De norte a sur, de oriente a occidente, expresamos la religiosidad en nuestras obras de arte, las ceremonias con las que nos unimos a los que queremos, la comida, la ropa y los pendientes. Hoy, cuando somos capaces de duplicar ovejas y diseñar bebés, cerca de seis mil millones de personas –la casi totalidad de los habitantes de nuestro planeta– tienen alguna fe. “No conozco ninguna sociedad que en su origen no haya sido religiosa, y mira que he revisado estudios antropológicos”, explica el filósofo José Antonio Marina, para quien creer “es una propiedad connatural de nuestra inteligencia”.
El hombre crédulo
Marina lo explica con un experimento que hacen con niños muy pequeños, incluso antes de cumplir el año. Les sitúan delante de una pantalla y les muestran un juguete –un tren eléctrico– que entra por un lado de la pantalla. Sin que tengan ninguna experiencia previa, los niños esperan que sal­ga por el otro lado. “Eso es creer”, explica el filósofo. “Tener fe es confiar en algo, y cada hombre tiene su particular sistema de creencias. Necesitamos confiar en que hoy, al salir a la calle, todo seguirá igual que ayer, en que nuestra pareja nos ama o en que Dios existe.”
¡Dios existe! Creerlo mitiga cierta zozobra. A lo largo de nuestra corta historia hemos adorado dioses con cabeza de elefante, en forma de gigantesco obelisco que apunta al cielo o con un ojo en la frente que todo lo ve. Todos ellos –según el antropólogo Juan Luis Arsuaga– son fruto de nuestra capacidad para crear símbolos. “Nuestra mente tiene esa especialidad que nos distingue de otras especies. La fe es consecuencia de nuestra habilidad para construir universos de ficción, mundos imaginarios, y poder creer en ellos.” Hay otras teorías que intentan explicar por qué desde hace 40.000 años el hombre mira el cielo con reverencia.
Para el filósofo alemán F.W.J. Schelling, “Dios es un instinto”, una idea que traemos de fábrica y que nos impulsa a buscarlo removiendo cielos e infiernos igual que matamos por comer o procrear. Entonces, si la fe es algo que nos toca a todos, parece lógico que algunos investigadores traten de encontrar su sustrato biológico, esa parcela en nuestro cerebro en el que Dios tiene su bandera.
¿Está en la cabeza?
Hace sólo unos días llegó por email a QUO la imagen coloreada de un cerebro humano vivo –algo que causa cierto estupor–. Después del doble clic, ahí estaba. Los paparazzi de la neurología ya son capaces de atravesar la cáscara craneana y buscar, como en esta ocasión, la primera imagen de la divinidad, o algo parecido. La tomografía pertenece al cerebro de un budista en el momento de la meditación, en la más íntima comunión con el Todo, y fue tomada por un reputado neurólogo norteamericano, Andrew Newberg. Sus conclusiones encendieron la mecha de una interesante polémica: ¿está nuestro cerebro genéticamente estructurado para que podamos creer?
Newberg inició su investigación en los años 70 explorando áreas cerebrales de budistas y religiosas cristianas en el momento de la oración, y puso de moda la llamada neuroteología, palabreja que se le ocurrió al genial escritor inglés Aldous Huxley y que aglutina a unas investigaciones que tratan de localizar las áreas cerebrales relacionadas con la fe.
La huella de la oración
Newberg y su equipo de la Universidad de Pennsylvania (EE.UU.) comprobaron que la meditación y la oración provocan variaciones en nuestro cuerpo, modifican las ondas cerebrales, el ritmo cardíaco y respiratorio, y el consumo de oxígeno. Además, nuestras plegarias generan una huella evidente en el cerebro; en concreto, en los lóbulos prefrontales.
A partir de ese momento, los experimentos a la caza de Dios se multiplicaron como los panes y los peces. Uno de los más interesantes es el que llevó a cabo el también neurólogo Michael Persinger, director del Departamento de Investigación de la Sudbury Laurentian University, en Canadá.
Persinger, condenado numerosas veces por los sectores religiosos, asegura que “Dios vive en algún lugar situado entre el lóbulo temporal y parietal, junto a los alienígenas, los ángeles y nuestros parientes muertos”. Para encontrarles, diseñó un casco con electroimanes, que apodó “el octopus”, y después buscó voluntarios.
El campo magnético que genera el octopus está diseñado para estimular neuronas y que éstas envíen señales eléctricas a áreas específicas del cerebro. Persinger colocó el casco a sus cobayas humanos y comprobó que al menos el 80% de los sujetos estimulados experimentaban una presencia superior junto a ellos; si se trataba de personas inclinadas al ateísmo, sentían su propia unión con el universo, y muchos de ellos lloraron al sentirse ante la presencia de Dios.
¿Hay alguien ahí?
Asombrosamente, tanto las investigaciones de Andrew en Pennsylvania como las de Persinger mostraban la alteración en los lóbulos parietal y temporal; más concretamente, en el sistema límbico, que se esconde en lo más profundo de los lóbulos temporales y que es el responsable de nuestras emociones. Persinger sospecha que las experiencias religosas son producidas por minitormentas eléctricas en los lóbulos temporales, que pueden ser provocadas, además de por su casco, por situaciones que causan ansiedad, crisis personales –como el fallecimiento de alguien querido–, o como respuesta a problemas físicos del tipo de falta de oxígeno, baja glucosa en sangre o fatiga.
En la misma dirección, por los trabajos del neurólogo inglés John Hughlings Jackson en el siglo pasado se conocen los efectos que produce un ataque epiléptico; especialmente, el del lóbulo temporal. Entre sus síntomas se incluyen hiperreligiosidad, experiencias místicas y conversiones repentinas.
El mal sagrado
Los griegos consideraban la epilepsia una enfermedad sagrada, en la que los dioses visitaban al paciente, y la versión bíblica es que se trata de una posesión del demonio. Hay autores que consideran la conversión de San Pablo, o el éxtasis que describía Santa Teresa de Jesús, como ataques de este tipo. Un famoso epiléptico, éste sin discusión, fue Dostoievski, y en su obra El idiota narra: “He tocado realmente a Dios. Ustedes, todos personas sanas, no pueden imaginar la felicidad que los epilépticos sentimos durante el segundo anterior a nuestro ataque”.
Fue un científico hindú, Vilayanur Ramachanndran, profesor de neurología de la Universidad de California, quien en el año 1997 explicaba ante la Sociedad de Neurociencia que “existe una base neuronal para la experiencia religiosa”. Pero Ramachanndran advertía que esto no significa que Dios sea una consecuencia de nuestra biología.
“La mayoría de los animales no poseen receptores para la visón cromática, y de esto no podemos deducir que los colores no sean reales. Igualmente, el hecho de que el ser humano posea estructuras y conexiones que hacen posible las experiencias místicas y otros animales no, no implica la inexistencia de Dios, como tampoco la prueba”. Quizá sea sólo un espejismo neuronal, o que él diseñara así nuestro cerebro para mantenernos en contacto.
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