Los impotentes de todas las épocas callaron y sufrieron en silencio. Padecer un mal tan privado era la muerte en vida. Al filósofo griego Dionisio de Heraclea le regalaron una prostituta, pero cuando vio que ante ella nada se elevaba, la devolvió diciendo: “No puedo tensar el arco. Que otro lo haga”. Y se dejó morir de hambre. Una tragedia que rondaba a muchos hombres. Para los antiguos, aquella terrible e inesperada maldición solo podía venir de los dioses, airados por alguna falta.
Una afección manipulada
Observando la historia, uno se pregunta si ha existido realmente la impotencia. Más bien parece que ha sido un cajón de sastre donde se ha echado de todo, lo que la ha convertido en una excusa perfecta para satisfacer turbios intereses.
Desde un punto de vista médico, la impotencia, o “disfunción eréctil”, es la imposibilidad de tener erecciones para poder consumar el acto sexual. Hay una impotencia fisiológica, con la que se nace o es causada por una enfermedad, y otra psíquica, inducida por experiencias traumáticas. A su vez, puede ser absoluta (la imposibilidad de hacerlo con nadie) o relativa (imposibilidad de hacerlo con una persona determinada). También puede ser temporal o permanente. Pero si la impotencia hubiera consistido solo en esto, seguramente habría sido un problema más fácil de superar.
Al iniciar un viaje para ver qué se esconde bajo la temida palabra comprobamos que el paisaje es tan variado como las civilizaciones que ha conocido la Humanidad. Para los romanos, el impotente estaba envuelto en un aura pecaminosa y contaminaba a quienes convivían con él. En uno de sus poemas, Catulo nos cuenta la historia de Cecilio: “Cuyo puñalito, que le cuelga más lacio que una acelga tierna, nunca se le levantó ni a la mitad de la túnica”. Tuvo que ser su propio padre quien desflorara a su mujer, ya que él no podía. Y luego, ella no dudó en entregarse a los brazos de otros.
Pero la ausencia de erección se convirtió en un arma política. Se celebraba un matrimonio y, si posteriormente este no satisfacía las expectativas económicas o de otra índole, se anulaba. Porque la Iglesia, al menos desde el siglo XII, admitía la impotencia como causa legítima de disolución. Fue la argucia del papa Borgia para desembarazarse de su yerno, Giovanni Sforza, y volver a casar a la bella Lucrecia con Alfonso de Aragón. Anteriormente, en tiempos menos corruptos, el rey francés Felipe Augusto alegó lo mismo para quitarse de en medio a la danesa Ingeborg, pero el papa Inocencio III se lo denegó.
En el siglo XVII esta ya se había convertido en una costumbre entre la nobleza. Fue así cómo, en Inglaterra, la atractiva Francess Howard logró romper los lazos que la mantenían atada a su primer marido, para casarse posteriormente con el hombre del que estaba locamente enamorada: el conde de Somerset.
Poseídos por los Diablos
Con el transcurso de los siglos, la responsabilidad de la impotencia pasó de los dioses a los demonios. Desde Tomás de Aquino, si alguien no creía que Luzbel y sus acólitos producían impotencia, era visto como un hereje; el teólogo llegó a escribir: “La fe católica nos enseña que los demonios dañan al hombre y pueden poner obstáculos a la relación sexual”. Así, se pensaba que cuando la cópula se hacía únicamente por placer, el demonio se empleaba a gusto, haciendo que el miembro pareciera la torre inclinada de Pisa. Contra la impotencia, se recomendaba ir a la cama rezando y solamente para procrear.
