Victor Noir (1848-1870)
En el cementerio Père Lachaise de París, sobre la sepultura de un joven periodista y escritor, hay una estatua tumbada y extraordinariamente dotada un poco más abajo de la cintura. En la tumba están los huesos de un jovenzuelo que murió de un disparo en la víspera de su boda. La historia de su vida fue corta, pero la de su muerte, aún hoy, trae cola. Victor Noir era redactor del diario La Marseillaise, una publicación antibonapartista. El joven periodista medió en una disputa entre su redactor jefe y un primo de Napoleón III; el Bonaparte se ofuscó y mató al mensajero. Noir fue enterrado en el cementerio de Neuilly, y allí quedó sepultado hasta su traslado al Père Lachaise, donde se le había preparado una sepultura de honor. La estatua que debía presidir la tumba fue encargada al escultor Amédée-Jules Dalou, y el artista, en un arrebato de realismo, decidió representar la escultura tal y como quedó el periodista en el momento justo de su muerte: tumbado boca arriba y con una portentosa erección que se adivina bajo la tela del pantalón. No se sabe en qué momento ni quién extendió la superchería de que frotar, besar o rozarse con la bragueta de la estatua asegura la fertilidad de la tocadora. El resultado es que todo el bronce de la estatua ha adquirido el lógico color oscuro menos la zona de la bragueta, que brilla de forma insultante de tanto y tan continuado rozamiento. Los comentarios junto a la sepultura no varían mucho. ¡Qué barbaridad!, dicen ellas. ¡Eso es mentira!, replican ellos.
Una momia en el banquillo
Formoso (816-896)
El Papa Formoso cuenta en su currículo el haber sido el único Pontífice desenterrado para regañarle. Formoso coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a un tipo llamado Arnulfo de Baviera, y esto enfadó muchísimo a Lamberto de Espoleto, quien aspiraba a la misma corona. El Papa llevaba sepultado nueve meses cuando Lamberto recuperó el control de Italia y exigió al Papa reinante, Esteban VI, que desenterrara a su predecesor y le juzgara. Fue el principio del célebre show conocido como Concilio Cadavérico, o Sínodo del Terror. En unas condiciones fáciles de imaginar, Formoso, hecho un manojo de nervios, piel y huesos, fue sentado ante un tribunal. Como es difícil sentar a un muerto, le tuvieron que atar al sillón, para que no se escurriera. Se inició un interrogatorio a la momia, que, por supuesto, se negaba a responder. Fue declarado culpable, e indigno servidor de la Iglesia. Luego vino lo de despojarle de las vestiduras, del solideo y de todos los símbolos de su reinado. Fue la momia pontificia más cansada de la que se tienen noticias.
‘Me llevo puesto al muerto’
San Juan de la Cruz (1542-1591)
Conocido de pequeño como Juanito de Yepes, murió en Úbeda (Jaén) el 14 de diciembre de 1591, y como allí murió, allí fue enterrado. Pasados unos meses, una dama segoviana de rancio abolengo, doña Ana de Mercado y Peñalosa, que se había enamorado de Juan cuando se conocieron, se dijo: “Si no lo he conseguido en vida, me lo llevo muerto”. Se empeñó en trasladarlo a Segovia. La doña tenía enchufe en las altas esferas y logró el permiso para exhumar al santo, aunque era sabedora de que aquello no caería bien en Úbeda. Nueve meses llevaba enterrado Juan de Yepes cuando un alguacil abrió el sepulcro con apenas dos testigos que presenciaban de mala gana cómo les hurtaban a su fraile con permiso oficial. Pero el plan se frustró: San Juan estaba tan entero como si hubiera muerto el día anterior, así que se decidió esperar un tiempo. Un año después volvieron a por Juan, que, ya en los huesos, fue guardado en una maleta para viajar hasta Segovia. Úbeda se percató de la maniobra e inició un sonado litigio. El Papa ordenó a Segovia que devolviera lo que se había llevado con nocturnidad y alevosía, pero doña Ana devolvió solo las extremidades inferiores, y el santo quedó repartido. San Juan de la Cruz sabe dónde está su mano derecha, pero no su pie izquierdo.
Por favor, ¿me puede enterrar alguien?
