Hace más de 20.000 años que el hombre observa la Tierra, pero menos de 50 que explora el mar.” Esta sentencia, inequívoca y veraz, la firma Laurent Ballesta, uno de los fotógrafos submarinos más premiados del mundo: obtuvo en tres oportunidades la medalla de oro del Festival Mundial de Imágenes Submarinas. Ballesta forma parte de un grupo de jóvenes naturalistas (junto al recientemente fallecido australiano Steve Irwin, conocido como el “cazador de cocodrilos”, entre otros) que por medio de la imagen buscan no solo preservar la naturaleza para las futuras generaciones, sino concienciar a las actuales sobre la desaparición de vida salvaje. “Hasta hace poco, se creía que existían casi 400.000 especies en el mar”, explica Ballesta, “pero los estudios científicos aseguran que son unos 20 millones.
Hoy en día, en el medio marino es donde aún queda terra incognita. Y mi primera pasión es la exploración submarina, el descubrimiento de las profundidades oceánicas y sus secretos”. Las imágenes de Ballesta ilustran libros y sostienen exposiciones, pero también se recurre a veces a sus servicios para seguimientos científicos de arrecifes artificiales; en particular, los que se encuentran en el Golfo de Aigues Mortes, en el Mediterráneo francés.
Pero robarle los secretos al mar no es fácil: “Muchas veces nos pasamos todo el día en un bote, buscando la foto”, cuenta Ballesta. “Nos sumergimos hasta 40 veces, y aun así puede que no hayamos conseguido ninguna fotografía que realmente valga la pena. Pero otras veces el tiempo nos recompensa. Para una de las imágenes del libro estuve bajo el agua 5 horas, la más larga de mis inmersiones. Con una jeringuilla le había sacado sangre a un pez y la utilicé para tentar a otros. Así logré obtener la foto de uno de ellos comiéndose a otro animal.” Con el objeto de conseguir estas fotografías, Ballesta recurre a nuevas tecnologías, a viejos conocimientos marinos… pero también a una típica picardía francesa: “Para permanecer tanto tiempo bajo el agua, si es poca la profundidad, dejo 4 o 5 tanques de oxígeno en el fondo y los voy cambiando a medida que se va consumiendo el aire en su interior”, confiesa con una sonrisa en los labios. “Cuando es a grandes profundidades, en cambio, voy a un objetivo específico. Actualmente estamos utilizando unas nuevas máscaras que reciclan el aire utilizado. No sueltan burbujas, lo que nos permite ser mucho más discretos respecto a la fauna y permanecer bajo el agua alrededor de unas 9 horas.”
Buceando en aguas heladas
Tanto tiempo sumergido, en pleno trabajo de campo, le ha permitido observar adaptaciones que desconocía por completo. En un reciente viaje a la Antártida, Ballesta buceó en las aguas del estrecho de Drake. “A 30 metros de profundidad, el oleaje es todavía muy violento. A primera vista, la roca submarina parece desnuda. Pero al acercarnos, nos hemos dado cuenta de que la flora y la fauna realmente se han adaptado a la fuerza del oleaje, y se adhieren a la roca. De hecho, algunos tipos de algas tenían raíces que eran ciertamente bastante más voluminosas que sus hojas”.
La pasión de este fotógrafo francés de solo 33 años viene de hace tiempo: “El recuerdo más temprano que tengo en relación con el mar se remonta a mis 18 años, cuando frente a la costa de Sète (sur de Francia) me encontré una manada de tiburones peregrinos ¡y el más pequeño de ellos debía medir 7 metros! Pasé horas con ellos, sin atreverme a acercarme al principio. Pero luego me fui aproximando con mucha cautela y terminé el día subido a sus lomos”. Quizá ese sea el destino final de los naturalistas actuales: mimetizarse, confundirse con la naturaleza, para comprenderla y hacerla más comprensible para los demás.
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