No porque los aguerridos astronautas no sientan de vez en cuando el impulso de derramar una lagrimilla, sino porque es imposible hacerlo. Y duele. Duele más que el origen del propio llanto.
Como todos sabéis en el espacio no hay gravedad, así que las gotas no caen, sino que se quedan en el ojo en forma de ‘bolitas’ y pican mucho, o al menos eso dicen los astronautas.
Lo descubrió Andrew Feustel cuando el producto que llevaba su casco para no empañarse se le metió en el ojo y le hizo llorar. Por suerte, consiguió acceder a la esponjilla que llevan en el traje para bloquear su nariz en caso de un reajuste de presión. E hizo el apaño.
Los que no tienen tanta suerte deben esperar a que la bola acuosa se haga suficientemente grande como para desprenderse y quedar suspendida ofreciendo el incomparable espectáculo de ver flotar tus propias lágrimas.
Publicado en #Quonectados nº 211.
Redacción QUO
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