Por teléfono, Gema y Rosa Toledano tienen la misma voz, la misma entonación y la misma risa. Porque ríen mucho, y así me reciben en casa de su padre. Los pañuelos de distinto color en la cabeza y cierta diferencia de peso, que después explican como debida a los corticoides, enmascaran un parecido más que fraternal: son gemelas. “Siempre hemos estado muy unidas, todo lo hemos vivido juntas, y ahora también esto”.
“Esto” es el descubrimiento de una grave amenaza a sus vidas. En cada una de sus células, uno de los soldados del ejército que debe activarse para atajar cualquier conato de tumor está alterado.
Técnicamente, padecen una mutación en el gen BRCA2. Y en algún momento, quizá mientras Gema preparaba canapés para un conocido catering madrileño, ese soldado no pudo cumplir su misión, ni fue reemplazado por otro. Como consecuencia, en 2013, con 34 años, encontró un bulto en su pecho izquierdo, acudió al Hospital Universitario Rey Juan Carlos de Móstoles (Madrid) y recibió un diagnóstico cuyo significado conocía muy bien: cáncer. Aún tenía recientes las fatales enfermedades de su madre (médula) y su tía materna (ovarios).
Le extirparon esa mama. Pero a Mauro Oruezábal, Jefe del Servicio de Oncología Médica y responsable de la Unidad de Consejo Genético y Cáncer Familiar de ese hospital, le llamaron la atención su juventud y un historial familiar que incluía el cáncer de huesos del abuelo paterno y los fallecimientos tempranos de los maternos. Por eso, le ofreció realizarse un análisis genético que, a partir de una muestra de sangre, pudiera aclarar si su tumor tenía un origen hereditario. Lo cubriría la Seguridad Social, y los resultados tardarían ocho meses en llegar. “Técnicamente, se pueden tener en dos; son los trámites burocráticos los que lo alargan tanto”, aclara el doctor.
De hecho, un nuevo acontecimiento acortó la espera de Gema. Ante las sospechas del oncólogo, su hermana se hizo un chequeo. En su pecho izquierdo, aún imperceptible al tacto, crecía un tumor. La hipótesis de la herencia ganaba peso y ahora corría prisa aclarar su naturaleza, ya que el resultado determinaría cómo abordar la inevitable operación.
Si el test se realiza antes de la cirugía, se pueden evitar operaciones y radioterapia innecesarias
Precisamente esa premura llevó a Rosa a realizar el test en un laboratorio privado. 2.000 euros a cambio de llevar sus resultados a Oruezábal solo dos semanas más tarde. Él confirmó que el responsable del cáncer de Rosa era un BRCA2 mutado. ¿Qué quiere decir esto? Las mujeres portadoras de mutaciones en ese gen, o en el BRCA1 (otro soldado antitumoral, que heredó e hizo famoso Angelina Jolie) tienen un “riesgo del 50% de desarrollar cáncer de mama y un 20% cáncer de ovario en nuestra población”, explica Miguel Urioste, investigador del Programa de Genética del Cáncer Humano en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO). Además, pueden aumentar la propensión de otros tipos de cáncer: trompas de Falopio y peritoneo, en los hombres de próstata y mama, y en ambos sexos de páncreas. Los dos se transmiten por igual del padre o la madre a hijos e hijas, siempre con un 50% de probabilidad. Una estadística capaz de convertir en tremendos dramas las vidas de las familias afectadas. Aunque no son los únicos responsables. Urioste destaca que “en un 60-70% de las familias que cumplen los requisitos para tener cáncer de mama y ovarios hereditario, desconocemos los genes o combinaciones de genes que los causan”.
Y ahora, ¿qué?
Para empezar, en el análisis de Gema se enfiló directamente el BRCA2, por eso sus resultados fueron más rápidos. Estaba mutado.
Pero esa confirmación hacía pensar en que su tía también habría sido portadora y tenía consecuencias para toda la familia. Por una parte, “nos dijeron que convenía que nuestros tres hermanos, así como nuestro tío y primos maternos, también se hicieran la prueba”. Todos decidieron hacerla. Hasta la fecha, ya saben que dos de sus hermanos son portadores, y ni el otro ni el resto de la familia presentan la mutación. En los hombres, el mal funcionamiento del BRCA2 eleva la propensión al cáncer de mama mucho menos que en las mujeres, solo un 5%, pero mucho más que en la población general (0,01%). Pero el aumento del riesgo de cáncer de próstata es cinco veces mayor que el del resto de los hombres (hasta siete veces antes de los 65 años). “La recomendación en estos casos es el seguimiento con análisis y, a partir de los 40 años, mamografías anuales” explica Oruezábal.
