Corría el año 1347 y en el puerto de Mesina, Sicilia, atracó un barco que cambió la historia de Europa. A bordo se respiraba un ambiente fantasmal. Los cadáveres y los marineros todavía vivos tenían el cuerpo cubierto de bultos negros. Aquella imagen provocó desconcierto, nadie había visto antes algo parecido. La tripulación moribunda, que llegaba de Oriente, fue víctima del patógeno Yersinia pestis. Ellos fueron los transmisores de la peste negra, y a falta de remedio que lo evitara, propagaron su mal con una rapidez extraordinaria. Numerosas ciudades italianas perdieron cerca del 60% de la población.
Luego les llegó el turno a Inglaterra, España, Francia, Rusia, Escandinavia, Hungría y África del Norte. Entre 1347 y 1351, la peste negra mató a cerca de 50 millones de personas en toda Europa. Según revelan datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el patógeno Yersinia pestis, sigue causando estragos en América, África y Asia. Sin ir más lejos, durante 2003 aparecieron más de 2.000 casos en nueve países.
Las incógnitas de la peste negra, casi setecientos años después, aún no se han desvelado. Aunque podrían descifrarse muy pronto gracias a la investigación desarrollada por Hendrik Poinar, biólogo de la Universidad McMaster de Canadá, y Johannes Krause, profesor de la Universidad de Tubinga, Alemania. Ambos han buscado las “sepulturas de emergencia”, abiertas entre 1348 y 1350 en el cementerio londinense de East Smithfield y han desenterrado de sus tumbas a cuatro víctimas de la enfermedad.
A pesar del daño molecular sufrido, Poinar y Krause recuperaron pequeños fragmentos, localizados en los dientes, del “ADN antiguo” del patógeno Yersinia pestis. Y la conclusión del estudio resultó sorprendente: la peste de la Europa del siglo XIV es genéticamente muy parecida a la actual. Por tanto, la medicación de que disponemos ahora habría bastado, en aquella época, para evitar una catástrofe demográfica.
Este descubrimiento reafirma la frase mortui viventes docent, “los muertos enseñan a los vivos”, que ha terminado convirtiéndose en lema de la Asociación Internacional de Paleopatología. “Nuestra disciplina estudia los vestigios que las enfermedades de la Antigüedad han dejado en restos tanto humanos como animales. A partir de ellos podemos obtener información sobre la forma de vida en una época concreta”, señala el doctor Albert Isidro.
Para la Paleopatología, adquiere relevancia el análisis de los cuerpos momificados. Los hay que han sobrevivido al paso de los siglos mediante el uso de sustancias embalsamadoras; en cambio, otros han obrado el milagro gracias al efecto conservante de determinadas condiciones climáticas. Un ejemplo sería Ötzi, el hombre de los hielos dormido dentro de un glaciar durante 5.300 años. Su cadáver lo encontraron cerca de Innsbruck, Austria, en 1991. Los expertos aseguran que tenía 45 años, sufría una infección intestinal y, lo más sorprendente, sus pulmones parecían propios de un fumador pasivo. Las dudas se despejaron cuando quedó claro que en la Europa neolítica los pobladores vivían en cavernas llenas de humo. La Paleopatología empieza a dar frutos de gran interés y alimenta el optimismo ante los cientos de miles de momias que quedan todavía por descubrir.
Assumpció Malgosa, antropóloga y directora del Grup de Recerca en Osteobiografia (GROB) de la Universitat Autònoma de Barcelona, y el doctor Albert Isidro
presentaron el XI Congreso Nacional de Paleopatología, celebrado en Andorra en septiembre de 2011, y presentaron sus conclusiones sobre uno de los estudios más ambiciosos de Europa sobre la extinta monarquía catalana. Antropólogos, forenses, médicos, genetistas, micólogos… la lista de profesionales que participaron impresiona.
