Incluso los bebés pactan con el diablo si el precio es alto. Y el precio se mide en número de galletas. Ocho es la cifra que doblega una moral en pañales. Por esa montaña de tentaciones, y ya antes de los doce meses, se casan con un mal tipo. Al menos esto es lo que han encontrado en el departamento de Psicología de la Universidad de Yale.
“Me gusta llamar a este experimento el pacto con el diablo”, explica Arber Tasimi, el psicólogo que ha diseñado el estudio publicado en la revista Cognition.
Tasimi trabaja para el Centro de Estudios de la Infancia de esta universidad, un prestigioso laboratorio que investiga, desde hace décadas, el alumbramiento de la mente humana. Sus cobayas son bebés, muchos aún no saben gatear y llegan en brazos de sus padres, apretando el chupete.
La primera investigación en busca del bien y del mal en la mente de niños muy pequeños se realizó en el año 2000 y su autora, la doctora Karen Wynn, es hoy la directora del laboratorio de Yale para el que trabaja Tasimi.
Wynn diseñó entonces el experimento de la figura geométrica que trata de subir una empinada colina. Con esta sencilla prueba logró extraer información, por primera vez, de niños que aún no saben expresarse con palabras.
El círculo y la colina “actúan” desde entonces en distintos laboratorios del mundo, y los resultados coinciden: la probabilidad de que los bebés elijan al cuadrado bueno siempre es mayor.
Distinguir entre el bien y el mal. No es poca cosa. Esa es la luminosa señal de que, a los cuatro meses, en la mente de un bebé que ni siquiera controla los bordes de su cuna ya brotan mimbres de un complejo sistema mental: la moral.
«Los niños siempre eligen al que ayuda al débil, y compartir lo que tienen les produce más satisfacción que recibir recompensas”
Estos hallazgos han acabado con la idea de que el humano llega al mundo “vacío”. John Locke describió la mente como una tabula rasa, una hoja en blanco sobre la que se comenzaba a escribir al nacer, y ese era el planteamiento imperante. Hoy, sin embargo, el consenso científico apunta que cuando nacemos, antes de controlar el pipí o haber visto los Teletubbies, ya están escritas las primeras frases de una mente humana, también sus renglones más torcidos.
Los experimentos proliferaron desde el hallazgo de la doctora Wynn, y se hicieron más complejos. Llegaron a distintos laboratorios los teatros de títeres, escenas con marionetas buenas y malas, ofertas de chocolate y pegatinas… y cientos de bebés eligen, sonríen y balbucean ante el atento ojo de investigadores que registran detalles tan sutiles como el movimiento de sus ojos, la amplitud de sus sonrisas, o si extienden sus brazos regordetes hacia el bien o hacia el mal.
Bullying a los nueve meses
Con sencillas marionetas manipuladas por expertos y pelotas de colores, los científicos se asoman al lado en sombras de la moral primeriza: ¿la semilla del mal germina en la mente de un bebé? Veamos cómo la buscan: Se abre el telón de un guiñol en el Centro de Estudios Psicológicos de la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver, Canadá. En escena, tres marionetas. El espectador, un bebé sonrosado, de nueve meses, atento al show…
Este centro de estudios psicológicos de la infancia lo dirige la doctora Kiley Hamlin y ella diseñó un experimento en el que afloró el primer diente del bullying, en niños muy pequeños.
Continuemos con la obra, que tiene tres actos. Se abre el telón y un gatito juega con una pelota. La pelota se le escapa. Aparece en escena otra marioneta, un conejo con un camisa azul que le ayuda a recuperarla. El telón cae, y es la hora de los malos. El mismo gatito juega con su pelota, y también se le escapa. Entra en escena otro conejo, con una camiseta de otro color, pero este es un malvado: coge la pelota y sale corriendo con ella. Tras la obra, los investigadores dan a elegir al bebé entre una marioneta u otra. Y 166 de los 188 bebés que han pasado por el laboratorio de la doctora Hamlin, cuando les dan a elegir tras el experimento, se quedan con el conejo “bueno”.
Los bebés disculpan malos comportamientos a aquellos que se parecen a ellos, a los que forman parte de su equipo”
Este modelo de experimento se ha replicado en numerosas ocasiones con conejos, patos, gatos… Da igual el animal o la camiseta que lleve puesta. Hay consenso. Estadísticamente, siempre es mayor el porcentaje de bebés que extienden sus brazos regordetes hacia el peluche bueno. Acto segundo. La escena se complica. ¿Qué ocurre si el malo es de los nuestros?