Un tumor de mama a los 34 años y un historial de cáncer en la familia hicieron sospechar del origen hereditario
Para Rosa y Gema existía la opción de la vigilancia intensa y permanente: ecografías, mamografías y resonancias magnéticas para intentar descubrir a tiempo cualquier nuevo tumor incipiente. También de ovarios, con ecografías y análisis de marcadores tumorales, solo que estos órganos “se vigilan muy mal, a pesar de las pruebas, y cuando se detecta está en estadios muy avanzados”, advierte Urioste. Pero quedaba otra opción: cortar por lo aún sano. Extirpar ambas mamas (ya solo una en el caso de Gema), ovarios y trompas. Una medida que se conoce como cirugía reductora del riesgo y que situaría sus probabilidades de padecer cáncer de mama y ovarios incluso por debajo de las de las mujeres con BRCA2 intactos.“Y al quitar los ovarios, como la mama depende hormonalmente de ellos, disminuye notablemente el riesgo de cáncer de mama. Casi a la mitad”, según el genetista del CNIO. Las mamas se sustituirían por unas prótesis y un tratamiento específico intentaría paliar los efectos de una menopausia repentina y demasiado temprana sobre el organismo.
Renunciar a los hijos
A pesar de lo peliagudo de la decisión, las hermanas Toledano no recuerdan un atisbo de duda: todo fuera. A Rosa, que aún debía librarse de su tumor, se le planificó la operación con esa decisión ya tomada, lo que le ahorró una intervención. Sin embargo, necesitaría quimio y radioterapia, porque el denominado ganglio centinela (el más próximo al tumor) había resultado afectado; es decir, algunas células tumorales podrían haber iniciado un intento de expansión hacia otros destinos en el cuerpo y había que contraatacar. Como no conviene insertar las prótesis definitivas hasta que ese tratamiento termine, salió de la operación con unos expansores “que te ayudan mucho psicológicamente. Son como globos para que la piel permanezca estirada, que van rellenando de líquido a través de unas válvulas. Cuando las vi, pensé: mira, qué rajitas tan monas me han dejado”.
Menos gracia le hacen los síntomas de una menopausia a los 35 años: “Sofocos, cambios de humor, una irritabilidad tremenda”, y apostilla con una explicación que, de pronto, escucho a dos voces: “… Es que te quitan todo lo de la mujer”. Durante la conversación, Gema y ella coinciden en sus expresiones a menudo. Aunque hay un tema que las diferencia de manera relevante: los hijos.
Cuando a Rosa le propusieron quitarse los ovarios ya había “cumplido sus expectativas reproductoras”, como las llaman los protocolos, con dos niños de 6 y 3 años. Pero Gema no se había planteado seriamente la cuestión de la maternidad, se la encontró de golpe en la consulta del oncólogo. Y tuvo que decidir con no poca dificultad, porque los ginecólogos le recomendaron conservar otros cuatro años ovarios y trompas, tanto por la posibilidad de ser madre como por efectos como la pérdida de calcio y el deterioro de la piel. Pero “yo no sabía si iba a querer quedarme embarazada en esos cuatro años, ni si iba a lograrlo”. Por eso decidió someterse a la cirugía de la otra mama, ovarios y trompas, que aún tiene pendiente. “Es una decisión difícil, pero desde el principio pensé que esto es así y hay que aceptarlo. A mí no me importa el pecho, yo lo que quiero es vivir, y esto salva tu vida. Ahora estoy deseando que termine todo, volver al trabajo y seguir como antes, aunque no sea exactamente igual.”
Una enfermedad compartida
Igual de claro lo tuvo desde el principio la también madrileña Silvya Ortega, aunque ella habría deseado un tercer hijo “que habría vuelto locos a los otros dos. Les encantan los bebés”. Un dolor punzante al darse la vuelta en la cama una mañana de agosto, en 2011, fue el primer indicio del nuevo rumbo en su futuro. La mano guiada por la molestia detectó un bulto y dos meses después comenzaban nueve de dura quimioterapia para reducir un tumor en el pecho izquierdo, seguida de la extirpación del cuadrante inferior del mismo y de 33 sesiones de radioterapia. No fue hasta dos años más tarde, en una revisión, cuando su oncólogo de la Fundación Jiménez Díaz le habló del test genético.