Se trataba de un planteamiento multidisciplinar, dirigido por el Museo de Historia de Cataluña, para descubrir los secretos de una tumba, jamás profanada, donde reposaban desde 1302 los restos de Pedro el Grande (Pere II el Gran para la Casa de Barcelona, Pedro I el Grande del Reino de Valencia o Pedro III de Aragón). Se midieron los gases que contribuyeron a fosilizar el cuerpo. A través de un pequeño orificio, introdujeron una sonda que analizó la atmósfera interior antes de levantar la losa. Al rey lo radiografiaron dentro y fuera del sarcófago. Luego lo trasladaron al hospital Joan XXIII de Tarragona. Allí le practicaron un TAC para detectar posibles enfermedades óseas. Cuando terminaron, lo trasladaron al Centre de Restauració de Béns Mobles de Catalunya (Valldoreix). “El estado del cuerpo era muy delicado, había que cogerlo con pinzas”, señala Albert Isidro.
Otro de los casos interesantes tratados en el congreso se refiere al hombre del Museu Darder, también conocido como “el negro de Bañolas”. A mediados del siglo XIX, los hermanos Edouard y Jules Verreaux, de profesión taxidermistas, viajaron desde Francia a la actual República de Botsuana. Allí presenciaron el entierro de un nativo; al caer la noche, lo desenterraron e incluyeron en el material de su colección. El bosquimano fue expuesto en París durante años. Se especula incluso con la posibilidad de que Julio Verne se inspirara en él para construir dos relatos: Las aventuras de tres rusos y tres ingleses (1872) y La estrella del sur (1884). En 1915 fue cedido por Francesc Darder al Museu de Banyoles, Girona, donde se exhibió en la Sala del Hombre hasta 1992.
“Muchos niños lo miraban dudando de si era un hombre de verdad”, dice María José Adserias, odontóloga forense. Los estudios de antropometría, radiología, odontología, toxicología y anatomía patológica encontraron anomalías detectadas en las uñas y los dedos de las manos han revelado que sufría una enfermedad respiratoria o cardíaca crónica. Tenía entre 27 y 32 años cuando falleció. El pelo de la cabeza y el bigote eran suyos. Le faltaban los 4 incisivos inferiores debido, quizá, a un ritual de adolescencia típico de numerosas tribus africanas. “Pero no se descarta que los perdiera después de muerto, tal como indica el buen estado de conservación de los alveolos. En lugar de columna vertebral, le habían puesto una tabla de madera. Estaba relleno de fibras vegetales”, comenta María José Adserias, quien junto con el médico forense Narciso Bardalet han sido los responsables del estudio.
Los restos del bosquimano descansan, desde octubre de 2000, en el parque de Tsholofelo, en Gaborone (Botsuana), pero su piel y su pene, de 8,5 centímetros de largo, se quedaron en el Museo de Antropología de Madrid durante años, hasta que fueron devueltos. Nadie sabe el motivo. Los misterios que encierra el arte clásico de la diplomacia no se desvelan ni con un TAC.
Quien sí sabe mucho de misterios es el Vaticano. “Me llamaron allí porque parecía que el cuerpo momificado de santa Rosa daba señales de deterioro. Pero cuando le quitamos la capa de barniz, vimos que se mantenía en un estado perfecto. Lo chocante vino después, con el análisis realizado. La mujer carecía de esternón. Esta anomalía es incompatible con la vida. En la literatura médica aparecen solo cuatro casos que demuestran que, como mucho, se puede vivir sin esternón uno o dos días; en cambio, santa Rosa llegó a la edad adulta. Pero aún hay más. Tenía los ventrículos del corazón completamente separados. El izquierdo era pequeño y contenía un tumor benigno en el interior. Lo considero un milagro”, afirma otro de los ponentes que acudió al Congreso de Paleopatología, el italiano Luigi Capasso, director del Museo Universitario de Chieti.
Además de milagros, el profesor Capasso ha estudiado en profundidad el drama de Herculano, una ciudad enterrada por el polvo volcánico del Vesubio en el año 79. “Entre las momias que encontramos había 20 niños abrazados a sus madres. La población entera respiró ceniza y les reventó el cerebro. También quedan restos de un barco que nunca llegó a navegar. Como murieron todos al mismo tiempo, disponemos de una información demográfica completa”, dice Capasso.
