Visto desde fuera, el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe de Valencia parece un animal mitológico. Los largos arcos paralelos que sostienen su estructura sobresalen y descansan sobre el cauce seco del río Turia como las costillas de un gigantesco dinosaurio. Al acceder al Museo, uno puede incluso tener la extraña sensación de que está siendo tragado por un monstruo: la “bestia de la ciencia”, como si dijéramos.
Una vez dentro de la entrañas del bicho, llega lo bueno. Es el momento de hacer lo que recomienda su director, Manuel Toharia: “Dejarse llevar”. Y en verdad no queda más remedio que hacerlo, puesto que recorrer sus 26.000 metros cuadrados de espacio expositivo exige perderse una y otra vez eligiendo lo más atractivo: “Este es un museo enorme, explica Toharia. Es imposible verlo entero, por lo que la recomendación es que cada uno lo visite siguiendo su instinto y vea solo aquello que le apetece”.Las exposiciones permanentes son muchas. Por ejemplo, el Exploratorio y sus inevitables máquinas de toca-toca para experimentar con la física.
Todas las exposiciones son tocables e interactivas, con módulos independientes que convierten en una delicia ese arte de perderse que recomienda Toharia. Yo aconsejaría un paseo por El bosque de cromosomas. En este ámbito, módulos y más módulos repasan el mundo de la genética por medio de los 23 pares de cromosomas del genoma humano. Allí puedes descubrir cómo y de qué estamos hechos. Desde un mueble en el que se pueden extraer los órganos del cuerpo humano para luego (intentar) volver a colocarlos hasta medir su elasticidad frente al espejo de una sala de ballet, pasando por la simulación de un cementerio que nos demuestra, aunque nos pese, cómo estamos programados para morir. Hasta que llegue ese incierto momento, visitaremos más museos como este, para seguir aprendiendo.
El Museo ocupa el antiguo cauce del río Turia de Valencia, ciudad cabecera del tren AVE con origen y destino en Madrid y nexo del corredor ferroviario del Mediterráneo.
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