En efecto, las células de la piel se renuevan periódicamente, especialmente las que forman parte de la epidermis, que es la capa más superficial del cuerpo humano. Los diminutos ladrillos que construyen el tejido se reponen en ciclos que duran unas dos semanas: unos mueren y otros nuevos ocupan sus lugares. De ahí que la lógica sugiera que la piel no puede ser más vieja de 14 días. La paradoja de que la regeneración constante no frene el envejecimiento se explica por las mutaciones que el ADN acumula en las mitocondrias, que son las principales centrales energéticas de las células. Estos compartimentos sí que se degeneran irremediablemente desde el nacimiento, y transmiten la decadencia que acumulan a sus descendientes.
Los daños en el genoma se traducen en la degradación del colágeno, que es el tejido que da firmeza a la piel. A partir de los 20 años, la producción de colágeno disminuye alrededor de un 1% anualmente, lo que provoca que la cubierta del cuerpo sea cada vez más fina y frágil. El organismo también produce menos células de tejidos como la elastina, que son los que dan resistencia y elasticidad a la piel.