A la mojigatería se unieron la paranoia y la locura en los tiempos de plenitud de la Inquisición, que usó la impotencia como un subterfugio para controlar a los ciudadanos, atemorizarlos, ejercer humillaciones a diestro y siniestro, satisfacer oscuros instintos y perpetrar venganzas de toda clase. La maquinaria inquisitorial se sirvió a placer de las clases populares, que debieron de ver en sus juicios y autos de fe un procedimiento para salir de la monotonía y neutralizar su miseria con chivos expiatorios. Por todas partes surgieron mujeres que denunciaban la impotencia de sus maridos. Para dirimirla, se formaban tribunales públicos donde el reo, ante los ojos y las chanzas de los jueces y de la muchedumbre, debía desnudarse, tener una erección y eyacular. Si no sucedía así, es que estaba bajo los efectos de un maleficio y su matrimonio no valía un duro. O sus hijos no eran realmente sus hijos. Semejante práctica duró ¡hasta 1896!, fecha en que la corte suprema de Illinois (EEUU) requirió a un médico para que comprobara la impotencia de un acusado y, tras escuchar el correspondiente dictamen, anuló su matrimonio.
Castrados voluntariamente
Pero, aunque estamos hablando de una afección que siempre ha sido considerada dolorosa y humillante, eso no impide que la propia sociedad haya fabricado voluntariamente impotentes por el camino más sencillo y directo: la castración.
Los ejemplos más claros son los eunucos, que ya existían en Babilonia, y más tarde en Roma, y en el mundo árabe y oriental, donde eran considerados idóneos para vigilar los harenes y serrallos.
Pero no fueron los únicos. En el Renacimiento se hicieron muy populares los castrati, emasculados de niños para que conservaran la tonalidad femenina de la voz. El último de esta estirpe fue Alessandro Moreschi (1855-1922), apodado “el ángel de Roma”, cuya hermosísima voz podemos escuchar gracias a las grabaciones de la época.
La edad moderna
La razón comenzó a imponerse en este espinoso tema tras el surgimiento, en el siglo XIX, de dos escuelas de conocimiento antagónicas y, como siempre, complementarias: la fisiológica y la psicológica.
La primera estudió la causa orgánica de la disfunción eréctil por el método de ensayo y error hasta que, ya bien entrado el siglo XX, en 1934, Lower Cloverly demostró que era la hipófisis la que controlaba la disfunción eréctil. La escuela psicológica arranca, naturalmente, de Freud, para quien la impotencia se debía a la regresión producida por el complejo de Edipo. Aparte del psicoanálisis, prescribía una larga abstención sexual, en la que estaba prohibida también la masturbación; incluso se crearon artefactos que imposibilitaban realizarla.
Para la Iglesia, la ausencia de vigor siguió siendo causa de disolución del matrimonio. Según el canon 1084, publicado en 1983 por el papa Juan Pablo II, la impotencia “para realizar el acto conyugal, tanto por parte del hombre como de la mujer, hace nulo el matrimonio por su misma naturaleza”. Mientras tanto, la revolución sexual iniciada en la década de 1960 dejaba en la cuneta de la desesperación a miles de hombres, acostumbrados a la docilidad femenina y, entonces, sorprendidos, desconcertados… e impotentes. La masculinidad tradicional rechinaba.
La invención de la Viagra ha sido, hasta la fecha, el último escalón en la lucha contra esta afección fisiológica que tanto aterroriza al sexo masculino. Pero, aunque la impotencia ha perdido, afortunadamente, el aura de oscurantismo y maleficio que la rodeaba, sigue siendo un tema considerado escabroso y que se encuentra en la base de muchas de las tragedias y de los crímenes más atroces que han conmocionado a la sociedad contemporánea.
Así, tras la I Guerra Mundial, la aldea húngara de Nagyrev fue tristemente célebre por su elevado número de impotentes (la mayoría a causa de los traumas de la contienda bélica). Más de cien fueron envenenados por sus esposas.
Más reciente es el caso del carnicero de Rostov, el más célebre asesino en serie de la historia de Rusia. Durante un reconocimiento médico en el servicio militar descubrieron que era impotente; años después, al intentar abrazar a una chica, eyaculó cuando esta le rechazó. Comprendió que únicamente podía alcanzar el goce sexual por medio del rechazo y la violencia, así que inició una serie de atroces crímenes: mató a más de un centenar de mujeres y adolescentes. En su juicio, en 1990, se desnudó y mostró públicamente su miembro gritando: “¡Mirad esta cosa infantil! ¿Qué creéis que podría hacer con ella?” Fue ejecutado en 1994.
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