Pero se muerden la lengua, para no provocar otro incidente. Una pena, porque las meteduras de “gamba” internacionales son las que animan la política, y son las que mueven el mundo desde siempre. Por lo pronto, una simple frase de cinco palabras, como la del Rey, ha logrado que Venezuela amenace con nacionalizar las participaciones del Banco Santander y del BBVA, que saca de allí el 2% de sus beneficios, y que Chávez jure ante ese cuadro caricaturesco de Simón Bolívar que tiene en el despacho que va a mirar con lupa los negocios de Telefónica. Por si no le estaba saliendo ya suficientemente caro a Moratinos llevarse bien con ese país –y venderle aviones– sin permiso de George W. Bush.
Asuntillos exteriores. Y así llevamos siglos. Si hacemos caso a los escritos homéricos, ya hacia el XII a. de C., el príncipe Paris de Troya (o Ilión) se presentó ante el rey de Esparta para unos asuntillos diplomáticos entre troyanos y espartanos, y acabó liándola –nada que ver con la palabra Ilíada– en forma de guerra. El espartano debía ser brioso, y se enamoró nada menos que de Helena, la mujer más bella según la mitología. Tanto fue así, que la raptó y, claro, de altercado nada: guerra. Allá que se presentó el ofendido Menelao y comenzó la famosa maquia (lucha en griego) del caballo de batalla y demás hazañas. Luego está ese rango de gobernantes que si no les ofendes, da igual, porque ya se ofenden ellos solos. 15 de agosto de 1914, Panamá, todos de punta en blanco, delegaciones de todo el mundo. El presidente a la sazón, Belisario Porras Barahona, estaba visiblemente indignado porque ciertos países europeos no habían enviado una representación de su Marina a la histórica apertura del Canal. Se planteó incluso declarar las hostilidades a todos ellos por tamaño desaire diplomático. “Frena”, debió decirle alguien a tiempo: uno de esos países era Suiza, que, aparte de no tener mar –ni ahora, ni entonces–, no poseía flota (aunque hoy la cosa ha cambiado).
Total por unas bombas. Mal año para la diplomacia aquel de 1914, desde luego. Austria-Hungría dominaba Bosnia-Herzegovina. De vecina tenía una Serbia ya independiente pero con ansias de anexionarse esa región balcánica. El 28 de junio, el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, fue a presidir unas maniobras militares de su Ejército en Sarajevo. Al volver, yendo hacia un acto al Ayuntamiento, le arrojaron dos bombas. Sin éxito: sobrevivió.
A la segunda. SÍ Llegaron al consistorio y tuvo que oír cómo el alcalde entonaba una loa al Imperio y a su persona. “¿Cómo?”, interrumpió sin aguantarse: “¡Vengo como visitante y se me recibe con bombas!” Claro, normal que el príncipe estuviera indignado con el cinismo bosnio. Pero se equivocaba: realmente, detrás del asunto estaba el Ejército serbio, que quería provocar un incidente internacional. Y así fue. Al rato, varios disparos de un tal Gavrilo Princip acababan con su vida y desataban lo que buscaban: una Gran Guerra que se llevó por delante a ocho millones de personas en medio mundo. Hitler debió aprender mucho de aquello de montar bronca interfronteriza para detonar guerras, y lo aplicó 25 años después con el “incidente Gleiwitz”. estaban durmiendo los 34.000 habitantes de este principado sin ejército. ¿Una provocación? No. Habla el portavoz del Ejército suizo: “Fue un despiste”. Responde el ministro de Exteriores de Liechtenstein, quitándole hierro al lance: “Ni nos dimos cuenta. Como no nos atacaron con helicópteros, o cosas así…” De sainete.
Redacción QUO
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