Diego Palacios Cerezales, Universidad Complutense de Madrid
En agosto de 1821 llegó a Santander José Canga Argüelles, recién cesado como Ministro de Hacienda. Según contaba el periódico Miscelánea de comercio, política y literatura, “en la noche siguiente dispusieron varios jóvenes darle una música con sartenes, almireces &c que allí se llama cencerrada, […] diciéndole algunos denuestos y gritándole coplas alusivas a la transacción que hizo con el comercio de Bilbao, que tanto ofendió a los santanderinos”.
Un mes después, otros santanderinos que, decía el periódico, “no sería extraño que tomasen el nombre de pueblo”, dedicaron dos noches de cencerrada al Obispo, que había dado un sermón que no había gustado a los liberales. Además le cantaron el Trágala, una canción política que seguía la forma de muchas coplas de carnaval, con un coplista modulando versos acorde a quien le estuvieran dedicando la canción y un coro berreando “trágala, trágala, perro/tú que no quieres la constitución”.
Hoy, en 2020, habríamos llamado escraches a esas acciones. Cencerradas políticas las llamaron los españoles durante más de cien años de vida constitucional.
La palabra escrache llegó a España en 2013, de la mano de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH), que la importaba del activismo argentino. Desde la década de 1990 en Argentina llamaban así a las reuniones ruidosas frente a la casa de los responsables del secuestro y asesinato de 30 000 personas durante la dictadura (1976-1983), que se mantenían impunes por los pactos de la transición argentina a la democracia. El escrache castigaba simbólicamente sus crímenes mediante su señalamiento ante el vecindario.
Puntualmente, algún participante podía tirar piedras o amenazar de muerte, pero los asociados a HIJOS, el principal grupo convocante, insistían en el carácter pacífico de sus escraches, animaban a darles un tono carnavalesco y apartaban a los activistas violentos.
La campaña de escraches de la PAH de 2013 fue una prolongación de una Iniciativa Legislativa Popular. Después de haber presentado casi un millón y medio de firmas al congreso, con los escraches se trataba de dar visibilidad a su enfado con los políticos que habían impedido su tramitación en los términos preferidos por la PAH. Una docena de políticos del entonces partido gobernante sufrieron escrache durante unas horas. Se les reprochaba que habían tenido una solución en sus manos y habían preferido votar no.
Que se importe una palabra nueva invita a pensar también en la novedad de la práctica. Sin embargo, las cencerradas políticas han acompañado la historia del gobierno representativo en Europa.
Mientras la Francia posrevolucionaria se parlamentarizaba con la Carta de 1814, los franceses aprendían de los británicos a castigar con noches de cacerolas y coplas satíricas a los magistrados y representantes que actuaban en sentido contrario a las preferencias locales.
Si en Gran Bretaña eran sobre todo las bases conservadoras las que daban cencerradas a radicales y reformistas, en Francia fueron los liberales los principales instigadores del allí llamado charivari.
Como en Gran Bretaña, era al regreso de los diputados a su tierra de origen, al final de la temporada parlamentaria, cuando los ciudadanos recibían a sus campeones con serenatas y a los traidores con cencerradas.
Los activistas de Aide-toi, le ciel t’aiderá, una asociación que incubó a gran parte de la élite liberal y demócrata francesa, publicaba el registro de votos de cada diputado en la Asamblea, invitando con ello a los ciudadanos a juzgar su desempeño.
Con la revolución de 1830 y la moderación de muchos radicales aupados por la misma, el verano de 1831 contempló catorce charivaris; el de 1832, noventa y cuatro.
Los campeones del charivari lo presentaban como parte del diálogo transparente entre ciudadanos y representantes. Quienes sufrían las cencerradas, en cambio, las denunciaban como coacciones y clamaban por la independencia de su criterio respecto a minorías vociferantes.
Con la victoria del constitucionalismo en Portugal, en 1835 algunos liberales lusos también concebían las virtudes de la cencerrada:
“El diputado inmoral o vendido, debe encontrar su reprobación en la indignación y el ruido del pueblo. En Francia e Inglaterra, a ese se le recibe con el charivari, que es un motín de cencerros, cacerolas, chocolateras gaitas e instrumentos desafinados […] Si entre nosotros existiera el charivari, no se prostituirían tantos diputados”
O Nacional (Lisboa) 18 de mayo de 1835. Reproducido en A Guarda Avançada (Lisboa), 20 mayo 1835.