De la misma manera que respirar ceniza se convirtió en un billete de ida al más allá sin escalas, el polvo de momia resultó ser la aspirina de la Edad Media. Monarcas como Francisco I de Francia llevaban siempre consigo una provisión importante del “medicamento”, con la esperanza de curarse de posibles enfermedades o heridas de guerra.
Aunque poco tendría que ver su sabor con el de la aspirina infantil. Quizá fuera aceitoso, efecto provocado por las resinas, y también algo picante gracias al natrón, sal blanca translúcida utilizada en el proceso de deshidratación de los cuerpos. Esta creencia se ha mantenido en el tiempo hasta hace poco. Por ejemplo, el sah de Persia le regaló a la reina Victoria de Inglaterra una pequeña cantidad de polvo de momia porque supuestamente lo curaba casi todo. La momificación en Egipto no empezó a practicarse, en las clases altas, hasta bien entrado el Imperio Nuevo. A la gente corriente se la enterraba envuelta con un sudario bajo la arena del desierto. Allí, el cuerpo pierde el agua y se momifica de forma espontánea”, explica José Miguel Parra, doctor en Historia Antigua, autor del libro divulgativo Momias, la derrota de la muerte en el Antiguo Egipto (Crítica) y miembro del equipo que excava las tumbas de Djehuty y Hery en Dra Abu el-Naga (Luxor).
Quién sabe si, como especula el egiptólogo Jaromir Malek, el faraón Tutankamón murió cuando tropezó con un gato en palacio; quizá se habría evitado la tragedia si hubiera tomado una pequeña dosis de polvo de sus antepasados. Pero fueron muchos los males que atormentaron al joven faraón. Sufría la enfermedad de Köhler, oligodactilia (hipofalangismo) en el pie derecho, deformidad en el izquierdo, malaria y paludismo. Este último dato lo sabemos gracias a recientes análisis de ADN realizados bajo supervisión del célebre egiptólogo, Zahi Hawass. Dicho de otro modo, Tutankamón en vida estaba hecho polvo. Pero las momias no solo se han entregado en cuerpo y alma a la industria farmacéutica, también han hecho lo propio en otros terrenos. “Durante la Guerra Civil de Estados Unidos, había tal cantidad de momias, todas ellas envueltas con telas larguísimas, que alguien decidió aprovecharlas para fabricar papel”, explica Parra a Quo.
Las momias tienen mucho que decir; es cuestión de aprender su lenguaje y establecer con ellas un diálogo esclarecedor. Las últimas técnicas, como el TAC (tomografía axial computerizada), ayudan sobremanera a la labor de desvelar sus últimos secretos sin tocarlas. El mencionado método consiste en radiografiar cada milímetro del cuerpo momificado; después, la información se gestiona mediante un programa informático que genera una figura tridimensional. Luego, los científicos van pelando la imagen como una cebolla. Esto permite que a la momia le puedas extraer, de modo virtual, la tela que la envuelve, la masa muscular, los huesos, etc.
Este sería el caso de la Dama de Kemet –una momia egipcia del siglo II d. C.–, analizada a principios del año pasado en la Clínica Quirón de Barcelona.
Hay descubrimientos extravagantes, como el del menú de las ovejas en Laponia. “Gracias al análisis del ADN, acabamos de descubrir que desde el siglo XI hasta el XIX las ovejas de Laponia comían pescado. Ahora queremos saber de dónde procedían originariamente estos animales. Quizá de Noruega o de Suecia. Fui a Laponia; necesitaba testimonios orales que corroboraran las pruebas. Allí localicé a una mujer que me confirmó que su abuela daba de comer cabezas y espinas de pescado a las ovejas”, dice sonriente Milton Núñez, profesor de la Universidad de Oulu, Finlandia.
Ahora, la momia del sacerdote Nikolaus Rungius le mantiene ocupado. “Tenía mucha barriga, gozaba de buena alimentación, tal como sugiere su brazo izquierdo, que, momificado, quedó suspendido en el aire. Nos planteamos averiguar la dieta de su niñez y de sus últimos años”, añade Núñez. Las momias son fuente de misterios que estimulan la imaginación. Solo falta escucharlas para descubrir su eterno retorno entre los vivos.
Rafael Mingorance
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