Karhunjuomalampi (el pequeño lago donde vienen a beber los osos). Esta fue una de las palabras que aprendió en finlandés Álvaro Seisdedos, mi compañero de viaje en el Círculo Polar Ártico. Aprendió el término mientras se calentaba las manos en uno de los refugios que hay en el bosque de Laponia y que pertenecen a todos. Son cabañas inmaculadas, con madera lista para hacer fuego, que acogen a todo aquel que quiera usarlas.
Álvaro Seisdedos llegó caminando hasta Karhunjuomalampi en uno de los días más fríos de este extraño verano en Finlandia. A varios grados bajo cero, con un viento implacable que llegaba del norte, una lluvia gris que empañaba el prometido sol de media noche, y a la misma hora que España se la jugaba con Portugal en la pasada Eurocopa. Visitábamos el pais de las mordaces novelas de Arto Paasilinna (Anagrama), la tierra que inspiró la música de Sibelius, la arquitectura de Alvar Aalto, los teléfonos Nokia y allí desde donde despegaron los Angry Birds. Además, un país con bosques en los que aún quedan osos, y en el que hacen negocios y fiestas al amparo de lo que llaman “la paz de la sauna”.
La huella de los osos
Álvaro salió esa luminosa noche del hotel y caminó 8 km hasta el pequeño lago donde van a beber los osos, calado hasta la médula y agradecido por las salchichas a la brasa que le esperaban en el refugio. En esta zona ártica, en verano el sol no se pone. En invierno es todo lo contrario: el sol no llega a subir por encima del horizonte, y entonces es cuando las auroras boreales teatralizan el cielo. En Luosto, al norte del norte, en el Círculo Polar Ártico, también hay una temporada al año en la que se levanta la veda para la caza de osos. Hay pocos, apenas se han registrado seis o siete en la zona donde pasamos dos noches inacabables, pero supimos de su presencia. El día anterior, mientras jugábamos a un extraño frisbee golf que entretiene el ocio, encontramos troncos en el suelo con las marcas de sus zarpas. Nos tranquilizaron: “Si los osos están, ellos te ven mucho antes a ti y huyen”. También había señales de que teníamos renos cerca. Seguimos el rastro de su pelaje, propio del tiempo de muda en el que visitamos Finlandia, mechones algodonosos que se enredaban en los arbustos. Y aparecieron. Un macho blanco y una hembra. Eran nuestros primeros renos vivos. En el plato ya los habíamos disfrutado en varias ocasiones. Todos los renos en Finlandia pertenecen a un ganadero. Las marcas en las orejas son huellas que se heredan de padres a hijos. Pastan sueltos en el monte, y son exquisitos en su alimentación: en invierno solo comen el liquen que encanece a los árboles más viejos. Como los bosques merman en Finlandia, cada vez son menos los árboles de edad, y escasea el liquen.
Así que los ganaderos, como Anssi Kiiskinen nos contaba, tienen que comprar pienso para alimentarlos, y esto encarece la tradicional cría de la que hoy viven él y su familia, como antes lo hizo su madre, y el padre de su madre, y tres generaciones anteriores que aprendieron a observar la naturaleza para pastorear a su ganado. “Los mosquitos ayudan”, nos contaba Anssi. “En la época en que nacen las crías, los renos se concentran para protegerlas de las picaduras, de modo que ponen a las crías en el medio”. Buen momento para marcar a las que nacieron ese año.
El mismo esmero con que Ansii cuida de sus renos, o quizá más, define al “protector” de la única mina europea de amatista, un finés malabarista y profesor de taichi que se cuenta entre los elegidos cinco mineros que la trabajan. Es una mina de artesanos. Una veta pobre en lo alto de una montaña desde la que, en días claros, se aprecia el paisaje más hermoso de Laponia. Cruzamos hacia el sur, y ya del otro lado del Círculo Polar Ártico anclamos en Rovaniemi, la ciudad reconstruida por Alvar Aalto después del incendio que la asoló en la II Guerra Mundial. Desde la cumbre de la montaña de la ciudad, en la margen derecha del río Kemijoki, durante más de tres horas vimos el atardecer más largo de nuestras vidas. El sol se acercó, como lo hace siempre, a la línea del horizonte, y entonces rebotó y volvió a salir, sin que los pájaros dejaran de cantar. Hacía frío, un frío inusual para el verano en Finlandia. No quedó más remedio que calentarse el alma con un vodka en el Hemingway, un pub de Rovaniemi con biblioteca.
Y antes de marcharnos, aún hubo tiempo para una sauna más, por supuesto.
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