El único antecedente de la enfermedad en su familia, de colon, había causado la muerte a su abuela paterna, pero el tipo de tumor y la edad de Sylvia al descubrirlo, 41 años, hicieron sospechar al especialista. Antes de pedir su aprobación, la genetista “me dejó claro que tendría que a saber muy bien lo que significa el resultado y afrontar lo que implica”, recuerda. “Yo dije que sí sobre todo para ayudar a mis hermanas y por mis hijos”. Ella es la mayor de cinco hermanas, ningún chico. Tres meses después recibía su confirmación: positivo en BRCA1. “Tuve muy claro que quería quitármelo todo, porque la alternativa –someterme a pruebas y resonancia magnética periódicas– era un sinvivir. Lo único que me hizo dudar un poco era el temor a la operación, sobre todo por mis hijos”. En su segunda intervención, a Silvya le extirparon ovarios y trompas, y en una tercera las mamas y le colocaron expansores que debían estirar la piel para aumentar un poco el volumen que tenía antes de que apareciera el tumor: “Ya que tenía que pasarlo, pedí algo un poquito mayor”. Tras algunas complicaciones, ahora está a la espera de las prótesis definitivas, la reconstrucción de los pezones y el final de este episodio, que dejará solamente los capítulos de las revisiones periódicas.
Sus hijos podrán hacerse el test para saber si tienen la mutación a partir de los 18 años, bien informados y solo de forma voluntaria
Pero ¿y sus hermanas? Tanto ellas como sus padres acudieron a hacerse las pruebas. El mismo día que la madre y la segunda descubrían que no portaban esas mutaciones, el padre y Cynthia, la pequeña, se enfrentaban a la tarea de asumirlas. No solo eso; la tercera hermana, Beatriz, recibía el resultado de un chequeo previo al análisis en el Hospital Universitario Infanta Leonor, en su distrito de Vallecas: “El mismo tipo de tumor que mi hermana, en el mismo pecho, en el mismo sitio y con la misma edad”. También se debía a la mutación genética que recibieron de su padre, quien ahora también se encuentra en seguimiento. “Se me cayó el mundo encima” es la expresión que utilizan las tres hermanas para expresar la sensación de ese momento. Acababan de vivir con la mayor lo que esta denomina “una enfermedad muy compartida”, donde todo el mundo ofrecía su interés y su apoyo. Pero ahora las mutaciones, la radioterapia, las vías, los sofocos, las hormonas y los expansores reclamaban el dominio de la sobremesa a los noviazgos de primos, trabajos de cuñados y recetas para el menú de Navidad.
Sobre todo, conocían las dificultades y el sufrimiento, y Silvya se vio asolada por el resquemor de “no haberle podido ahorrar a mi hermana lo que yo había pasado. Para eso me hice las pruebas. Con Cinthya lo conseguí, pero con Bea”, solloza esta mujer serena y optimista, “no llegué a tiempo. Por muy, muy poquito”.
Adelantarse al reloj
Mauro Oruezábal, que lleva también a las hermanas Ortega, vuelve a aludir al tema de los plazos en el análisis genético. En la Seguridad Social se prescribe cuando ya ha aparecido un caso de cáncer en una persona con ciertos requisitos, y después de su cirugía, pero “con ello ya se ha comprometido el tiempo de vida de la paciente que ha desarrollado el tumor”, afirma. “Sin embargo, cuando se diagnostica la mutación antes de que este se forme, los pacientes tienen la misma esperanza de vida que el resto de la población”. Por eso, él propone adelantar el test. Teniendo en cuenta que la incidencia de mutaciones en BRCA1 y BRCA2 en la población europea es 0,3%, en España deberían ser portadoras unas 150.000 personas. “Pero solo se realizan unos 600 análisis anuales”, calcula.
En España debería haber unas 150.000 personas con esas mutaciones, pero apenas se analizan 600 al año
Por otro lado, los criterios para detectar a estas personas sanas, pero propensas a uno de los 200 síndromes de cáncer hereditario que se conocen, no han calado aún en la atención primaria. La propia Beatriz Ortega es testigo. “Cuando acudí a mi médica de familia con el informe genético de mi hermana Silvya para pedir un chequeo, se negó a prescribirlo, porque, al no tener 50 años, no estaba en la franja de edad” a la que corresponden esas pruebas en la población general. Solo tras mucha insistencia por parte de Bea, accedió a su petición.