Para responder, primero hay que hacer que el bebé sienta a un conejo con pantalones como parte de los suyos, y a otro no. Y, sorprendentemente, esto es más fácil de lo que podría parecer.
En el laboratorio primero ofrecen a los niños que elijan entre dos tipos de galletas (u otros alimentos). Se decantan por unas, que se comen con deleite. Tras la merienda, ven un vídeo en el que aparecen dos marionetas. Una elige el mismo tipo de galleta que ellos habían elegido, y muestra cuánto le gustan. El otro actor elige las galletas contrarias, y también muestra su agrado. “Este gesto es suficiente para que el bebé perciba que uno de ellos es parte de su equipo, que se parece a él, y el otro no”, explica la doctora Hamlin.
Acto tercero. Ahora el experimento toma un giro siniestro. Los bebés ven a las marionetas maltratando a otros y, si se meten con la que no se parece a ellos, no les importa. Van más allá, muestran preferencia por aquellas marionetas que se portan mal con los que son distintos a ellos, con los que no forman parte de su equipo. “El sentimiento de tribu, de hacer grupo, es algo arraigado sólidamente en nuestra naturaleza, y nos hace justificar a los nuestros”, explica Hamlin.
Alegría por el dolor ajeno
“De todos los lugares que recorremos en la vida, el más extraordinario seguramente sea el país de la niñez”. Esta frase es de La vida secreta de la mente, libro de Mariano Sigman que acaba de publicar en España la editorial Debate. Sigman, referente en el mundo de la neurociencia, es uno de los directores de Human Brain Project. Es un reconocido explorador de la mente humana y, entre sus investigaciones, muchas van encaminadas a descifrar la de los niños.
Al otro lado del teléfono, Mariano Sigman habla de un sentimiento, Schadenfreude, la palabra alemana para expresar alegría por el dolor ajeno. Sigman hace referencia al experimento de la doctora Hamlin y a otros realizados por Karen Wynn, en los que los resultados muestran en niños muy pequeños su predilección por aquellos que hacen mal a los que son distintos, los que no son de su equipo.
Sigman explica: “Tiene que ver con lo que sientes cuando pierde el equipo de fútbol contrario, o cuando se lesiona su mejor jugador… Y aquí entras en conflictos morales muy severos. Es un placer escondido, y censurado, pero lo sientes. Eso es Schadenfreude”.
Parece una palabra difícil para encontrarla en niños que no saben atarse el cordón del zapato. Sin embargo, Sigman la buscó, y sus conclusiones devuelven a los niños ese pellizco de inocencia perdida en los experimento de Karen Wynn.
Los niños dicen “mío” antes que “yo”. Hasta los dos años: “es mío porque lo quiero”, después de esa edad, cuando descubren el sentido de la propiedad, expresan: “es mío porque yo lo tenía primero”.
La descripción inicial del trabajo de Sigman, realizado con varios grupos de niños desde los 3 años, en Argentina, es esta: Un chico tiene una pelota y juega con ella. La pelota se le escapa. Otro chico se la devuelve, y un tercero se la quita y se burla de él. Ahí están, de nuevo, el bueno y el malo. “Cada chico lleva puesta una camiseta de fútbol de un equipo diferente. Las camisetas de las selecciones de Brasil, Argentina y Colombia (los argentinos futboleros odian a los colombianos). En nuestras conclusiones siempre nos sale que los chicos son más generosos de lo que los trabajos de la doctora Wynn presupone. Sistemáticamente preferían al bueno en todas las condiciones, tuvieran la camiseta que tuvieran”. Sigman afinó aún más: “Entendimos que a esas edades robar lo tienen muy grabado como un mal comportamiento. Así que quitamos la opción de robo y dejamos solo la burla, y lo mismo, los chicos elegían al que devuelve la pelota”.
Así, hay consenso científico en que distinguen entre el bien y el mal, pero sobre la justificación de los malos actos, aún hay mucho que investigar, de ahí que los experimentos de Sigman y los de las doctoras Wynn y Hamlin obtengan resultados contradictorios.
Tramposos, pero con límites
¿Nacemos con vocación por la trampa o el fraude? ¿Mentimos todos? Sigman responde: “Puede ser. Pero la respuesta a esto tampoco es clara. Como sociedad condenamos mucho la corrupción política, deportiva… Pero todos somos tramposos. Cuando no pagamos impuestos, cuando vamos por un carril que acelera más y no es el nuestro… Cada uno tiene un umbral, una línea que no pasa, y ese umbral va cambiando a lo largo de la vida. Podríamos decir que los políticos tienen un umbral más elástico que el resto”.
