La superficie del cuerpo humano está representada en la corteza cerebral en una especie de mapa de cada región del cuerpo. Dependiendo de su uso y sensibilidad, cada zona tendrá una extensión u otra. Por ejemplo, las manos son las partes del cuerpo que ocupan la mayor área en la corteza somática ya que son partes altamente sensibles.
Cada región del cuerpo representada está conectada a su superficie corporal correspondiente mediante vías neuronales. En este camino de unión entre cerebro y piel, desempeña un papel clave el tálamo, en el que sucede un primer procesamiento de las señales de los sentidos que llegan desde el exterior.
La información que llega al tálamo se transmite a la corteza con una extraordinaria precisión. Esto nos permite discriminar qué punto de nuestro cuerpo está recibiendo un estímulo externo. Una topografía tan precisa es la base del sentido del tacto y es esencial para la supervivencia de la especie. Y esas neuronas de la corteza somatosensorial se organizan en columnas que se colocan una al lado de la otra, como bloques de lego.
Hasta ahora, y gracias a algunos estudios que resaltan el papel de los factores genéticos para formar estas columnas, se pensaba que esta disposición sucedía como resultado de la experiencia sensorial después del parto. Pero un estudio realizado por el Instituto de Neurociencia UMH-CSIC en Alicante, publicado en Science, muestra que las columnas corticales ya están definidas y son completamente funcionales antes del nacimiento gracias a la actividad eléctrica espontánea del tálamo embrionario.
Es decir, nuestro tálamo durante su desarrollo genera impulsos que envía a nuestro cerebro para que cuando nazcamos ya tengamos sentido del tacto. Y no solo nos ayudan a desarrollar el tacto, también la vista o el oído, ya que se propagan a otros núcleos sensoriales.
«Es muy probable que este mecanismo involucrado en la formación de los mapas sensoriales que hemos descubierto en roedores pueda extrapolarse a los humanos, porque la organización de la corteza se conserva evolutivamente entre especies», explica Guillermina López-Bendito.
«Nuestros resultados indican que la actividad talámica espontánea durante la fase embrionaria es esencial para el desarrollo normal del cerebro, definiendo lo que en neurobiología se denomina período crítico, es decir, un período de tiempo en el que los cambios plásticos son posibles pero después del cual las alteraciones serían irreparables», explica.
Este trabajo puede tener repercusiones a largo plazo en la comprensión de ciertas patologías. Por ejemplo, en algunos trastornos del neurodesarrollo, como el autismo o el síndrome del cromosoma X frágil.