Esta semana, en el podcast de SciFri, hemos hablado con Jeffrey Ross-Ibarra. De Jeff podrían decirse, sin miedo a equivocarse, que es, por un lado, genetista de la Universidad de CalifornIa en Davis y, por otro, que es un gran fan y experto en el maíz. En particular, de los genes del maíz y, precisamente, de eso hemos hablado.
Esta semana, Jeff, junto a un enorme consorcio de laboratorios públicos y privados, estadounidenses y chinos, han publicado un estudio en el que han comparado más de cien variedades distintas de maíz y, también, el teosinte, la forma silvestre a partir de la que se domesticó el maíz que comemos hoy día.
Este trabajo se publica pocos años después de que se secuenciara, en 2009, el primer genoma completo del maíz. No es, sin embargo, un estudio parecido pero a mayor escala. Lo que Jeff ha hecho es estudiar la evolución y la riqueza genética de esta familia de plantas para, por un lado, aprender más sobre la historia de su domesticación y, por otro, descubrir fuentes «nuevas» de trucos «viejos» que se esconden en el genomay que la planta perdió durante el proceso de selección artificial que ha dado lugar a las variedades que hoy día cultivamos.
Jeff nos explica este punto con sencillez: el teosinte -la planta salvaje- tiene mucha más diversidad genética que cualquier variedad de maíz actual. ¿Por qué? Por la lógica de la selección.
Por un lado, el maíz que cultivamos proviene de unos procesos de domesticación que consisten, precisamente, en quedarse con una semilla y descartar el resto. Muchas veces usamos un solo tipo de semilla una y otra vez, hasta que la cosecha se torna homogénea. Eso es algo bueno para el agricultor. La predictabilidad y la homogeneidad son buenas para el campo.
Por otro, resulta que, inadvertidamente, cuando seleccionamos una característica -un tallo más alto, por ejemplo- que está en una zona determinada del genoma, no solo estamos quedándonos con «ese gen», también nos estamos quedando con las regiones aledañas que están pegadas a éste. Como el gen no es sino un pedazo de ADN -casi- contínuo, es lógico que si queremos un trozo, tengamos que quedarnos con sus vecinos. Utilizando la metáfora del ADN como el libro de la vida, diríamos en que el manual de instrucciones del maíz, si queremos fotocopiar un parágrafo en concreto, necesariamente nos llevaremos el resto de la página. No porque nos interese sino porque ambos no se pueden separar.
Volviendo a lo que nos ocupa: el estudio publicado en Nature Genetics esta semana. Jeff nos cuenta que otro de los grupos se ha dedicado a secuenciar las diferentes variedades de maíz para encontrar los marcadores -la variaciones que cada uno tiene en su ADN- que se relacionan con diversas características de la planta -lo que se conoce como fenotipo-. Una de las conclusiones más interesantes de esta parte del estudio es que muchas de las secuencias de ADN que determinan características de interés agrícola no están en zonas que codifican genes, sino en el resto del ADN -zonas de regulación o, incluso, el denominado ADN basura o Junk DNA-.
De la suma de ambas estrategias podemos extraer información de gran utilidad para un mundo con ya más de 7.000 bocas que alimentar: Conoceremos mejor dónde están y cómo podrían funcionar los determinantes genéticos de características de interés agrícola y, muy importante, al conocer el teosinte y la historia de su domesticación, podremos recuperar parte de la diversidad genética que puede brindar nueva fuerza, resistencia y productividad al maíz para cultivo.
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Redacción QUO
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