Aunque no contamos con una investigación monográfica sobre la cencerrada política en España, una búsqueda preliminar muestra que durante todo el siglo XIX se practicó para castigar a diputados, alcaldes, gobernadores civiles, curas y obispos.
A diferencia de otras formas de política que abundaron en ese siglo rico en insurrecciones, guerrillas y motines, en la cencerrada se mantenía una distancia entre los ciudadanos que protestaban y el personaje repudiado.
No era un linchamiento, ni se saqueaba el domicilio, ni se emplumaba a la víctima, como había sido común en los orígenes de la democracia estadounidense. Era una expresión pública de repudio, pero indirecta. Un romance de cordel de 1870 presentaba la carrera de los políticos españoles como una serie de episodios en los que cambiaban de traje, se enriquecían, traicionaban sus orígenes y a quienes, cuando giraba en su contra la rueda de la fortuna “la gente honrada daba una cencerrada”.
La cencerrada política nació pues en diálogo con las dificultades, ficciones y contradicciones de la primera época del gobierno representativo. Ponía sobre la mesa la relación problemática entre autoridades y representantes, por un lado, y los ciudadanos a los que, en un contexto de soberanía nacional o popular, supuestamente se debían.
En la forma y en el nombre, la cencerrada política del siglo XIX adaptó una forma de castigo popular simbólico a la violación de normas comunitarias que se practicaba en toda Europa desde tiempos inmemoriales.
Los ciudadanos europeos habían oído contar, visto o practicado cencerradas en sus pueblos y ciudades, por lo que cuando la cencerrada se politizó, les resultó fácil reconocer su forma y significado. También, como el famoso Trágala liberal, la cencerrada estaba asociada a las coplas de maldecir y a las inversiones de roles propias del carnaval. Era el lo contrario a una serenata.
Entrando en el siglo XX, el nazismo alemán, como hizo con el partido político, la milicia ciudadana o el plebiscito, convirtió la cencerrada en un arma para la exclusión.
Según el historiador Ernst Hinrichs, en la década de 1930 los militantes nazis se apropiaron de la cencerrada tradicional para señalar a los judíos, preparando el terreno para su posterior expulsión física y aniquilamiento. Ya no se trataba de denunciar que alguien hubiera violado las normas de la comunidad, o unas expectativas de comportamiento político, sino de excluir por razones étnicas o ideológicas.
Con estos referentes, políticos contemporáneos han desarrollado estrategias retóricas para asociar todo uso del escrache con el fascismo y es habitual oír análisis perezosos que borran la frontera entre el escrache y el acoso. Con ello, más allá de denigrar a sus críticos, podrían estar renunciando a un diálogo más abierto con las contradicciones intrínsecas de la política democrática y la soberanía popular.
Una mirada a largo plazo permite afirmar que la cencerrada política, en su forma tradicional, ha acompañado la política constitucional y señalado la falla insuperable de la relación entre representantes y los representados. Su papel en la vida democrática ha sido limitado, pero la cencerrada no es sino uno más de los muchos e imperfectos contrafuertes de la democracia que, como analiza Pierre Rosanvallon, canalizan la desconfianza hacia los gobernantes consustancial a la democracia, complementando los efectos benéficos de las elecciones.
Algunos publicistas del siglo XIX pensaron que la cencerrada estaba llamada a ser un elemento permanente de la vida parlamentaria. Sin embargo, se trataba de una forma con límites, contradicciones y riesgos, sobre todo porque la pretensión de los cencerrantes de hablar en el nombre del pueblo, o la comunidad, o los españoles, nunca casa con realidades sociológicas complejas y plurales. Por ello, la cencerrada se practicó en coyunturas y campañas delimitadas.
Se puede pronosticar que, pasado su actual ciclo, la cencerrada se difumine de nuevo del horizonte político. Igualmente, si el gobierno representativo sobrevive, es muy probable que en nuevas coyunturas resurja y se reinvente, recordándonos de nuevo las aporías en las que vive la representación democrática.
Diego Palacios Cerezales, Investigador Ramón y Cajal- Historia, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
La clave está en cuánto somos capaces de predecir de la pieza, y hasta qué…
Un nuevo estudio prevé un fuerte aumento de la mortalidad relacionada con la temperatura y…
Los investigadores ha descubierto un compuesto llamado BHB-Phe, producido por el organismo, que regula el…
Un nuevo estudio sobre la gran mancha de basura del Pacífico Norte indica un rápido…
Una nueva teoría que explica cómo interactúan la luz y la materia a nivel cuántico…
Pasar dos horas semanales en un entorno natural puede reducir el malestar emocional en niños…