellos consume habitualmente los preparados en polvo, cifra que aumenta hasta el 42,7% en el caso de los hombres, según un estudio de Antonio Sánchez Oliver, de la Universidad de Granada.
A ellos hay que sumar las barritas, geles y batidos con los que se pretende, en primera línea, cuidar el aspecto físico y, después, mantenerse saludable. Pero ¿hasta qué punto son necesarios? “Únicamente cuando la dieta del deportista es pobre en proteínas, o cuando la modalidad deportiva necesita un aporte difícil de conseguir con la alimentación”, afirma Francisco Miguel Tobal, profesor de Medicina del Deporte en la Universidad Complutense de Madrid.
Como ejemplos cita 4.000 kilocalorías diarias que necesita un halterófilo y las más de 5.000 de un fisioculturista. En ninguno de los casos esos preparados sustituyen a ninguna comida, “algo que la gente no quiere entender”, especialmente en el mundo del deporte. En cuando a los abonados a los gimnasios, deberían tener suficiente con una dieta equilibrada y bien pausada. “Solo quien se dedique al aumento de masa muscular, con unas dos horas de ejercicio diario seis días a la semana, tendría que añadir a esa dieta otras proteínas”, argumenta el doctor. Por supuesto, siempre con vigilancia médica, porque el consumo sin control puede traer disgustos.
Los ingredientes de esos productos preparados proceden de sustancias naturales: sobre todo, el suero (isolatada) y la caseína de la leche, y el huevo. Su origen animal puede aumentar el colesterol y el ácido úrico, pero “lo que nos tiene muy asustados en el mundo de la ciencia médica es que pueden provocar insuficiencia renal crónica a medio plazo”, advierte Miguel Tobal.
La alternativa de los derivados de soja se vio cuestionada hace unos años, cuando varios estudios indicaron que potenciaban los estrógenos, pero no la testosterona (por lo que no resultaban ideales para sacar tableta), y ahora se está probando con la proteína del guisante. En cualquier caso, la asociación de estos componentes nutricionales con una buena figura y un aspecto saludable ha traspasado las fronteras deportivas y ya han empezado a engrosar la lista de ingredientes de los alimentos habituales.
Colágeno y larvas de hormiga
“Sin embargo, en los países desarrollados ya estamos siguiendo una dieta hiperproteica”, asegura Francisco Miguel. “Los productos enriquecidos con más proteína no tienen ningún sentido, salvo el comercial”. Desde luego, esa intención ha arraigado en EEUU: batidos, yogures, leche, cereales, pan y todo tipo de alimentos enriquecidos inundan las estanterías en una oleada que ya apunta hacia nuestras costas (léase mercado).
En ese nuevo nicho, Pepsico lleva tiempo anunciando un nuevo producto con colágeno que “despertará especialmente el interés de las mujeres, ya que asocian esa proteína con la desaparición de las arrugas”, según manifestaba recientemente la experta en nutrición Kantha Shelke en el último simposio sobre bienestar del Instituto de Tecnología Alimentaria (IFT) estadounidense. Allí aludió también a la expansión de productos en los que tanto chefs como fabricantes están encontrando alternativas. Los escamoles –unas larvas de hormiga–, por ejemplo, oriundos de la gastronomía mexicana. En España pueden degustarse en temporada (en torno a Semana Santa) en el restaurante madrileño Punto MX.
Aunque la moda no es la única razón para ingerir insectos. La incidencia de alergias alimentarias, especialmente a los componentes del huevo y la leche, y la gran huella medioambiental de la producción de carne han provocado la búsqueda masiva de proteínas en otras fuentes. La propia Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) lleva desde 2003 promoviendo la entomofagia (ingesta de insectos) como un arma tanto para luchar contra la desnutrición en el mundo como para disminuir nuestra huella ecológica, y ha implantado un Programa de Insectos Comestibles para investigar cómo generalizar su consumo. Uno de sus informes destacaba que muchos son ricos también en grasas buenas y tienen un elevado contenido en calcio, hierro y zinc. No en vano, aseguran, en muchos países forman parte del menú habitual y 2.000 millones de personas consumen unas 1.900 especies.
Junto a ellos, se investigan las propiedades de cultivos tradicionales, como la quinoa, base de la alimentación andina hasta la llegada de los conquistadores, con la ventaja de que podrían cultivarse en climas frescos y húmedos. Las semillas de chía (cereal azteca con alto contenido en omega 3) y los higos chumbos también se encuentran en la lista de candidatos.
Engañando al paladar
El principal escollo para el éxito de muchas de estas opciones en el mundo desarrollado reside en el rechazo inicial ante su textura, aspecto o sabor desacostumbrado. Por eso, la tecnología de los alimentos se esfuerza en camuflarlos como ingredientes de otros artículos, en lugar de ofrecerlos tal cual. A la chía, por ejemplo, se la está preparando como sustituta de la gelatina, la empresa Hampton Creek ha creado una versión vegetal del huevo destinada a salsas y bollería, y la empresa Alacant fabrica para el mercado alemán helados con altramuces en lugar de leche, según una receta desarrollada en el Instituto Fraunhofer. Con la misma materia prima, este instituto ha cocinado ya barras de pan y salchichas bajas en colesterol.
En cuanto a las alternativas más resistentes a nuestro gusto, ya existen granjas de insectos destinadas a convertirlos en harina para alimentos procesados. La Unión Europea y el Gobierno de Holanda financian iniciativas para promover esta llamada microganadería. Y para los más osados, la empresa Tiny Farms ofrece kits para montarte tu propio negocio bajo el modelo open source.
Si aun así piensas que no podrías vivir sin carne, Mark Post, de la Universidad de Maastricht (Países Bajos), puede tranquilizarte. A partir de unas células madre del músculo de una vaca consiguió criar en el laboratorio suficiente carne como para una suculenta hamburguesa. Para que puedas seguir mimándote mientras respetas el medio ambiente.
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