Pero la trampa también se ha llevado al laboratorio. Mariano Sigman explica en qué consiste el experimento: “Tiras unos dados al aire y nadie ve los puntos obtenidos salvo el sujeto. Cuantos más puntos haya sacado, más dinero gana. Tiene que decir el resultado, sabiendo que solo él sabe la verdad. En promedio –explica Sigman– tienden a decir más cantidad de la real, pero muy pocos dicen el máximo de la puntuación posible. Somos tramposos, pero no tanto”.
A los 6 meses ya desprecian al ladrón que se ha llevado una pelota que no es suya, y eligen jugar con el que devuelve el juguete a su dueño”
Los datos de estos estudios siempre son estadísticos. Mariano Sigman lo recalca. Y no todos los individuos hacen trampa. Hay quien no la hace nunca. “Hay chicos que tienen una actitud más justa y respetuosa que otros, en todas las circunstancias. Sabemos que hay rasgos genéticos implicados, otras veces tiene que ver con un desarrollo espontáneo. Lo vemos en muchos juegos económicos. Por ejemplo, reciben una cantidad de dinero, y tienen que repartirlo. Hay quien reparte 50 a 50, y quien dice “se siente, me tocó a mí” y se queda con todo. Esto está demostrado que es temperamental. Tiene que ver, por ejemplo, con el orden del nacimiento del niño en la familia. Los hijos pequeños tienden a repartir menos. Los mayores, a dar una cantidad mayor… El que no llora, no mama”.
El doctor Kang Lee, del Instituto de Estudios sobre el Niño de la Universidad de Toronto, Canadá, hace años que estudia la mentira en los niños. La “prueba de honestidad” que realiza consiste en pedir a los chicos no mirar un juguete colocado a sus espaldas, y, después, dejarles solos en la habitación. Al regresar, les preguntan si han cumplido con lo que se les había pedido, y contrastan su respuesta con la grabación de un vídeo. Con esta prueba, han encontrado que la enredada capacidad de mentir existe antes de que sepan abrocharse un botón. Uno de cada cinco niños de dos años miente. Y el uso de la mentira aumenta progresivamente con la edad. A los cuatro años, nueve de cada diez se dan la vuelta y no lo confiesan. Y a los 12 años, la mentira tiene niveles máximos, todos se giran y miran. “Casi todos los niños mienten”, declaraba el doctor Kang Lee cuando presentó el estudio, a edades inferiores a lo que se espera y, además, puede ser una señal de inteligencia : “los que engañan a edades más tempranas también muestran un mayor desarrollo intelectual”. Más listos no significa, necesariamente, más justos, ni siquiera a los tres años.
Los ocho galletas de la tentación
Y así, con las mismas herramientas –juguetes, títeres, pelotas y galletas–, en la Universidad de Yale pusieron precio a la tierna moral de un bebé.
El experimento de Tasimi con el que iniciábamos este reportaje tenía un primer objetivo: averiguar si a los 12 meses distinguen entre una pequeña cantidad de galletas y una cantidad mayor. Y eligen la mayor. Así que ya en sus cabezas existe un claro referente a cantidades y números. Pero, una vez más, retorcieron el rizo, e introdujeron en escena buenos y malos. El malo, sin límite en la “chequera”. Volvemos al teatro: Un bebé en el regazo de mamá, se apagan las luces, se abre el telón y empieza la escena. Una marioneta trata de abrir una caja de plástico transparente con un muñeco dentro. Y no lo consigue. Otra marioneta se pone a su lado y le ayuda a conseguir su objetivo. La escena inicial se repite, pero esta vez, la marioneta que entra en escena salta sobre la tapa de la caja una y otra vez para impedir que la abra. Llega el momento de ofrecer galletas. La marioneta mala ofrece dos galletas y la buena, una. Sorprendentemente, el 80% de los bebés, según explica Tasimi, preferían la única galleta que les ofrecía la marioneta buena. Pero, ¿qué ocurre si la cantidad que ofrece el malo aumenta? Acumulando bienes en manos del gánster, llegaron a un cifra decisiva: ocho galletas. Esa cantidad inclinó la balanza de los bebés hacia el lado oscuro de la moral.
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