Cada uno de ellos estudió en un lugar diferente, en países distintos a ambos lados del Atlántico. Sus vidas transcurrieron, salvando las distancias, con más referentes culturales comunes de los que nunca antes en la historia de la humanidad podrían haber tenido en común. A ambos les impactó una serie de televisión en la que un astrofísico hablaba del cosmos recorriendo la geografía y la historia para intentar contestar las grandes preguntas de la humanidad. Quizá Sagan les empujó a estudiar Físicas, quizá ya antes habían encontrado que esas preguntas y ecuaciones que al resto de sus compañeros les daban repelús les suponían, por el contrario, un estímulo intelectual y placentero.
Alvar tuvo la suerte de integrarse pronto en un campo de investigación que le llevó al Observatorio Europeo Austral. A mediados de los 80, Garching era un hervidero intelectual para la astrofísica europea. Como chileno, su ilusión era poder trabajar en el nuevo proyecto de un gran telescopio en el desierto de Atacama, pero la posibilidad de viajar a Europa fue un añadido que cambió su vida: era el momento. Thomas también vivía una oportunidad única: recién licenciado, había conseguido publicar un trabajo en una revista de física teórica con un planteamiento sencillo para elaborar modelos de universo en los que se corregían algunos problemas con la isotropía y la homogeneidad. No era La Solución, poco más que un desarrollo de una de las miles de ecuaciones que regulan algún caso particular. Pero eso le valió una beca para dejar Garching, donde estaba su director de tesis, e ir a un centro en Canadá que comenzaba a ser conocido como uno de los bancos de cerebros más ágil en el tema. El mismo día que salía con la última caja llena de papeles del despacho que compartía con otros alumnos se tropezó con un joven menudo de ojos huidizos al que casi arrolla. Chocaron y, de una manera no prevista, se quedaron mirándose una brizna de tiempo más de lo que habría sido normal. ¿Se dieron cuenta? Cada uno de ellos esbozó una excusa y siguió su camino. Divergente.
Dos años después, uno supo del otro; cosas de los congresos internacionales. Fue en Roma, aunque no coincidieron porque su charla la habían programado a la misma hora en sesiones diferentes. De hecho, sus ponencias abordaban desde dos puntos de vista el mismo problema de cómo se alteraban los parámetros de deceleración del universo, y citaban a los mismos autores. Incluso habían mantenido contactos por correo electrónico, intercambiando algún dato o solicitando una prepublicación. Al año siguiente, en Boston, una gripe impidió a Alvar subir desde Chile. Sus artículos, sin embargo, comenzaban a circular en el pequeño mundo de su especialidad, y tenían de hecho algún pequeño contacto por conocidos directos de cada uno.
Posteriormente se acercaron más mediante correos electrónicos y pasándose datos y comentarios. Con el tiempo llegaron a firmar un par de artículos juntos. Trabajaban en un campo fructífero, con constante colaboración internacional; los físicos eran los primeros beneficiarios de la nueva ciencia en red que nacía ahora, y que facilitaba no solo el intercambio de datos, sino la elaboración de nuevos proyectos. Pero cada vez que iban a encontrarse, algo sucedía que impedía que Alvar y Thomas llegaran a conocerse. Alguno de sus amigos comunes llegó a hacer algún comentario jocoso sobre Schrödinger, que otro solventó proponiendo que alguien le encerrara con el gato en la misma caja. A ver qué pasaba.
A comienzos del nuevo siglo, las observaciones de los grandes telescopios mostraron un sorprendente hecho: el universo se estaba acelerando cada vez más rápidamente. Las mediciones degrupos independientes usando diferentes telescopios y diferentes técnicas convergían en presentar una fuerza de repulsión que contrarrestaba la atracción de la gravedad consustancial a la materia. Thomas, precisamente, había especulado con que si del estudio de supernovas lejanas se derivaba una densidad diferente a la predicha por los modelos cosmológicos, la constante cosmológica que Einstein había introducido en sus ecuaciones de la relatividad en 1915 sería la alternativa más razonable. El universo, comentaba en una correo a Alvar, es así. Aunque no le encontremos aún sentido. Esa idea, que implicaba que el dato de la observación debería ser soberano a la hora de desarrollar las teorías, hizo que el chileno invitara al bávaro a hacer la introducción de un congreso nacional de física en Santiago de Chile.
Esta vez, precisamente el día en que ambos cumplían 42 años (un número que ambos consideraban, como muchos otros millones de iniciados en el mundo lo hacen, la respuesta que da sentido a la vida, al universo y a todo lo demás), se encontraron en la recepción de un hotel no lejos del centro, a unas cuadras de la casa de Neruda. Esta vez fue el momento, y encontraron la posición. Se reconocieron en la mirada, se encontraron en lo físico, lo que volvía a ser una especie de vuelta de tuerca en el engranaje de las casualidades cósmicas. Y de alguna manera, supieron que por encima de las incertidumbres, la estadística subyacente al orden del cosmos y la inexorable tendencia al caos y la lejanía, ahora podían desquitarse de tanto tiempo sin haberse podido enamorar en serio.
Cuando recibieron ex aequo el premio Nobel, más de un comentario suscitó el que fueran un reputado matrimonio que había vencido por completo el principio de incertidumbre. Además de otros muchos prejuicios humanos.
Redacción QUO
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