Es el momento para la economía circular y que los productos que consumimos formen parte del ciclo de la vida
En la naturaleza no tiene sentido hablar de basura. La mayoría de los procesos naturales son cíclicos, por lo que no generan desechos. Nada se pierde, todo se reutiliza. El excremento de un organismo es la merienda de otro.
Todos recordamos el ejemplo más sencillo: el ciclo del agua. El agua de lluvia llega por los ríos al mar, donde se evapora y forma nubes que descargan más lluvia.
La vida en la tierra se basa sobre todo en dos ciclos químicos básicos: el del carbono y el del nitrógeno. La actividad humana los ha perturbado, y nuestra economía opera al margen de estos procesos. Solo un entendimiento profundo de cómo funciona la química del planeta nos puede ayudar a desarrollar una economía compatible con la vida: la bioeconomía, la base de la economía circular.
El ciclo del carbono es bien conocido, y fundamental para la vida en el planeta. El dióxido de carbono liberado a la atmósfera por los animales al respirar se convierte en alimento para las plantas y así regresa a la tierra y vuelve a formar parte de la vida. Aunque el carbono se ha hecho famoso, a veces se olvida el nitrógeno, un elemento esencial para formar aminoácidos, las piezas que forman todos los seres vivos. La mayor parte del nitrógeno es capturado por bacterias que producen amoniaco, que a su vez utilizan las plantas, y que luego comen los animales. El nitrógeno termina en los excrementos, que otras bacterias descomponen, y el ciclo se repite.
Durante este último siglo, el ciclo del carbono se ha visto alterado por la actividad humana. El uso masivo de combustibles fósiles como el petróleo y el carbón ha hecho que el carbono que llevaba millones de años sepultado bajo el suelo se haya liberado en apenas un siglo, un instante en tiempo geológico. Los ecosistemas no son capaces de reciclar este carbono, que se acumula en la atmósfera.
Por otro lado, una gran parte del nitrógeno necesario para los cultivos ya no proviene de los excrementos animales, sino de amoniaco fabricado a partir del nitrógeno atmosférico, usando un proceso que necesita grandes cantidades de gas o petróleo para fabricar fertilizantes sintéticos. Estos fertilizantes terminan contaminando ríos y mares. Además, la mayor parte de los productos que consumimos están fabricados con plásticos, y solo una pequeña parte se recicla. En otros casos se queman, liberando aún más CO2 a la atmósfera.
A menudo cuando pensamos en biomasa la identificamos con el estiércol, pero hay mucho más
La bioeconomía se basa en comprender todos estos procesos desde la química, a nivel molecular, y así redefinir los procesos industriales, los materiales, y la forma en que producimos energía. La clave está en la biomasa.
Cuando pensamos en biomasa la identificamos con el estiércol, pero hay mucho más. En Europa, cada persona produce 200 kg de biorresiduos urbanos, compuestos principalmente de restos de comida. Los parques, jardines, bosques y campos generan toneladas de residuos vegetales, como hojas, paja o cáscaras. Aquí es donde entran las biorrefinerías.
Igual que en una refinería se convierte el petróleo crudo en productos útiles, como la gasolina, en las biorrefinerías se transforma la biomasa para su uso como combustible o materia prima. El uso más conocido es transformar la biomasa de estos residuos en bioetanol o biogás para su uso como combustible, pero en realidad en Europa el 60% de esta biomasa se transforma en otros bioproductos, como plásticos, aceites o fertilizantes.
El centro tecnológico AINIA, una entidad sin ánimo de lucro que aúna a más de 700 empresas, participa en el proyecto europeo URBIOFIN para transformar biomasa urbana. En su biorrefinería PERSEO se obtiene bioetanol, pero se ha actualizado para transformarlo a su vez en bioetileno, un gas que se utiliza para acelerar la maduración de frutas y verduras en la industria alimentaria.
