Rubén Garrido-Yserte, Universidad de Alcalá
En estos últimos días, los medios de comunicación españoles han estado informando de que en Portugal se pueden adquirir mascarillas quirúrgicas a un precio bastante más bajo del que se venden en España, lo que ha generado un cierto debate sobre el tema.
De hecho, algunos hablaron del turismo de mascarilla, haciéndose eco de lo rentable que es para los extremeños comprar este artículo pasada la frontera.
Resurge el tema, coincidiendo con la presentación del proyecto de presupuestos, en relación con la tributación por IVA de este tipo de bienes. Cuesta entender que un artículo de primera necesidad, cuyo uso correcto es indispensable (e implica cambiar de mascarilla con frecuencia para que no merme su eficacia), tribute al tipo del 21 por ciento y no a un IVA más reducido.
La justificación de que el IVA es un impuesto comunitario que no deja margen de discrecionalidad choca con la evidencia de una tributación distinta y más baja en otros países sometidos a la misma legislación.
Una simple operación aritmética permite comprobar que poner el acento en las diferencias de tributación para conseguir que los precios se equiparen no es una medida efectiva. Esto es así por dos razones fundamentales:
En abril el Gobierno decretó precios máximos para determinados productos sanitarios, pues la escasez del momento estaba llevando a fijar precios de mercado muy altos.
Los precios altos son un síntoma de tensiones en los mercados: muchísima demanda que se agolpa en un momento con una oferta que no responde a la misma velocidad.
Pasados unos meses esa tensión parece haberse resuelto con mayor oferta. De hecho, las mascarillas quirúrgicas no alcanzan el precio máximo que se fijó entonces (0,96 céntimos). Esto es, sin duda, una buena noticia.
Establecer un precio público tiende a producir lo que los economistas conductuales conocen como efecto ancla. Anclar un precio es un ejercicio que hacemos los consumidores continuamente y que define las políticas de precios que realizan las empresas: los precios normales, los precios psicológicos (19,90 y no 20€, por ejemplo), el efecto túnel (el colocar el precio de lo que quieres vender entre dos opciones, una barata y la otra cara), forman parte de la estrategia de las empresas para sacar el máximo beneficio a sus productos.
Dan Ariely, profesor de psicología del consumo en varias universidades americanas (MIT, Berkely, Duke…) ha publicado sobre el tema en revistas especializadas y en libros de divulgación. En uno de ellos, “Las trampas del deseo” (Ariel, 2008), expone el poder mágico (psicológico) que tienen los precios, explicando por qué existe la creencia de que una aspirina de 1 céntimo no puede curar igual que una de 50 céntimos. Al menos así lo creen muchos consumidores.
Si las políticas públicas tuvieran en cuenta los hallazgos de la economía conductual, quizá podrían articularse medidas más efectivas o reducir los efectos no previstos pero indeseables de anclar un precio demasiado alto para una situación de normalidad.
Fíjense, se puede argumentar que ya compramos una mascarilla que es un 37% más barata que la del precio máximo. Y es cierto. Pero también es verdad que es un 500% más cara que las que adquieren nuestros vecinos portugueses.
Es necesario renovar los esfuerzos para conseguir que el mercado empiece a ofrecer productos más baratos. Romper esta normalidad del precio psicológico de los veinte duros (0,60 céntimos) se consigue fomentando la competencia para aumentar la oferta (con los mismos requisitos técnicos por supuesto) con más empresas fabricantes, más importadoras, con políticas de compras públicas, etcétera.
Aumentar la oferta hará que los precios (que ahora están bastante estabilizados) tiendan a bajar y hará el producto más accesible para las familias de menores rentas, justo lo que pretendía la resolución de 23 de abril cuando, en plena ola de contagios, estableció un precio máximo de 0,96 céntimos de euro para las mascarillas quirúrgicas.
Rubén Garrido-Yserte, Director del Instituto Universitario de Análisis Económico y Social, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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