Rosario Mérida Serrano, Universidad de Córdoba; Elena González Alfaya, Universidad de Córdoba; Julia Rodríguez-Carrillo, Universidad de Córdoba; María de los Ángeles Olivares García, Universidad de Córdoba y Miguel Muñoz Moya, Universidad de Córdoba
La actual sociedad digital, caracterizada por el ritmo frenético de trabajo, los tiempos multitarea, los aprendizajes simultáneos, la competitividad y las exigencias desmedidas, sitúan a la infancia en un ecosistema de vida acelerado.
En este contexto, la aspiración de muchos adultos es que los niños y niñas triunfen, alcanzando el máximo nivel de desarrollo académico con el fin de conseguir la cota más alta de cualificación profesional. Eso se entiende como una “garantía” para obtener una buena posición en la escala social.
Y para conseguir este anhelado “éxito social”, las familias se afanan en “institucionalizar” a sus hijos e hijas, cada vez a una edad más temprana, en una diversidad infinita de tareas, apelando al beneficio que estas reportarán al desarrollo personal de la infancia.
Desde esta lógica de institucionalización, se amplían los horarios de ocupación, supuestamente educativa, y a la jornada escolar habitual se suman todo tipo de actividades extraescolares, entre las que resultan irrenunciables las clases en un segundo o tercer idioma, la música o las actividades deportivas.
El discurso social dominante obliga a incorporarse a una especie de carrera frenética, justificada por el futuro bienestar profesional, desoyendo en muchas ocasiones el sentir de la infancia y sin tener en cuenta el latido vital de sus ritmos de juego, de relación con sus iguales, de ocio y de gestión de un tiempo pausado para reflexionar, observar, explorar y construir su incipiente identidad personal.
Sin embargo, las experiencias durante la infancia determinan, en buena medida, la manera de situarse en la vida, así como la adquisición de las mejores herramientas para afrontarla.
Por eso, es necesario partir de una concepción de infancia potente y rica en potencialidades, que exige el reconocimiento de su dignidad y, al amparo de su derecho a la educación, la puesta en marcha de iniciativas desde los ámbitos familiar, escolar y social para descubrir y potenciar sus talentos.
Las aportaciones de la Teoría de las Inteligencias Múltiples suponen el cambio paradigmático desde una concepción de inteligencia estática, innata e influenciada por la herencia, medida a través del cociente intelectual, hasta un modelo integral de inteligencia dinámica, modulada por el contexto, que incluye diferentes ámbitos cognitivos, los cuales afloran de manera diferenciada y única en cada individuo.
En efecto, cada aprendiz posee un perfil diferencial, tanto en sus capacidades como en su forma de aprender, fruto de la combinación personal de los diferentes tipos de inteligencia –lingüística, musical, espacial, lógico-matemática, corporal-kinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista–.
La combinación singular de las inteligencias de cada niño o niña constituye su talento: un “tesoro” que hay que descubrir y potenciar. Será trabajo de los y las profesionales de la educación diseñar ambientes de aprendizaje –en los primeros años, fundamentalmente la familia, la escuela y los artefactos culturales y digitales– que permitan aprovechar al máximo la plasticidad del cerebro infantil.
La finalidad es conseguir la transformación de las potencialidades que todo ser humano posee, en competencias para desenvolverse exitosamente en una situación real.
Dicho de otro modo, desde el ámbito de la neuroeducación se viene demostrando que somos seres programados para aprender y que necesitamos la atención, la emoción y la interacción social como ingredientes imprescindibles para gestionar la inteligencia y transformarla en talento. De igual manera, la creación de hábitos y el entrenamiento son dos factores que favorecen la aparición del talento.
Por tanto, cuando hablamos de talento, nos referimos a un concepto que trasciende la inteligencia cognitiva y la inteligencia emocional. Nos referimos al nuevo modelo que está emergiendo de los descubrimientos neurocientíficos y que se concreta en la denominada “inteligencia ejecutiva”, una inteligencia en acción y para la acción.
En esta concepción de talento ocupa un lugar destacado la memoria creadora, la cual está íntimamente vinculada con el pensamiento divergente, aquel que nos permite vislumbrar nuevos caminos y explorar horizontes desconocidos.
Pero ¿cómo podemos fomentar el talento de nuestros pequeños y pequeñas? Como orientaciones podemos sugerir:
En definitiva, la educación puede transformar la inteligencia que posee cada persona en talento al diseñar ambientes de aprendizaje estimulantes, diversos, lúdicos y respetuosos con los tiempos y ritmos infantiles.
Una vez descubierto el talento de cada aprendiz –porque nadie puede ser bueno en todo pero, sin duda, todos somos buenos en algo–, serán el entrenamiento, la práctica y los hábitos de trabajo sistemáticos las variables que permitan que esa capacidad individual extraordinaria se convierta en excelencia vital y profesional.
Rosario Mérida Serrano, Catedrática de Didáctica y Organización Escolar, Universidad de Córdoba; Elena González Alfaya, Profesora del Área de Didáctica y Organización Escolar, Universidad de Córdoba; Julia Rodríguez-Carrillo, Contratada predoctoral FPU en el Departamento de Educación de la Universidad de Córdoba, Universidad de Córdoba; María de los Ángeles Olivares García, Profesora del Área de Didáctica y Organización Escolar, Universidad de Córdoba y Miguel Muñoz Moya, Doctorando en Educación. Área de Didáctica y Organización Escolar, Departamento de Educación, Universidad de Córdoba
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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