Los avances también se producen en las refinerías de petróleo tradicionales. Mediante el proceso DETAL, la empresa Cepsa consigue fabricar alquilbenceno lineal (LAB), una materia prima utilizada para fabricar detergentes biodegradables, con menor uso de agua, materias primas y menores emisiones de CO2.
La agricultura es la segunda actividad que más gases de efecto invernadero produce. Para hacerla sostenible es imprescindible reducir y optimizar el consumo de agua, reducir las emisiones en la maquinaria agrícola y el transporte, y reducir el impacto de los desechos producidos en las cosechas. Sin embargo, persiste el problema de la fabricación de fertilizantes sintéticos, que requiere un elevado consumo de combustibles fósiles.
La empresa española Fertiberia, fabricante de productos agrícolas, está desarrollando un proyecto llamado B-ferst cuyo objetivo es desarrollar fertilizantes sostenibles a partir de residuos agrícolas, ganaderos, de la industria agroalimentaria y de lodos procedentes de Estaciones de Depuración de Aguas Residuales (EDAR). Por su parte, AINIA también participa en un proyecto para la producción de fertilizantes en biorreactores a partir de algas. Esta biomasa se transforma mediante reacciones enzimáticas en líquidos con un alto contenido en aminoácidos, y por tanto aprovechables como fertilizante.
El uso de los plásticos es uno de los ejemplos más claros de los inconvenientes de la economía lineal. La materia prima es el petróleo y sus derivados, por lo que no se renueva, y sus depósitos terminarán agotándose. Además, el plástico es muy resistente a la degradación natural, por lo que los residuos que se generan no son asimilados por el medio ambiente y se acumulan.
El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente calcula que España tira al océano unas 126 toneladas de plástico al día, lo que supone unas 46.000 toneladas al año. El reto presenta múltiples frentes que hay que atacar al mismo tiempo: mejorar la recogida y reciclaje de residuos, fabricar plásticos a partir de biomasa como materia prima y, por último, conseguir plásticos biodegradables que se descompongan en el medioambiente en lugar de permanecer en él.
La empresa ErcrosBio, a través de un proyecto de I+D, ha creado un bioplástico usando PLA, un polímero del ácido láctico, y PHA, un polímero que se elabora a partir de materias primas vegetales renovables como la caña de azúcar. Este bioplástico podría llegar a degradarse en solo seis semanas en un compostador, capturando dióxido de carbono en el proceso, y produciendo a su vez agua, minerales y fertilizantes.
Sin embargo, el bioplástico debe perdurar lo suficiente para que pueda ser útil en su uso comercial, y no debe descomponerse mientras se está utilizando. Por este motivo hay bioplásticos que solo se degradan a temperaturas superiores a 60 grados, mientras que otros solo lo harán en condiciones de alta humedad y añadiendo microorganismos que completen el proceso.
Domingo Font, jefe de ventas de compuestos de PVC y especialidades de Ercros, afirma que en sus oficinas tienen botellas con una antigüedad de ocho años que siguen en perfecto estado. Esto garantiza la seguridad de su contenido a lo largo del tiempo.
En el año 2019 se emitieron a la atmósfera 37.000 millones de toneladas de dióxido de carbono, y una gran parte provienen del consumo de combustibles fósiles como el carbón, el gas natural y los derivados de petróleo.
Los biocombustibles proceden de fuentes renovables, esto es, no se agotarán como los combustibles fósiles. Y aunque producen emisiones, estas provienen de un carbono capturado en la biomasa, es decir, se puede convertir en un proceso neutral.
En este sentido, el Centro Nacional de Energías Renovables (CENER), a través del proyecto CLARA, está desarrollando un proceso para la producción de biocombustibles mediante la gasificación de los residuos de fermentación (por ejemplo, de la cerveza), restos vegetales o residuos procedentes de la ganadería. El resultado es un biogás que puede sustituir al carbón y al gas natural.
La bioeconomía es la nueva economía, y como todo en la naturaleza, es circular. De nosotros depende que eche a rodar cuanto antes.
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