En una selva tropical de Guyana, dos hombres intentan vender lluvia. Si se lo pides, también te venderán suelo, biodiversidad, bacterias fijadoras de nitrógeno y mucho más. El zoólogo de Oxford Andrew Mitchell y el banquero Hylton Murray-Philipson se preguntan si el puro egoísmo puede lograr lo que no consiguen el altruismo y la política: salvar el planeta.
Su empresa, Canopy Capital, lleva ya pagados 616.000 € por los derechos de los servicios de los ecosistemas de la selva de Iwokrama: “Almacenamiento de carbono, generación de lluvia, suministro de agua, conservación de la biodiversidad, prevención de la erosión, formación de suelo, fijación de nitrógeno, tratamiento de los residuos y la contaminación, y sustento de las comunidades de la selva”. Cualquiera puede comprarlos en forma de bonos verdes.
Pero ¿quién va a pagar por los servicios de una selva remotísima, si los tenemos gratis? ¿Y qué recibiría a cambio? Ahora las respuestas son: nadie y no mucho. El futuro del planeta podría depender de que encontremos otras.
Bienvenidos al extraño mundo de la economía verde, que intenta salvar los ecosistemas reduciendo –o elevando– su valor a dólares. La intuición nos dice que podría tener sentido, porque la actividad económica depende del medio ambiente: ¿qué sería del comercio de madera sin los bosques, o de las pesquerías sin los peces? Sin un clima estable, agua para beber y aire para respirar, la economía ni siquiera existiría. Pero los factores medioambientales están prácticamente ausentes de ella. Si acaso, se los tiene en cuenta como “externalidades” que no se reflejan en los precios de los productos y servicios. Un ejemplo clásico: los emisores de gases de efecto invernadero los sueltan gratis y la sociedad carga con los gastos.
Cifras de la economía verde
En un intento de llenar ese vacío, los economistas han rebautizado la naturaleza con la expresión capital natural, ya que piensan que solo cuando veamos su valor real sentiremos la necesidad de cuidarla.
Las políticas medioambientales globales están empezando a acoger la idea, que no había cuajado, entre otras cosas, porque la naturaleza no tiene dueño y, al protegerla como un activo, estarías pagándole a la competencia.
El ecologista Garret Hardin llamó a esto “la tragedia de los bienes comunes”, y destacó que los recursos naturales compartidos de libre acceso se agotan enseguida porque a todo el mundo le interesa llevarse lo que puede, mientras puede. Esto se traduce en deforestación, erosión del suelo, sobrepesca, etc., cuyas consecuencias son claramente terribles, pero ¿por qué iba nadie a renunciar a ellas, a no ser que también lo hicieran los demás?
Para colmo, casi nunca apreciamos un capital natural hasta que desaparece: cuando las costas deforestadas se inundan, los humedales drenados ya no limpian la contaminación, los bosques arrasados provocan sequías y los arrecifes de coral convertidos en basureros causan el colapso de los caladeros.
La economía verde ha de traducir el abstruso valor ecológico en una medida más comprensible: el dinero, y concretarlo en ganancias.
El mayor estudio hasta la fecha, la Economía de los Ecosistemas y la Biodiversidad (TEEB), intentó poner precio a ecosistemas relevantes. Los arrecifes de coral encabezaron la lista, que incluía a la selva amazónica (de 5 a 10 billones de euros al año solo como almacén de carbono) y las tierras de pasto. Se traducía así lo que ya sabían los ecologistas a magnitudes comprensibles para los economistas y políticos.
Ahora bien, ¿qué significan esas cifras? En Tailandia, por ejemplo, se han talado muchos manglares para construir piscifactorías de langostinos, que han convertido al país en el mayor exportador mundial. Edward Barbier, de la Universidad de Wyoming, calculó que el valor de las piscifactorías (8.000 € por hectárea), era 10 veces mayor que el de la madera. Sin embargo, los manglares tienen otras virtudes: el tsunami de 2004 provocó muchos menos daños en los tramos de costa con ellos intactos. Barbier calculó en Land Economics el valor de esa ventaja en 14.000 € por hectárea, mucho más que las piscifactorías. De pronto, ya no parecía tan buen negocio devastar manglares.