Herbert Marcuse (1898-1979)
El 18 de julio de 2003, las cenizas del filósofo estadounidense de origen alemán Herbert Marcuse fueron enterradas en Berlín. Hasta aquí, nada fuera de lo común. Uno se muere… y lo entierran. Lo malo es que Marcuse estuvo “en el limbo” durante 24 años, porque le dijo agur a este mundo en 1979. ¿Qué estuvo haciendo desde que murió? Nada. Cogiendo polvo, porque se olvidaron de él en la estantería de una funeraria de New Haven (Connecticut). Todo fue un despropósito tras otro: murió en Baviera, lo cremaron en Austria y enviaron sus cenizas vía aérea a New Haven. Este destino solo lo conocían la viuda, el director de un bufete de abogados y un hijo. La viuda se murió; el letrado, también, y el hijo se despreocupó porque dio a su padre por enterrado. Hasta que un nieto del filósofo recibió un email de un profesor que preguntaba por el lugar donde estaba enterrado su abuelo. El nieto se puso a investigar el paradero de Marcuse y así, de pesquisa en pesquisa, llegó a la estantería de una funeraria de New Haven, donde el gran pensador esperaba. Marcuse fue recuperado y ahora está igual de hecho polvo que antes, pero en su tierra, en Berlín.
San Valentín (siglo III)
Allá por el año 270, este obispo italiano, con santa paciencia, se empeñó en casar a parejas en secreto. El emperador Marco Aurelio Flavio prohibió el matrimonio de sus soldados porque creía que los casados eran malos guerreros. Al obispo Valentín se le fue la cabeza casando a diestro y siniestro por llevarle la contraria al emperador, y acabó perdiéndola. Literalmente, porque fue decapitado. Aun a riesgo de restar romanticismo, no estaría de más aclarar cómo es posible que con los restos de San Valentín se puedan reconstruir, al menos, tres santos: en Terni, Italia, hay varios huesos, incluidos siete centímetros de cráneo; en Madrid hay dos fémures y una calavera; en Almería aseguran que guardan el esqueleto entero; en otras dos localidades italianas (Turín y Belvedere Marittimo) tienen otro montón de huesos, y en una iglesia de Roma, la de Santa Práxedes, más restos. Las cuentas no salen. Una de dos: o alguien falta a la verdad o San Valentín tenía un esqueleto formado por 745 huesos, incluidas las piezas dentales. Cuando el Vaticano se lava las manos con el asunto de las reliquias, sabe lo que se hace: según el Martirologio existen 7.000 santos, pero si sumáramos sus huesos, nos saldrían unos 23.507. O más.
Un brindis… en la tumba equivocada
Edgar Allan Poe (1809-1849)
Falleció de forma extraña: apareció medio muerto en un callejón de Baltimore (Maryland, EEUU), vestido con ropas harapientas y borracho; cuatro días después murió en el hospital Washington College. Fue enterrado en el Old Western Burial Ground de Baltimore, pero nadie se ocupó de poner una lápida. Pasaron los años, y varios admiradores del poeta se movilizaron para trasladar los restos a una tumba mejor. Ahora hay una sepultura estupenda, pero no se sabe si Poe está dentro. Quien no tiene dudas es un desconocido que cada año, desde 1949, en la madrugada del 19 de mayo, día de nacimiento del poeta, cumple con un rito en la segunda tumba. Saca coñac, hace un brindis por Poe, pasa la mano por la lápida y deja la botella y tres rosas rojas junto al panteón. Hasta hace un par de años, los curiosos que se acercaban al cementerio para observar desde las tapias a este desconocido respetaban su protocolo, pero últimamente hay mucho ansioso intentando fotografiarlo. Aún continúa en el anonimato, aunque se sospecha que quien ahora realiza la ceremonia es el hijo del primero.
Mano a mano con el general
Santa Teresa de Jesús (1515-1582)
Una cosa es el brazo incorrupto, otra la mano incorrupta y otra el corazón incorrupto de la santa. El brazo está momificado; el corazón, amojamado; y la mano, seca. El brazo y el corazón reposan en sendas urnas en un convento de Alba de Tormes, Salamanca, y la mano está en el de la Merced de Ronda (Málaga). Francisco Franco, en contra de lo que se cree, no se apropió del brazo incorrupto de Santa Teresa. Se quedó con la mano, y la tuvo en su poder entre 1936 y 1975, para que le ayudara a gobernar sin que le temblara el pulso. Franco durmió con la mano, viajó con la mano, tomó decisiones de Estado mirando la mano; firmó sentencias de muerte con una mano mientras con la otra agarraba la de Santa Teresa, y murió frente a la mano aquel 20 de noviembre de 1975. Solo después de su muerte, la mano, agotada tras 40 años de trabajo, volvió a Ronda. Los avatares de Santa Teresa comenzaron el día de su muerte. La santa tuvo la ocurrencia de morirse un 4 de octubre, y fue enterrada al día siguiente, el 15 de octubre: aquel 4 de octubre, España cambió del calendario juliano al gregoriano. El ajuste de almanaque se hizo suprimiendo diez días; por eso, Santa Teresa se murió el 4 y fue enterrada el 15.
