La Oficina Federal de Carreteras de Suiza probó en 2010 un nuevo método para deshacer la nieve en las calles y autopistas de su país: esparcir melaza, es decir, el residuo que queda después de procesar la caña de azúcar. Se trataba de evitar regar las calles con sal cada vez que nevara, cosa habitual allí. ¿Por qué? Porque el cloruro sódico se infiltra fácilmente en suelos y aguas superficiales, causando daños a fauna y flora. Se utiliza en España y muchos otros países porque es un modo barato y fácil de bajar el punto de congelación del agua –que se necesite más frío aún para que solidifique–.
Esta forma de combatir las heladas en el pavimento no se ha adoptado definitivamente porque, como escribía con mucha gracia el diario Le Parisien, «el método dulce es entre cinco y diez veces más caro que el salado». La idea venía de otra similar, pero sin aspiraciones ecologistas: formar una película pegajosa sobre la carretera para, después, fijar mejor la sal que se arroja.
Pero, hoy por hoy, la solución en España sigue siendo la sal. A lo sumo, la salmuera –sal disuelta en agua– mezclada con arena que se utiliza en algunas ciudades. El año pasado, en un solo temporal llegado en enero, el Ministerio de Fomento arrojó 6.638 toneladas de sal, 2.379.789 litros de salmuera y 0,15 toneladas de cloruro cálcico (aparte de habilitar 689 quitanieves de empuje).
Y solo el Plan de Actuación ante Nevadas 2012-2013 en la Red de Carreteras del Estado para la Comunidad de Madrid ordena desplegar hoy «150 máquinas quitanieves y 62 esparcidoras de sal, así como almacenes de fundentes (sal) situados en 14 municipios, con capacidad para más de un millón de litros».
Al habla con Ecologistas en Acción, Santiago Martín Barajas comenta a QUO que «la sal no es un gran problema en España, sobre todo porque se trata de mejorar la seguridad vial, cosa que nos parece bien que esté por encima en este caso». Reconoce que es cierto que «las zonas donde se vierte sal la vegetación y las aguas superficiales sufren», pero también ocurre que «si sigue lloviendo o nevando, la sal se disuelve fácilmente y se reduce el nivel de concentración». También, el daño «depende mucho del tipo de suelo, calcáreo o de silicio…». Pero es cierto que si el agua es demasiado salina, causa problemas a la fauna que la bebe, o a través de las plantas que come.
Aún así, en Canadá, que algo saben de nieve, su Ministerio de Medioambiente se atreve a poner números a los inconvenientes de esparcir sal en su red vial: se contamina el 20% del agua que queda cerca de las zonas más «trabajadas», y casi dos árboles mueren al año por kilómetro de carretera por causa de la salinidad del terreno, cosa que equivale a unos 890 dólares canadienses cada uno (unos 667 euros).
El país norteamericano también ha tasado el daño que la corrosión causa en los coches. Según las estimaciones de ese ministerio, con datos de la industria automovilística, un coche canadiense pierde un valor de unos 143 dólares al año (unos 110 euros); y si se trata de mejorar la protección anticorrosión al fabricar los vehículos, la industria ha logrado reducir de 316 a 29 los dólares que emplea en revestir sus coches.
Aún así, en países como Alemania y algunos nórdicos está hasta prohibido bajo amenaza de multa el uso de sales de cualquier tipo. Allí se utiliza acetato de potasio (la base de los anticongelantes comerciales) o el acetato de calcio magnesio que se usa en EEUU. Son muy eficaces pero unas 20 veces más caro (por ahora) en cuanto a producción. Ambos pueden disolverse fácilmente en agua para su distribución, y resultan inocuos para la vegetación y la fauna.
Y en los aeropuertos se utiliza urea porque es menos corrosiva para los aviones. El aeropuerto de El Prat (Barcelona) cuenta con un depósito de 20 toneladas de urea y 20.000 litros de líquido fundente. También cuenta con un vehículo medidor de fricción que permite conocer el nivel de rozamiento de las pistas, para medir la seguridad de los aterrizajes y despegues.
Redacción QUO
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