Por eso, en la Asociación Española de Genética Humana (AEGH) “estamos trabajando con médicos de atención primaria para que sepan identificar a los pacientes candidatos a una valoración de consejo genético y a qué unidades remitirlos”, explica Urioste, también coordinador de la Comisión de Cáncer Hereditario de dicha Asociación. Y en ningún caso se recomienda acudir directamente a un laboratorio a título particular para solicitar este tipo de pruebas. Resulta esencial la interpretación de un especialista, porque estos tests “constituyen una potente herramienta que necesita de buena tecnología y expertise [pericia] humana para ofrecer el máximo rendimiento”, en opinión de Judith Balmaña, responsable de la Unidad de Consejo Genético en el Hospital Vall d’Hebron (Barcelona). Destaca que lo más importante es buscar la utilidad clínica de la información que se obtiene con ellos.
Una noria de sensaciones
Para Beatriz la tuvo. Su operación se planificó para salir sin tumor, pero también sin ovarios, trompas ni mamas, y con unas prótesis definitivas en su lugar. “Así se evitan muchas percepciones desfavorables a las pacientes, que suelen destacar el verse sin mamas como lo que más les ha afectado en el proceso”, argumenta Oruezábal. Pero una infección obligó a retirar las prótesis a los dos meses. “Creo que ha sido el palo más duro que me llevé”, explica mientras despliega ante mí “la noria de sensaciones” en que la ha embarcado todo esto. La sospecha del diagnóstico, el alivio de “vivir para contarlo”, la contrariedad de la quimio, el apoyo incondicional de los suyos “sobre todo, de mi marido y de mi padre”, la falta de ovarios y trompas, que no le afectó en cuanto a la descendencia, pero que “me hace sentir mutilada. No tanto por mí como por mi marido y mi hija. Es un proceso duro, una dicotomía rara, y te tienes que hacer a ella”. Porque, eso sí, al final de cada frase reaparece la determinación de seguir adelante, y un tono jocoso incluso para relatar el martirio de los sofocos. Consciente de que el proceso de reconstrucción sigue, resume: “Pero me considero afortunada, porque se me ha detectado a tiempo. Ahora mi prioridad es estar bien con los míos y disfrutar día a día”.
Mucho más a tiempo, como decía Silvya, se llegó con su hermana Cinthya, la pequeña, de 37 años. Menuda y decidida, puro nervio, supo “desde siempre, que yo tenía la mutación, porque me parezco muchísimo a la mayor”; y que iba a seguir sus pasos: “Tienes dos carreteras para ir al trabajo, necesitas la misma gasolina y son los mismos kilómetros, pero en una hay un 1% de probabilidades de tener un accidente y en la otra, no. ¿Por cuál te vas? Pues blanco y en botella”. Eso sí, en los tres meses hasta que tuvo el resultado, adelgazó once kilos. “Yo estaba preparada para meterme en un quirófano y que me quitaran lo que me tuvieran que quitar, pero después de haber visto a mi hermana, no para una quimio. Sobre todo por mis hijos”. Una vez más. De estas cinco mujeres, es la única que ha decidido renunciar a parte de su cuerpo estando completamente sana. “Mi otra hermana, Mónica, la cuarta, que no tiene la mutación, no lo entendía; ella habría optado por la vigilancia”. Su ginecóloga tampoco veía bien su renuncia a los ovarios tan pronto. “Pero le dije: ¿Tú me garantizas que van a estar libres de tumores? Pues entonces yo decido entre tener osteoporosis o tener cáncer”.
El futuro
Las cinco mujeres de este reportaje miran hacia adelante con esperanza, pero también con preocupación por la siguiente generación. Sobre todo, las madres de niñas, Bea y Silvya. Como este síndrome no se presenta en menores, las pruebas genéticas no pueden realizarse hasta los 18 años, y siempre de forma voluntaria. En caso positivo, “el seguimiento comienza con observación a esa edad y pruebas de imagen a partir de los 25 años”, explica Urioste. Y siempre se puede recurrir al diagnóstico preimplantacional para evitar que el legado siga propagándose. Cuando se quiere tener hijos, se realiza una fecundación in vitro en la que, cuando los embriones tienen ocho células, se selecciona uno sin mutación para transferirlo al útero. Rosa tiene claro que “si hubiera podido, habría cortado la cadena en mí”, pero las hermanas Toledano tienen grandes dudas de haber recurrido a esta posibilidad.
Sin embargo, confían en que la ciencia favorezca a sus hijos. “La investigación se dirige a afinar el cálculo del porcentaje de riesgo según la persona y la edad, a buscar medicamentos más eficientes y menos tóxicos, y a perseguir formas de revertir la acción genética”, explica Balmaña. Rosa, Gema, Silvya, Bea y Cynthia ya se consideran favorecidas, y han querido ayudar a otros con sus historias y una sesión de fotos llena de ternura, valentía, belleza y muchas risas.
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