Una de las grandes preocupaciones de nuestros días es cómo va a ser el clima futuro. ¿Cuánto calor vamos a pasar? ¿Lloverá más o menos? Paradójicamente, hay aspectos del comportamiento de nuestra atmósfera que los científicos desconocemos. Estas cuestiones se han hecho tan cotidianas que nadie se atrevería a ponerlas en duda.
Por ejemplo, nadie duda de la existencia de los huracanes; pero realmente no se conocen bien los mecanismos con que se desarrollan. O de la llamada “gota fría” y sus efectos terribles, pero para la que no se puede precisar, todavía hoy, dónde y cuándo van a ocurrir. En el fondo, estamos hablando de una misma cuestión: la complejidad del conocimiento de las nubes de tormenta.
Y en ellas, la dificultad de precisar la propia formación de gotas de agua o cristales de hielo que permitirán, si se dan las circunstancias idóneas, descargar en forma de precipitaciones. Dicho de otro modo: el ser humano, después de décadas de investigación climática, todavía no ha logrado descifrar por qué se forman las nubes y por qué llueve. Se trata de un fenómeno que sigue siendo un elemento casi mágico para la ciencia.
Desde la Antigüedad se han intentado encontrar métodos para explicar la formación de la lluvia y para predecir de forma precisa cuándo y dónde va a producirse. Y lo cierto es que se ha avanzado mucho en el pronóstico del tiempo: las lluvias que proceden de borrascas y frentes tienen un porcentaje de acierto en la predicción del 90-95%, y en las llamadas convectivas (de tormenta), el acierto es del 80%. En la actualidad es posible saber si va a llover o no en un amplio territorio y de forma fiable con cinco días de antelación. Otra cuestión es la precisión en la hora exacta de dicha lluvia.
Otra pregunta frecuente que se hace mucha gente es: ¿llueve ahora más que antes? En principio, no. Los valores anuales de lluvia en las diferentes regiones españolas siguen siendo los mismos que cuando se hace un análisis comparado con los datos de décadas anteriores. Realmente, lo que ha cambiado es la forma de llover: cae la misma cantidad de agua, pero en menos días. Y eso provoca que las precipitaciones sean más intensas, incluso torrenciales, y causen daños.Respecto al modo en que se forma la lluvia, ha sido más sencillo de comprender. Cuando el peso del agua suspendida en el aire dentro de las nubes no encuentra ninguna fuerza que la sostenga en el aire, cae como lluvia. Pero, ¿por qué no siempre se condensa el vapor de agua del aire para formar nubes? ¿Y por qué hay nubes que desarrollan lluvias y otras no?
Esto es lo que convierte a la acción de llover en un proceso casi “mágico” todavía no muy bien entendido. Básicamente, hay dos teorías para explicarlo: unas señalan la necesidad de que el vapor de agua encuentre una partícula microscópica (llamada núcleo de condensación) para poder adoptar la forma de gota. Dicha gota generalmente se congela debido a las bajas temperaturas que suele haber en las capas altas de la atmósfera y cae. Otras teorías señalan que el proceso principal de formación de la lluvia depende del choque de unas gotas con otras (sin necesidad de que se congelen) lo que permite crear otras más grandes en el interior de la nube, que terminan cayendo por la simple acción de su peso.
Hay también diversas formas de llover. Puede ser porque se desplaza una borrasca y descarga precipitaciones a lo largo de su trayecto, o porque se formen nubes debido al calor acumulado en el suelo y se encuentren con aire más frío a pocos kilómetros de la superficie, lo que origina una nube “convectiva”, o de tormenta. Incluso puede llover sin caer agua de arriba abajo; es decir, puede hacerlo “horizontalmente” y no “verticalmente”, un fenómeno habitual en los bosques tropicales de África, Asia y América del Sur cuando el exceso de humedad ambiental condensa el vapor de agua a ras de suelo y forma bancos de niebla que ocultan la selva.
Pero la manifestación más curiosa de este tipo de lluvia horizontal es la que se produce en áreas desérticas del mundo situadas en fachadas litorales por donde circulan corrientes marinas frías (Humboldt, Benguela).Son los llamados desiertos brumosos, donde la lluvia vertical es nula, pero por el contrario se desarrollan potentes bancos de nubes bajas (estratocúmulos) que se desplazan hacia tierra, movidos por la brisa marina, y quedan “anclados” sobre las montañas próximas a la costa, donde permanecen horas antes de disolverse. La cuestión es utilizar el ingenio para poder aprovechar el agua contenida en esas nubes.
Y eso han hecho algunas comunidades en los desiertos de Atacama, Namibia y del Yemen. Se instalan mallas “atrapanieblas” sobre las laderas expuestas a la llegada de los estratocúmulos que destilan su humedad sobre estas redes, lo que permite captar el agua, que posteriormente es conducida a las poblaciones. En Canarias, las nubes que desplazan los vientos alisios también chocan contra los relieves volcánicos y depositan su humedad en los árboles. En algunas localidades se construyen depósitos bajo ellos para almacenar el agua de esta singular “lluvia”.
Desde el siglo XV hasta tiempos recientes en el mundo cristiano, la falta de agua solo encontraba remedio (o eso se creía) mediante rezos al santo o a la virgen patrona de una localidad. Son las llamadas rogativas pro pluvia o ad petendam pluviam. Todavía hoy, en ciertas poblaciones de España se realizan, y el proceso que les da origen se inicia cuando los agricultores detectan que la escasez de lluvia puede perjudicar a las cosechas. Si la Autoridad municipal decide que la situación exige una rogativa, envía una delegación a la Autoridad eclesiástica de mayor rango, el obispo.
Pero estas rogativas sirven a la ciencia. Los investigadores trabajan con esta fuente documental para analizar las características climáticas del pasado reciente. La frecuencia de estas ceremonias permite determinar el carácter húmedo o seco de un período cronológico.Dejando al lado la fe religiosa, Estados Unidos, Rusia, Israel y algunos países europeos han desarrollado diferentes métodos para intentar “crear” lluvia.
El más difundido ha sido el consistente en sembrar una nube con una sustancia cristalina (yoduro de plata) para que actúe de condensador del vapor de agua existente en la nube, lo que permite aumentar el tamaño de la nube inicial y, de este modo, la cantidad de agua suspendida en el aire, que antes o después podría precipitar en forma de lluvia. El sistema es sencillo en su formulación, pero resulta complejo y costoso en su desarrollo, porque no siempre se dan las condiciones necesarias en la atmósfera para llevar a cabo una “siembra” de una nube con estos cristales.
Y hay otro factor de riesgo: el yoduro de plata es una sustancia que puede provocar contaminación de los suelos afectados por la lluvia creada. Por eso, China ha decidido impulsar nuevos ensayos de creación de lluvia, si bien utilizando polvo microscópico originado de la pulverización de roca diatomita.
Si alguna vez llegásemos a “crear” lluvia continua, habríamos provocado un cambio climático de efectos más inciertos que el proceso de calentamiento planetario: se eliminaría la actual distribución de zonas climáticas de la Tierra tal y como se ha desarrollado en los últimos milenios.
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