La conservación como inversión
Ese dato no frenará la expansión de las piscifactorías, porque estas generan ganancias para algunos individuos. Por eso, la tragedia de los bienes comunes seguirá triunfando, a menos que el gobierno decida actuar en aras del interés nacional. Y ahí sí puede resultarle útil saber que cada hectárea de manglares que conserve le evitará 14.000 € en protección costera.
Los gobiernos suelen ser cortoplacistas y vulnerables a los lobbies empresariales, pero algunos han entendido que la prevención es más barata que el remedio. Según Sven Wunder, del Centro de Investigación Forestal Internacional de Belem (Brasil), en el mundo hay ya más de 300 programas de protección de servicios ecosistémicos. Costa Rica revirtió la deforestación rampante pagando a los propietarios de tierra para que la protegieran y replantaran, y China ha dedicado más de 76,5 billones a reforestación y proyectos similares desde 1999.
Sin embargo, los pagos de Costa Rica no se controlaron con rigor y, en general, los sistemas nacionales responden a necesidades locales y dejan de lado beneficios globales como la protección del clima, lo que puede llevar a que se infravaloren los servicios de los ecosistemas.
La gran pregunta es si puede rediseñarse la economía para dar valor monetario a la enorme variedad de servicios que reúne incluso una simple parcela de selva. Para algunos, ese sería el santo grial del medioambientalismo. Otros lo ven como una privatización abocada al desastre. Cuando la naturaleza pueda poseerse, comprarse y venderse, hasta el aire que respiramos dejará de existir como bien común.
Contamino aquí y protejo allí
El primer gran ensayo abordará el carbono atrapado en los árboles, sin valor para una persona o empresa, y precioso a escala global, porque no está calentando el planeta. ¿Podría la economía verde animar a conservar las selvas?
Algunos países ya han tasado las emisiones industriales. El sistema de bonos de carbono concede licencias para contaminar a los grandes emisores y les permite comerciar con ellas. Se espera que reduzcan sus emisiones a bajo precio, para luego vender las licencias que les sobren y obtener ganancias. El mercado las animaría, por tanto, a encontrar formas de reducir la contaminación.
El siguiente paso extiende el modelo a los bosques. Si a una compañía eléctrica le cuesta 23 € reducir cada tonelada de CO2 y se le da la alternativa de proteger un bosque para evitar la liberación de carbono por 15 €/t, seguramente aceptará esta opción. Eso intenta el modelo Reducción de Emisiones de la Deforestación y la Degradación de Bosques (UN-REDD), que Naciones Unidas quiere implantar a partir de 2020. Un estudio reciente predecía que un sistema global que valorase el CO2 en 19 €/t emitida podría poner coto al cambio climático.
Pero los ecologistas no acaban de verlo. “La naturaleza no tiene nada que ver con el capital humano, social o con los productos manufacturados”, advierte Paul Ekins, del Universtity College de Londres, en un informe para el Programa de Medio Ambiente de Naciones Unidas (UNEP). “Funciona según sus propios y complejísimos sistemas y leyes.” Y destaca que poner precio al capital natural haría pensar que los bonos son intercambiables. No lo son, aunque tengan el mismo impacto en el carbono. Quizá las especies del bosque protegido por una empresa se beneficien, pero los pulmones de quienes viven cerca de sus fábricas y los peces de ríos afectados por la lluvia ácida pueden sufrir. El impacto medioambiental global es impredecible.
Desde que se abrió en 2007, Canopy Capital no ha conseguido vender un solo bono, porque sus banqueros dicen que la selva aún no tiene valor de mercado. Y hay quien se alegra de que no hayan averiguado cómo comerciar con el capital natural. A la vista del desastre del sistema bancario mundial, creado con reglas estrictas, ¿queremos asumir un riesgo similar?
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