Hay un viejo chiste en el que un animal le pregunta a otro: “¿Tú qué eres? Yo, un perro lobo, porque mi padre era un perro y mi madre una loba. ¿Y tú?”, responde. “Yo, un oso hormiguero”. “¡Anda ya!”, repone el perro lobo. Efectivamente, y por razones de compatibilidad genética, el cruce de oso y hormiga es imposible. Pero no será porque las técnicas de inseminación artificial no sean sorprendentemente avanzadas. Hasta se inseminan abejas, por ejemplo (mira aquí La inseminación artificial de abejas).
Compara (JPG decargable) el tamaño del espermatozoide humano con el de otros 10 animales marinos y terrestres. Es sorprendente porque no guarda proporción con el tamaño del animal.
Ahora, un chiste malo: los animales no van al médico para tener descendencia. Así que acuden siempre obligados por los humanos, por tres motivos principales: evitar que se extinga una especie (lo más difícil); lograr una nueva estirpe con características genéticas útiles para el hombre, o para la continuidad de esa especie; y mejorar la productividad industrial, por ejemplo, de las vacas.
El último éxito en cuanto a preservación de especies amenazadas llegó en septiembre pasado, en España. El equipo de Eduardo Roldán, director del Banco de Germoplasma de Especies Silvestres Amenazadas (CSIC), logró que nacieran dos osos pandas gigantes ( Ailuropoda melanoleuca) en el Zoo de Madrid. La nota de prensa que lo anunciaba incluía la frase: “La madre, Hua Zui Ba, tiene un comportamiento perfectamente normal”. ¿Y por qué no iba a tenerlo? Por un círculo vicioso que a veces echa todo a perder. En especies con pocos ejemplares (sobre todo, en zoos), las hembras no siempre tienen machos a tiro cuando están en celo (las pandas gigantes solo lo están una vez al año).
Eso obliga a que la inseminación sea artificial y a que, por lo tanto, no siempre se desate en los animales el proceso hormonal y cerebral que les induce a cuidar su prole, ni tampoco han visto cómo otros congéneres lo hacen. Y sigue el círculo vicioso: como unos no ven a otros copular, no aprenden, o se intimidan cuando se aproxima un ejemplar mucho más experto. Así que hay que recurrir al “sexo de laboratorio”. Esto último es algo bastante frecuente en el cruce de perros, sin ir más lejos.
Esto es calidad
Para iniciar el proceso hay que elegir un buen semen. ¿Y qué es un buen espermatozoide?, le preguntamos a Eduardo Roldán y a la codirectora del grupo de Ecología y Biología de la Reproducción del mencionado Banco, Montserrat Gomendio. “Su forma, motilidad [agilidad], viabilidad, velocidad de natación, y capacidad de interaccionar con el óvulo. Algunas de estas variables se evalúan con relativa facilidad al microscopio, pero otras requieren de una metodología más compleja.” Por ejemplo, probar a fecundar óvulos de especies compatibles cuando hay escasez de hembras.
Es lo que se hace con los linces en Doñana: se ensaya con óvulos de gata. Otro descubrimiento reciente que Roldán y Gomendio han publicado en la revista Science es que la consanguinidad daña el ADN de los espermatozoides. Traducido: cuando quedan pocos ejemplares de un tipo de gacela, el semen es poco variado –son casi “familia” entre sí– y se ve dañado en un 70%, “cuando lo normal es un 5 o un 8%”. Pero ellos han descubierto una vía de esperanza. A saber: que los óvulos son capaces de reparar el ADN dañado ya se sabía, es un proceso normal. “Lo novedoso es que observamos que las hembras en mejor condición física” o que ya han sido madres antes “son más eficaces reparando el ADN de los espermatozoides”, explican.
La fecundación in vitro es infrecuente
A diferencia de lo que ocurre con el hombre, en animales el ultimísimo recurso es la fecundación in vitro, porque es un método caro y difícil. Solamente se emplea en casos en que los espermas de animales en extinción son extremadamente inoperantes. En la industria ganadera, por ejemplo, este método no se utiliza. Aparte de que hay abundancia de donantes (es un buen negocio), las técnicas son muchas y muy eficaces.
Algo que ya es habitual es fomentar que toda la granja esté dispuesta para el “amor” al mismo tiempo. Por ejemplo, el Instituto Murciano de Investigación y Desarrollo Agrario y Alimentario (IMIDA) ha ideado un nuevo método de sincronización de la ovulación para no depender de cuándo el animal está en celo o cuándo no. Y es muy lógico: dejan a las cabras (en este caso) sin ver ni oler un macho durante un mes. Luego, meten uno entre ellas, lo cual produce el llamado “efecto macho”; o sea, que ellas disparan su celo. Ahora solo falta que ovulen en abundancia, cosa a la que las ayudan inyectándoles progesterona. Entonces es cuando están listas para que (cuando parecía que empezaba la fiesta) las inseminen con una aburrida probeta.
Pero la inseminación artificial no es la panacea. Ya hemos contado el problema de no aprender a copular en algunas especies, pero otro ejemplo claro lo tenemos en Doñana: tanto las gatas como las hembras de lince precisan del roce del pene del macho para estimular la ovulación, así que es difícil lograr óvulos por más que el semen sea bueno y las técnicas mejores.
Sexo con mirones
Otro riesgo que no es manco es el de manipular animales en pleno estado de excitación sexual. Si a eso añadimos que a los machos (de caballo o toro, por ejemplo) hay que obligarlos a montar “muñecas hinchables” para que eyaculen, o que a las yeguas, vacas y ovejas hay que introducirles tubos con semen –no siempre se duerme al animal, porque es caro y, según las especies, desaconsejable–, se comprende que sea peligroso. Otras veces, como ocurre con los koalas, se logran las donaciones interrumpiendo una cópula real y haciendo que el animal termine la faena en una vagina artificial. ¿Hay derecho? Desde luego, en esos ambientes tan poco románticos habría sido imposible que surgiera el amor entre un oso y una hormiga…
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