Paul Palmqvist Barrena, Universidad de Málaga
Ser vegano está de moda. Para muchos, adoptar una dieta basada solo en productos de origen vegetal representa una cierta filosofía vital en la que, además, se suelen incorporar otros planteamientos existenciales, como ser animalista o preocuparse por el cambio climático y la agricultura sostenible.
Por ello, muchos veganos consideran que quienes practican la dieta omnívora favorecen la explotación animal, la degradación ambiental y los postulados económicos neoliberales. Tales planteamientos no resisten un debate mínimamente serio. Pero cuestionar la dieta vegana, considerada por sus practicantes como una alternativa saludable, equilibrada y sostenible frente a la alimentación tradicional, es ya harina de otro costal. Por ello, conviene indagar si la evolución de nuestros ancestros nos ofrece claves sobre este debate.
La biología evolutiva nos muestra que los humanos nos diferenciamos de otros primates en ser la especie más genuinamente omnívora de este orden de mamíferos. Así, los Homo sapiens mostramos una serie de adaptaciones, tanto anatómicas como fisiológicas, hacia una dieta más carnívora que la de los grandes simios, como el chimpancé, el gorila o el orangután, nuestros parientes vivos más próximos. Igualmente, manifestamos otros rasgos derivados de la misma, como el tipo de parásitos que albergamos.
Sin ánimo de ser exhaustivo, las principales evidencias evolutivas que permiten argumentar en contra de la conveniencia de una dieta vegana serían las siguientes:
La dieta carnívora, más rica en energía (en kJ por día y kg de masa corporal) y más digerible respecto a lo esperable de nuestra tasa metabólica, nos abrió además la puerta al acceso a aminoácidos esenciales y otros micronutrientes, como ciertos ácidos grasos omega-3 (EPA y DHA), presentes solo en los tejidos animales.
Otro compuesto importante es la taurina, aminoácido muy escaso en la materia vegetal, con efectos antioxidantes y antiinflamatorios. Resulta que la capacidad de sintetizarlo es muy baja en los humanos y está ausente en los félidos, hipercarnívoros por excelencia.
Estas adaptaciones a la dieta omnívora se reflejan también en nuestras expectativas de vida. Los humanos tenemos una longevidad potencial un 30% superior a la de los grandes simios. La selección de genes adaptativos para el consumo de grasas animales, como el alelo ApoE3, jugó un papel relevante en el cambio hacia una dieta más carnívora y una vida más larga durante la evolución del género humano, reduciendo el riesgo de padecer alzhéimer, enfermedades vasculares e infecciones microbianas.
Por todo ello, no es casual que en tres cuartos de las sociedades de cazadores-recolectores nómadas, que representan nuestro estilo de vida tradicional (donde actuó la selección natural, a diferencia de en las sociedades modernas), la caza y/o la pesca supongan más del 50% de la dieta. Mientras que lo contrario ocurre solo en un 14% de ellas. En cambio, en los chimpancés la carne representa solo el 3% de la dieta.
El menor consumo de carbohidratos en las poblaciones humanas tras la adaptación a una dieta más carnívora pudo propiciar la aparición de la resistencia a la insulina (diabetes mellitus tipo II) como mecanismo para acumular grasa corporal en los momentos de abundancia de recursos. La frecuencia de esta enfermedad en las poblaciones humanas modernas oscila hoy entre el 7 y el 14%, aunque su prevalencia ha aumentado desde el 3-6% en 1980, debido al sobrepeso por consumo excesivo de ácidos grasos saturados, la escasez de fibra vegetal, las bebidas con azúcares libres y la vida sedentaria.
Finalmente, una evidencia más de nuestra adaptación temprana a la dieta carnívora proviene de las tenias, familia de cestodos parásitos que usan a los carnívoros como hospedadores definitivos. Tres especies del género Taenia se valen solo de nosotros para completar su ciclo, aunque también pueden infectarnos como hospedadores intermedios secundarios, lo que da lugar a la cisticercosis. En cambio, estos parásitos no infectan a los simios en condiciones naturales. Las últimas evidencias científicas indican que la adaptación de tales cestodos a infectar a los humanos en la fase final de su ciclo tuvo lugar en África poco después de que aparecieran nuestros ancestros en el continente. Es decir, que también ellos comían carne.
En función de estos argumentos, parece que una dieta exclusivamente vegana no solo resulta antinatural en nuestra especie, dado nuestro pasado evolutivo, sino que hay razones fisiológicas de peso que la desaconsejan. Como tal, no debería considerarse una alternativa recomendable frente a la dieta mediterránea, más equilibrada y saludable. La biología evolutiva es clara al respecto.
Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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