Los animales tienen dos malas costumbres. Una, que mueren en medio del campo y, si el último hálito de vida se lo permite, incluso se esconden para expirar. Y dos, que los que quedan vivos no aceptan interrogatorios ni toma de huellas. Eso quiere decir que muchas veces cuando un veterinario forense lo pone en la camilla de su laboratorio, el animal está ya muy deteriorado.
Y aún peor es cuando el difunto está en una lata de conservas. Porque, ¿se pescó con artes legales y cuando ya tenía un tamaño adecuado o es fruto de la pesca furtiva? Por cierto, en la lata puede que ponga que es atún, pero eso tampoco es seguro. Para determinar todos estos detalles escabrosos y escabechados, proliferan los veterinarios forenses, que también trabajan a veces para esclarecer crímenes humanos. Mauro Hernández, uno de estos especialistas, tuvo que examinar, por ejemplo, una especie de insectos que suele acudir a la carne fresca, y que apareció en la escena de un sonado crimen patrio.
Pero la mayor parte de su carrera la ha pasado dirigiendo su Laboratorio Forense para la Vida Silvestre, que fue centro de referencia para el antiguo ICONA –hoy integrado en el Ministerio de Medio Ambiente–, el Servicio de Protección de la Naturaleza (SEPRONA) de la Guardia Civil y otros cuerpos que persiguen delitos ecológicos. Para hacernos una idea del grado de especialización de Hernández y sus colegas de profesión, baste decir que este veterinario forense ha alumbrado una técnica de análisis que, con una muestra de 1mm2 de cualquier huevo, determina la especie, en qué estadio del desarrollo estaba el embrión, si hay restos de pesticida y si otra muestra igual pertenece a la misma hembra.
Un crimen ‘dol-oso’
El caso de un oso pardo hallado muerto en un lugar recóndito del bosque fue uno de los delitos ecológicos más policíacos en los que ha participado Mauro Hernández. “El animal apareció ya muy deteriorado, y con restos de predación de otros animales”, cuenta a Quo. Aun así, “fuimos capaces de determinar las circunstancias premórtem y post mórtem”, dice. Pero las llamadas perimórtem, o sea, desde poco antes hasta poco después de morir, “son siempre más complicadas”. Ya en su laboratorio, analizó varios huesos del oso bajo el microscopio electrónico, hasta que descubrió en uno de ellos trazas de plomo que provenían de un proyectil. Entre risas, el especialista cuenta también que por aquella época comenzaba a emitirse en España la serie CSI (Crime Scene Investigation), y que al socaire de su exagerada espectacularidad, “los fiscales comenzaron a pedir pruebas forenses extravagantes” fruto de la ignorancia; y muchas de ellas eran desproporcionadas, como matar moscas a cañonazos.
Lo más avanzado que hay en el mundo para investigar “crímenes” animales es el Laboratorio Forense del Servicio de Pesca y Vida Salvaje del Gobierno de EEUU, famoso en su rama en el mundo entero. La estrella es la Unidad de Patología Forense, que se dedica a determinar la causa, el mecanismo y el modo en que murió el animal. La causa se refiere a la enfermedad o la herida que condujo a la muerte; el mecanismo se fija sobre todo en el proceso fisiológico que desembocó en el final del animal; y la manera se refiere a circunstancias que rodearon el “crimen”, como personas o animales circundantes, salud previa, comportamiento habitual del individuo… Todo, asombrosamente humano.
Un laboratorio a lo bestia
Para todo ello, el Laboratorio, compuesto por veterinarios, biólogos y químicos en su mayoría, realiza estudios microbiológicos, toxicológicos y morfológicos de tejidos, plumas, pelos, huellas dactilares sobre el animal –por ejemplo, sobre una tortuga–, huellas de otras especies y excrementos.
Otro de sus departamentos espectaculares es el de Criminalística, en el que se utilizan varias tecnologías punteras de diagnóstico por imagen, como microscopios electrónicos y tomógrafos por emisión de positrones (PET). Sus pesquisas llegan al punto de determinar la hora de la muerte del animal por los restos químicos de su actividad neuronal perimórtem.