Este sí que perdió la cabeza
Francisco de Pizarro (c. 1476-1541)
El batallador Francisco de Pizarro, el conquistador de Perú, fue enterrado detrás de la catedral de Lima, luego trasladado al altar mayor, después a una capilla, más tarde a una iglesia, de vuelta otra vez a la catedral… primero en una tumba, luego en otra, y en otra…. Un día, buscando los huesos de Santo Toribio, apareció una caja donde decía: “Aquí está la cabeza del señor marqués don Francisco Pizarro”. Parece que en uno de los traslados no les debió de entrar la cabeza en la caja, la pusieron aparte y se quedó “descolgada”. En 1891, Perú quiso conmemorar el 350 aniversario de la muerte de Pizarro. Buscaron una momia mona, con la cabeza en su sitio, y la colocaron en una urna de cristal del altar mayor. Aquella momia no se parecía a Pizarro ni en el blanco de los ojos, y ya nadie recordaba, primero, que la testa seguía en la cripta, y segundo, que Pizarro estaba en los huesos. Es más, aquella momia era de un tipo escuchimizado que no había sostenido una espada en su vida. Cuando la caja con la cabeza volvió a aparecer, en 1977, vino la pregunta: “Si aquí está la crisma… la momia que está expuesta arriba, ¿de quién es?” Por fin ,en 1984 llamaron a un antropólogo, William R. Maples, para que deshiciera el embrollo y pusiera cada hueso en su sitio. La momia “impostora” se fue a hacer gárgaras.
Presidente desde el más allá
Jeremy Bentham (1748-1832)
Hubo un tipo que hace unos 200 años dijo que toda reforma social debe conseguir la máxima felicidad para el mayor número de gente. Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, también proclamó que el último fin humano es conseguir la felicidad. ¿Y cómo es feliz Jeremy Bentham? Presidiendo algunas juntas directivas del University College de Londres. Cuando le sientan en las reuniones, una voz dice en la sala: “Jeremy Bentham: presente, pero sin voto”. Cómo va a votar, si lleva muerto 175 años. El filósofo es el único cadáver del mundo que aún preside juntas. Bentham creó el colegio londinense, y a él legó todos sus bienes, pero con una condición: que su esqueleto fuera conservado de modo que pudiera ser expuesto en los pasillos y siguiera asistiendo a las juntas directivas. Y un dato más: la cabeza que hoy se ve sobre Bentham no es la original: robarla se convirtió cada curso en una broma entre los estudiantes. Luego la devolvían, pero cada año desaparecía. La buena, la que de verdad gestó el utilitarismo, está guardada en la caja fuerte del Colegio Universitario.
Inés de Castro (c. 1320-1355)
Hubo en Portugal un rey a quien no le gustaba nada, pero nada, la amante de su hijo. El rey era Alfonso IV; la amante, la gallega Inés de Castro; y el hijo, el infante don Pedro. Tanta ojeriza le cogió el rey a Inés, que mandó asesinarla. Y aquí, más que terminar la historia, comienza. Del infante don Pedro se apoderó un cabreo monumental, y no paró hasta que le arrebató a su padre el trono y comenzó a reinar con el nombre de Pedro I. Lo primero que hizo fue llamar a capítulo a quienes asesinaron a su amada y, una vez saldadas las cuentas, exhumó el cadáver, sepultado dos años antes. Lo que quedaba de él lo engalanó y lo sentó en el trono. Obligó a la corte a rendirle pleitesía, a besarle la mano y a tratarla como si estuviera viva. Inés de Castro, con el cutis un tanto deteriorado, aguantó el tipo como pudo. Luego la volvieron a enterrar en la abadía cisterciense de Santa María de Alcobaça (Portugal). La costumbre en las iglesias era colocar en paralelo los sarcófagos de reyes y reinas, pero los sepulcros de Inés de Castro y Pedro I están enfrentados. Y esto es así por deseo del rey Pedro, para que cuando llegue el Juicio final y los cuerpos salgan de sus tumbas, lo primero que vea sea el rostro de Inés. Es lo que se llama un rey enamorado; pero, sobre todo, optimista.