Tiene el deporte un no sé qué que permite reírse de la desgracia ajena con cierto descargo de conciencia. Se imagina uno que, total, al acabar el partido, la competición, la carrera, todo volverá a su cauce y no habrá tal desgracia para el sufrido deportista. Por eso, este mes, cuando pongan y repongan en los telediarios los grandes traspiés del año, nos reiremos como tontos. Pero los protagonistas no se ríen tanto. Imagina el drama de Geo André, en 1908: va a hacer su último salto de pértiga, un puro trámite para llevarse la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres. Toma carrerilla, salta y… los bombachos se le enredan en el listón. Plata. Y desconsuelo.
No, hombre, hay que rehacerse ante la desgracia. Mira lo que hizo, por ejemplo, el griego Arístides Konstantinidis en los primerísimos juegos: se estampó con la bici en los 87 km en ruta, la abandonó, cogió otra del público y siguió como un pichi.
Pero hay que cuidarse para evitar estos desagradables episodios; no como aquel tirador de esgrima, Paul Cerrutti, que en Montreal 76 dio positivo en alcohol y anfetaminas justo antes de competir. No le dejaron salir, claro.
Porque el deporte no es malo. Lo malo es la competición. La revista American Journal of Sports Medicine reveló en 2000 que, por ejemplo, los futbolistas se lesionan entre 12 y 35 veces cada 1.000 horas de competición, mientras que solamente se “rompen” –que diría el Marca– entre 1,5 y 7,6 veces durante los entrenamientos. ¿Por qué? Muchas veces, simplemente por culpa de lo que los expertos en medicina del deporte llaman “ansiedad competitiva”. Y?otras, porque el de enfrente es un poquito bruto, ya que el 75% de los daños que se producen en los deportes de contacto surgen precisamente de ese contacto. Pero, ¿y lo que nos reímos los demás en casa, eh?
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