Zeus, el más libidinoso y obsceno del Olimpo, es el arquetipo del macho alfa. Su voracidad le llevó a una vida sexual y sentimental de escándalo con diosas y mortales, mujeres y hombres. Su noche de bodas con Hera duró la friolera de 300 años, y después de este tiempo seguía deseándola con la misma intensidad. No en exclusiva, claro. La fantasía de varias mujeres para un solo varón, sea dios o no, es solo uno de los legados de las antiguas civilizaciones, sobre todo griega y romana, que calaron hondo.
Para las mujeres, los mitos siempre fueron menos generosos. Los antiguos inventaron para ella una cohorte de duendes, demonios y seres extraordinarios de todo pelaje que asaltaban sus camas para doblegar su voluntad, pervertirlas y despertar en ellas la lujuria y sueños húmedos y procaces. Fueron frecuentes los casos de monjas seducidas por el mismísimo demonio.
En su versión masculina se conocían como íncubos, mientras que los súcubos hembra poseían a los hombres para tener relaciones sexuales. El papa Silvestre II, según cuentan las más encendidas leyendas, mantuvo durante décadas una intensa relación pasional con una hermosa súcubo.
Fantasía o realidad, un hecho es incuestionable: griegos y romanos vivían cada día como si no hubiese mañana. Si observamos el legado del arte erótico, se ve cómo sus gentes supieron dar contento a sus sentidos. Tanto es así que los jóvenes de la alta sociedad disponían de su propio instructor sexual que les educaba e iniciaba en todo tipo de saberes.
“Desde los tiempos de Homero y Hesíodo, los mitos griegos crecieron hasta formar un intrincado culebrón en el que los enredos de cama predominan sobre el resto de las humanísimas pasiones de dioses y héroes”, escribe Juan Eslava en su obra Amor y sexo en la Antigua Grecia. Precisamente, ese es el encanto de la mitología: “Su extraordinaria capacidad de aunar hechos fantásticos e inverosímiles con otros de gran realismo y vigencia universal. Casi de cada situación en la vida y en cada persona puede encontrarse algún ejemplo o analogía en los mitos. Y por supuesto, en el aspecto sexual”, insiste Alicia Esteban Santos.
Si pensamos en perversiones sexuales, la investigadora nombra a Pasífae (la esposa del rey Minos de Creta), que se enamoró de un toro y, para satisfacer su deseo, pidió ayuda al gran ingeniero Dédalo, quien le construyó una vaca hueca en la que se introdujo para copular con el toro. Si hablamos de voyeurismo, Acteón, que contempló desnuda a la diosa Artemisa y recibió por su osadía un horrendo castigo. Claro que Artemisa estaba consagrada a la castidad. Acteón la encontró bañándose desnuda en los bosques cercanos a la ciudad beocia de Orcómeno y, fascinado por su belleza, no cerró los ojos. Artemisa lo transformó en un ciervo y envió a sabuesos para que se lo comieran. Y si mencionamos los celos, está Hera: frente a los caprichos adúlteros de su esposo Zeus, se ensaña con las amantes y con los hijos ilegítimos de su marido.
Y tampoco faltan entre mitos y dioses, por supuesto, relaciones de amor más normal. “El de los tiernos esposos Héctor y Andrómaca, o Cadmo y Harmonía; o el amor de cuento con happy end de Perseo y Andrómeda. Pero, claro, las historias normales no llaman la atención y pasan más desapercibidas”, concluye Esteban Santos.
“Los dioses como arquetipos existen en forma de patrones que rigen nuestras emociones y la conducta”, asegura Jean Shinoda Bolen, autora de Los dioses de cada hombre. Siguen vivos porque hablan de la esencia humana. Acercarse a ellos es un modo de identificar algunos de nuestros comportamientos y prejuicios aún vigentes, como la civilización patriarcal.
La investigadora y escritora Francisca Martín-Cano Abreu encontró sus raíces en la lucha divina entre Atenea y Neptuno. La ira de Neptuno derrotado y humillado solo pudo ser aplacada por el castigo que le impuso Cécrope, padre de Atenea, a la mujer, a la que mermó hasta convertirla en lo que entonces era una simple esposa. Y así quedó instaurado el matrimonio y, con él, la sociedad patriarcal.
La mitología repite hasta el empacho los relatos en los que al varón se le permite el desenfreno sexual y la infidelidad, y justifican la violencia contra la mujer. Alicia Esteban Santos, profesora de Filología Griega de la Universidad Complutense de Madrid y divulgadora habitual de la mitología griega, menciona a las cautivas de guerra: “Aquellas mujeres eran utilizadas como botín tras la victoria, y objeto sexual, aunque en muchos casos eran tratadas con afecto”.
Para Martín-Cano, no hay duda de que “la violencia sexual en aquellas culturas no surgió como desenfreno instintivo, sino para hacer que la mujer se viera inferior”.
De hecho, muchos de los episodios históricos y elucubraciones, como la persecución de brujas, tienen mucho que ver con la sexualidad natural de la mujer y el interés por obligarla a enterrar, o al menos apaciguar, tal voluptuosidad. Las vestales romanas practicaban todo tipo de actos libidinosos en sus ritos, hasta que Tarquino el Viejo, en el siglo VI a. C., ordenó por ley su virginidad. Y así puso punto final a su libertad sexual.
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La primera - follada por una estaca de mármol.