Da gusto solamente oír el nombre de las diferentes artes de pesca: palangre, cerco, almadraba, pesca con nasa, arrastre, con redes de deriva, de altura o brumeo, al curricán o cacea, con carro valenciano, surf-casting, al tiento, coup, a la inglesa o boloñesa, al lanzado, a mosca…
Los mares que bañaron la Edad de Piedra europea vieron cómo, inicialmente, el hombre se limitaba a recolectar cangrejos, pececillos y bivalvos que la pleamar desamparaba. Pero, igual que se podía tumbar un mamut, se pudo atajar el nadar de peces cada vez más grandes con anzuelos y arpones rudimentarios que al final de aquella era comenzaron a ensartar las olas. Y mientras el anzuelo iba engendrando los 4.000 “hermanos” que hoy se le conocen, el hombre fue dominando un mar cada vez más generoso, que dio a los fenicios la grandeza de su comercio, hace ahora 3.000 años.
Pero esa es la historia occidental. En Oriente, los chinos ya llevaban siglos sacando los frutos de sus aguas con esa técnica tan poética como cruel que hoy sobrevive de modo folclórico (oficialmente) en Japón: la pesca con cormorán. Y fue el mandarín Fan Li, hace 24 siglos, quien escribió el primer tratado de piscicultura conocido: Cría de peces.
La historia de las cosas es fácil de adjetivar porque ya no se toca, es indeleble. Pero si hablamos del presente, parece que calificar es tendencioso. Así que lancemos el cebo de los datos y a ver si la industria y los gobiernos pican y dejan la mar en calma. Un ejemplo: el año 1965 enredó 80.000 toneladas de anchoas en los pesqueros del Golfo de Vizcaya. En la década de 1990 ya solo encontraron unas 30.000 por año. Y en 2005, las 200 toneladas se alcanzaron llorando. De modo que pagamos a África para reventar ahora sus bancos de peces y llenar así los nuestros de dinero. Y les hablamos de sostenibilidad. La pescadilla está a punto de morderse la cola.
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