Al hablar con el Centro de Recuperación de Fauna Salvaje de Torreferrusa (Barcelona), nos atiende Rafael Molina: “Todo cambia dependiendo de lo que se te pida”, responde cuando le preguntamos sobre su modus operandi, “y eso te lleva a emplear unas u otras”. Aunque las técnicas son parecidas, un médico no tiene que determinar la especie que tiene ante sí, pero en este tipo de centros igual asisten al funeral de un águila perdicera que al de un zorro. Y no siempre está el cadáver entero, sino que “pueden aparecer solo el pico o la cola”, añade Molina. Los principales encargos que reciben en Torreferrusa se encaminan a determinar la edad, el sexo, la causa de la muerte y el tiempo que ha transcurrido desde el deceso. Es algo que frecuentemente se resuelve mediante pruebas de radiología, microbiología y estudio microscópico de tejidos (también plumas, pelos…), igual que ocurre con las autopsias humanas.
Ha sido un Homo sapiens
Desgraciadamente, la mayoría de las veces el hombre interviene directa o indirectamente en las muertes: atropellos, envenenamientos y electrocuciones, colisiones con el tendido eléctrico… Los veterinarios distinguen enseguida estas últimas porque los animales –normalmente aves rapaces y cigüeñas– presentan signos de muerte inmediata o daños graves que rara vez son reversibles. Si se observan muertes numerosas en la misma zona, los sospechosos suelen ser dos: una epidemia de origen natural –las llaman “enfermedades propias”– o envenamientos causados por el hombre. Los venenos más frecuentes son los compuestos organoclorados, organofosforatos, carbamatos, alfacloralosa, barbitúricos, rodenticidas antiocoagulantes y estricnina. Distinguir estas dos causas fue un trabajo que el centro catalán tuvo que realizar tras un brote de botulismo en los patos del río Besós, pero también para detectar la enfermedad de Newcastle en aves columbiformes (palomas, tórtolas…), intoxicaciones por bromo y la sarna en los zorros.
El cazador cazado
Algo no tan infrecuente son las pruebas de balística, ya que el trabajo de los veterinarios forenses también es fundamental para cazar cazadores. Los furtivos también dejan sus pruebas; sin ir más lejos, casquillos con huellas dactilares, cebos –que a su vez son de carne animal– con venenos que luego pueden hallarse en la sangre de un lince o, en el caso de la pesca, presas que presentan rasgos de haber sido capturadas con técnicas prohibidas por la ley.
Por eso, otro hábitat natural de los veterinarios forenses son los juzgados; por un lado, para realizar pruebas periciales en causas por delito ecológico, como adelantaba Mauro Hernández; y por otro, para ayudar en la concesión de ayudas (o no) a ganaderos que pierden reses por animales salvajes. Es decir, si un lobo mata a una oveja, el Estado indemniza al pastor para que no se vea tentado de matar una especie protegida. Pero, claro, hay que demostrar qué animal ha sido el “asesino”.
El mar tampoco se libra de la vigilancia de estos “policías” tan peculiares. La agencia de noticias científicas Sinc revelaba en septiembre que un equipo de la Asociación Nacional de Fabricantes de Conservas de Pescados y Mariscos (ANFACO-CECOPESCA) aplica desde hace poco una técnica forense para identificar sardinas y jureles, y evitar confusiones y fraudes comerciales. Se trata de estudiar el ADN mitocondrial que las distingue. La propia Agencia Mundial para la Alimentación (FAO) trabaja en técnicas genéticas similares para vigilar que, por ejemplo, las langostas protegidas que se pescan en el sur de África no se exporten con una documentación falsa que las identifica como una especie perfectamente legal. Es algo demasiado frecuente entre los 110 millones de toneladas de productos marinos (86.000 millones de dólares) que el mundo le roba al océano cada año.
Pero esto llega tarde para aclararnos quién mató a la madre de Bambi, el drama de varias generaciones.
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